sábado, 9 de junio de 2012

JDA VI. Al fin, Astaroth. (II)

Apenas había caído al suelo el cordón, enrollándose sobre sí mismo junto a la ropa del mercenario, cuando éste se puso en pie, sujetando a la joven por los brazos. La violencia del agarre la sorprendió. Clyven la alzó en vilo y la dejó caer sobre la cama. La joven se incorporó, frotándose los brazos para intentar calmar el dolor, emitiendo un suave quejido. 
Iba a increparle por el apretón cuando vio que el mercenario caía al suelo, retorciéndose de dolor, apretado la mandíbula para no dejar salir los gritos que nacían en su garganta. La joven se encogió, escondiéndose al otro lado de la cama, asustada.
–¿Os encontráis bien? –preguntó asomándose, aunque era obvio que no.
Clyven se quedó tirado en el suelo, desnudo y dolorido, sin poder moverse o hablar, únicamente se escuchaba su agitada e irregular respiración. El dolor había remitido unos instantes, pero el licántropo sabía que no era más que una corta tregua, la calma que precede a la tempestad.
–Esperad –escuchó que decía la mujer–, iré a buscar ayuda.
Oyó el sonido de la fricción de la tela cuando la joven se puso como pudo el vestido, mientras se dirigía hacia la puerta.
Intentó abrir, pero no pudo. Lo intentó de nuevo, pero obtuvo el mismo resultado. Levantó la vista para encontrarse la mano de Clyven presionando la hoja para impedirle la huida. Lo miró a los ojos y comprobó que sonreía, con una mueca macabra.
–¿Qu...? –intentó decir, pero el miedo la paralizaba.
–¿Vas a alguna parte, preciosa? –preguntó apoyando la espalda en la puerta y apartando un mechón de pelo de su rostro, convirtiendo el gesto en una suave caricia delineando su rostro y bajando por su cuello–. Tú y yo aún no hemos acabado.
Ella lo miró, temblaba, sus ojos suplicaban que la dejase marchar, pero el licántropo no tuvo compasión de ella. Uno de los dos moriría en aquella habitación y Clyven había decidido no ser él quien lo hiciese.
Sintió que la bestia volvía a atacar. Ahogó el grito de dolor y se encogió sobre sí mismo, contra la puerta, para evitar que su presa escapase.
Ella trató de golpearle, pero el lobo descargó toda la fuerza de su brazo contra ella, como un latigazo que la envió contra la cama. La tela del vestido, a medio poner, se le enredó en las piernas y facilitó su caída contra el mueble. Aturdida, trató de levantarse, pero el dolor del golpe era demasiado intenso y apenas pudo moverse. Por un instante, su mente tuvo la certeza de que aquel hombre no era humano. Se lo negó a sí misma, en un vano amago de no sucumbir al pánico.
Cuando su cuerpo se repuso y volvió a responderle, se levantó, trastabillando, y volvió a intentar abandonar la estancia, pidiendo ayuda. Clyven la cogió del vestido, asiendo por puro azar algunos mechones de su larga melena, y la tiró de nuevo sobre el lecho.
–¡Deja de gritar! –ordenó entre dientes, acercándose lentamente, como acechando a su presa.
La joven lloraba y, con palabras casi inaudibles, suplicó por su vida. Pero Clyven no se apiadó. No podía hacerlo aunque quisiera, pues su consciencia humana era, en ese instante, tan inexistente como la luna en el cielo. La morfología de su cuerpo había cambiado. Había ganado altura y sus músculos se estaban desarrollado proporcionalmente, pero quizá lo más aterrador fuese su rostro, deformado y cubierto con el mismo pelaje oscuro que el resto de su cuerpo.
La mujer se quedó muda de espanto. Sus ojos permanecían clavados en la cara de Clyven, cuyos rasgos seguían perfilándose mientras avanzaba hacia ella. Le pareció que aquel diminuto instante se alargaba una eternidad. Quiso apartar los ojos, pero no pudo. La morbosidad de la escena se lo impedía.
Sus miradas se cruzaron y supo que iba a morir. Las fuerzas le fallaron y cayó de rodillas, aferrándose a la tela del vestido, impotente.
El licántropo la cogió del pelo y la levantó de un brusco tirón, sujetándola con el otro brazo por la cintura, ignorando los golpes que la joven le propinaba desesperadamente para liberarse de él. Tiró hacia atrás de la melena para facilitarse el acceso a su blanco cuello y mordió, directo a la yugular, atacando por debajo de la mandíbula, de modo que le impedía gritar.
Bebió su sangre a placer, hasta que el acelerado corazón de la mujer se detuvo y sus dedos dejaron de jalar su pelaje. La dejó caer al suelo. Un pequeño charco de sangre comenzó a formarse junto a ella.
Clyven se dejó caer de rodillas, con la cabeza oculta entre los brazos, echado hacia delante, sobre sus piernas, y así se quedó hasta que se calmó por completo, respirando profundamente. El olor a sangre lo inundaba todo. No recordaba nada a partir del momento en que se había deshecho del cordón que ataba el vestido para desnudar a su víctima, pero no había que ser demasiado inteligente para saber qué había ocurrido.
Cuando su apariencia y consciencia humanas estuvieron completamente presentes de nuevo, el mercenario se incorporó, se limpió la sangre más visible con una de las sábanas y se vistió. Haber dejado que lo desvistiese le había permitido hacer creíble que pretendía contar con sus servicios y, al mismo tiempo, mantener enteras aquellas prendas que, de otro modo, habrían acabado hechas jirones cuando su cuerpo hubiese empezado a crecer. Una vez vestido y calzado de nuevo, el lobo cogió el saquito que la joven llevaba colgando de la muñeca cuando se encontraron y lo vació en la cama. Había un puñado de monedas, un pequeño espejo y un par de botecitos que no se paró a ver de qué estaban llenos, algunas horquillas para el pelo y un pañuelo bordado.
Cogió las monedas, no era mucho, probablemente la paga de varios clientes anteriores, pero le ayudaría a llegar a Astaroth. Se guardó también las alhajas que llevaba la mujer, supuso que no conseguiría gran cosa empeñándolas, pero menos daba una piedra.
Cubrió el cuerpo de la joven con la misma sábana que había empleado para limpiarse la sangre. Antes de cubrirle la cabeza la miró y murmuró:
–No es nada personal. 
Se escabulló por la ventana y huyó perdido entre las sombras, para alejarse todo lo posible de la villa antes de que su crimen fuese descubierto.

Tres jornadas remontando el curso del Numénessë y luego al norte, siempre al norte, hasta llegar a Astaroth. Ésas habían sido las indicaciones que les habían dado en el pueblo al que habían llegado, Dérthales, situado cerca de la desembocadura del largo río que surcaba la mitad oriental del continente. El Odiseo podría servirles una jornada, jornada y media a lo sumo, pero quedaría encallado antes de la segunda. Un barco preparado para alta mar no se adaptaba al curso de un río y, por muy pequeño que fuese el Odiseo, no les serviría para remontar la corriente.
–Bien, ya está todo –indicó Elanor sacudiéndose las manos tras atar las provisiones a lomos de uno de los pegasos–. Con esto nos dará para llegar a Astaroth. Ya he preguntado cómo llegar a la ciudad de los paladines y creo que llegaremos sin demasiados problemas.
–Perfecto –asintió Kai–. ¿Dónde está Pall?
–¿No ha subido aún? –inquirió la elfa al tiempo que sus ojos se dirigían hacia las escaleras que acceso a la bodega del Odiseo.
–No. Apenas ha salido de la habitación desde que Clyven se marchó.
–Voy a ver cuánto le falta. Tú quédate aquí con los pegasos.
Elanor bajó los peldaños que conducían al interior del barco y tocó en la puerta de la bruja con los nudillos.
–¿Pallas? Ya está todo listo para seguir con los pegasos.
No obtuvo respuesta hasta pasados unos largos segundos, cuando la puerta se abrió para dejar salir a la hechicera enéidica. Tenía aspecto de cansada y las ojeras que rodeaban sus ojos revelaban que apenas había dormido la noche anterior, y posiblemente, la anterior a esa.
–¿Estás bien? –dijo Ela preocupada, cogiendo el pequeño hatillo que su compañera había sacado de su alcoba. Pallas asintió, aunque la princesa del Reino Dorado dudaba que fuese cierto–. Clyven estará bien, ya lo verás –sonrió frotando suavemente uno de los brazos de Pallas–. ¿Qué es esto? –preguntó para cambiar de tema.
–Ropita para el niño, por si nace antes de que regresemos –informó esbozando una sonrisa cargada de ternura, que contrastaba con suave tono de su voz–. ¿Ya está todo listo para partir?
–Sí, Kai y yo nos hemos encargado de todo.
–Gracias –dijo quedamente antes de subir los escalones hacia la cubierta. 
Elanor la siguió con la mirada. Era extraño verla tan abatida, aunque supuso que se debía a la ausencia del licántropo y a la preocupación que su marcha había añadido a las que ya tenía por su hijo, por el viaje y por Francis. Decidió estar pendiente de ella, sin dejárselo ver demasiado, y salió a la cubierta para abandonar el barco.
La hechicera se colgó al cuello una fina cadenita con varias llaves, con las que había cerrado las tres puertas que había en la bodega del Odiseo.
En el fondo sabía que tanto el echar las llaves como las protecciones arcanas con las que contaba el barco serían inútiles si de verdad alguien quería entrar y saquearlo, pero lo hacía más por costumbre que por otra cosa. Tampoco poseía nada de verdadero valor material, salvo las armas de plata que escondía en el arcón de su habitación.
Partieron. No podían detenerse a esperar a Clyven. Ni siquiera sabían si el licántropo tomaría ése u otro camino para llegar a Astaroth. El sentir el aire contra el rostro, subida a lomos de un pegaso, y los recuerdo que esa sencilla acción traía a su mente, unidos a la despreocupada conversación que Kai había conseguido entablar con Elanor, levantaron un poco el ánimo de la hechicera y antes de que la noche cayese sobre ellos, la princesa elfa y el pícaro habían conseguido arrancarle alguna que otra sonrisa. 
Había llegado el momento de abandonar el curso del río y desviarse al norte. Pero antes de eso era necesario hacer una escala más. Pallas no se había encontrado muy bien aquella mañana y se detuvieron en una villa cercana al río para comprar una poción o algunas hierbas con las que hacer una infusión para calmar el malestar de la bruja. El dinero se les había acabado hacía ya tiempo y Elanor estaba intentando negociar un trueque. Exasperada ante la falta de resultados, la princesa elfa estaba ya tentada de cargar una flecha en su arco y conseguir la poción por la fuerza cuando una moneda aterrizó tintineando entre ella y el hombre con quien trataba, captando la atención de ambos.
–Yo que tú haría lo que dice la orejas picudas. Tiene muy mal genio cuando se le lleva la contraria.
El curandero, o eso decía ser, levantó la vista hacia la puerta de su casa, donde se encontraba discutiendo el intercambio con la elfa, para encontrarse con la imponente figura de un hombre, alto y robusto, y con una enigmática sonrisa en el barbado rostro. No lo conocía, pero estaba claro que la joven que intentaba comprarle una de sus pociones sí, pues apenas escuchó su voz abrió los ojos desmesuradamente y, apenas había acabado la frase, ya se había abalanzado sobre él, abrazándose a su cuello.
–¡¡Clyven!! Maldito idiota. Nos has tenido muy preocupadas. Temimos lo peor al ver regresar al pegaso solo. ¿No se suponía que ibas a reunirte con nosotras en la desembocadura del río? ¿Y por qué llevas esas pintas?
–Mejor no preguntes, dejémoslo en que surgieron algunas complicaciones con el rumbo –alegó él–. Y vosotros también podíais haberme esperado en el barco –acusó entrecerrando los ojos.
–Sí, hombre, y a saber cuándo te da por aparecer.
–¿Dónde está Pallas?
–En la entrada de la villa, con Kai. ¿No les has visto?
El lobo negó con la cabeza.
–No, yo llegué ayer. Me dijeron que el mejor modo de llegar a Astaroth era venir aquí y seguir hacia el norte. Ya me disponía a partir cuando sentí tu rastro y lo seguí.
–Sí, a nosotros nos habían mandando por el río, pero es casi lo mismo. Ha sido una afortunada casualidad, porque no teníamos pensado parar, pero he venido a comprar algo para Pallas. Hoy no se encontraba muy bien.
–Entonces démonos prisa.
Ambos se volvieron hacia el curandero, que había aprovechado su conversación para buscar la moneda que había rodado por el suelo.
–Bien –empezó la elfa–, mi amigo ya os ha dado el dinero, por lo que no es necesario negociar un cambio, dadnos la poción, por favor, tenemos algo de prisa.
El curandero comprendió que no podría sacar nada más que aquella moneda a cambio del tarrito con hierbas. Era lo que obtenía habitualmente y lo que había demandado a la joven en un primer momento, por lo que no podía quejarse. Pero el objeto que le había ofrecido la elfa a cambio podría haberlo vendido por dos. Se arrepintió de no haber cedido al trueque más fácilmente.
Elanor cogió la poción que el hombre le tendía y salió con Clyven a la calle, para reunirse con Kai y Pallas.

La hechicera y el pícaro se habían quedado a la entrada de la villa, a un lado del camino, bajo la sombra de unos árboles. El sol de principios de verano apretaba con fuerza a esas horas de la mañana. Pallas se había sentado con ayuda de Kai, apoyándose contra uno de los troncos. Aquella era una de las cosas que peor llevaba de su embarazo: el necesitar ayuda de los demás para algo tan simple como sentarse en el suelo.
–Mira, Pall, ahí viene Ela –dijo el chico con una sonrisa, señalando hacia las primeras casas que bordeaban el camino.
La bruja giró la cabeza para mirar hacia allí y entonces lo vio. Si hubiese podido, habría echado a correr hasta él y se habría colgado de su cuello. Pero no podía siquiera levantarse. Y él parecía querer alargar su agonía, torturándola con aquellos pasos tan lentos. 
–Kai, ayúdame, por favor –pidió alargando una mano hacia el muchacho y apoyándose con la otra en el tronco del árbol para poder levantarse.
Apenas había logrado ponerse en pie cuando sintió los brazos de Clyven sosteniéndola y aguantando su peso para que no se esforzase demasiado.
–No deberías hacer movimientos bruscos, Pall –aconsejó el mercenario con una sus sonrisas, que para ella nunca eran escasas.
–Clyv. Gracias a los dioses estás bien –se alegró ella, abrazándole.
–No es a los dioses a quienes debes dar las gracias, Pall. Siento haberte preocupado –susurró acariciando su mejilla con una ternura impropia de un hombre como él–. ¡¡Pero no llores!! ¡Joder, que no me he muerto! –exclamó al darse cuenta de que la hechicera estaba hecha un mar de lágrimas y le miraba como si temiese que fuera a desaparecer en cualquier momento–. Tsk. Bruja idiota –le reprendió suavemente, envolviéndola en un tierno abrazo que aún sorprendía a sus compañeros, a pesar de haberlo visto ya en más de una ocasión. Cuando se trataba de Pallas, Clyven era una persona totalmente diferente a como era con el resto del mundo–. Te dije que no te preocupases por mí.

El sol apenas se había elevado sobre sus cabezas cuando la divisaron. Astaroth. No era más que un punto oscuro que se recortaba contra el azul del cielo y el blanco de las nubes, que iba creciendo conforme la distancia descendía. Elanor fue la primera en distinguir sus formas. Llegarían antes del mediodía.
La sola mención de la ciudad volante de los paladines ya impresionaba, pero ver su silueta perfilarse en la lejanía y su sombra proyectándose sobre el bosque que crecía bajo ella era aún más impactante. Siglos de magia la mantenían suspendida, alejada de todo aquel que no contaba con el beneplácito de Onour para pisar la Ciudad Sagrada.
La leyenda decía que el propio Onour la había subido a los cielos. Se contaban muchas versiones del por qué el Dios decidió esconder la ciudad entre las nubes, aunque a Pallas y Clyven les gustaba aquella que decía que, durante la Primera Guerra, aquella que aconteció cuando los dioses aún pisaban este mundo, el propio Onour dirigía sus filas de paladines, cubiertos con armaduras doradas que reflejaban el sol, avanzando por la llanura donde se levantaba la villa como una brillante marea, cuyo vaivén remarcaba el rítmico sonido del metal entrechocando a cada paso. En ese entonces, Astaroth, no era más que una pequeña aldea donde se había improvisado durante la campaña un lugar para que Asanda atendiese a los heridos. Las mujeres y los niños le ayudaban y así, poco a poco, batalla a batalla, el Dios del Bien iba ganando la guerra a la Oscuridad y sus huestes.
Sin embargo, tras una batalla que les pareció demasiado sencilla, Onour y sus hombres se volvieron hacia la villa, y la encontraron envuelta en llamas. El enemigo se había dividido y el enfrentamiento había sido un mero señuelo. Habían muerto mujeres y niños. Los paladines, heridos, no habían podido protegerlos a todos y muchos vieron caer a sus familias aquel día. Aun así, ninguno de ellos dejó en un momento de luchar, de proteger a los que podían, de evitar que las fuerzas oscuras llegasen hasta Asanda.
Los paladines batallaron incluso sin fuerzas, sin flaquear, sin darse tregua, hasta que el enemigo se retiró. La sangre manchaba la tierra, los cuerpos caídos se repartían por doquier, los que aún se mantenían con vida lloraban a los suyos, o descargaban la rabia y la impotencia contra los restos de las casas de madera, que humeaban todavía.
Y la diosa Asanda lloró esa noche, encerrada en una de las pocas casas que habían quedado en pie. Ese lugar sería años después su morada, su Templo, erigido sobre la sangre de aquellos que habían dado su vida por protegerla.
Onour no acompañó a su amada esposa esa noche. Se alejó de Astaroth solo, en medio de la oscuridad, rodeado de silencio. Y tomó una decisión.
Con el primer rayo de sol, todos salieron de las casas que no habían ardido, asustados unos, gritando otros, pálidos como la cera y desesperados al notar la tierra temblar bajo sus pies. Era demasiado intenso, como si el suelo se desgarrase y fuesen a caer a lo más profundo del abismo.
Se reunieron en la plaza, buscando una explicación de aquel suceso. En el mismo centro de la ciudad, donde ahora se erigía su estatua, se hallaba entonces Onour, en pie, con los ojos cerrados y envuelto en un aura dorada que competía con el sol de la mañana. La magnificencia de todo un dios. Si escuchó las voces y los ruegos de cuántos le rodeaban, no pareció prestarles atención, pues no se movió ni un ápice hasta que el temblor cesó. Únicamente entonces el Dios del Bien abrió los ojos y sonrió antes de desplomarse.

Los paladines recorrieron la ciudad para comprobar las consecuencias de aquel temblor y descubrieron entonces que Astaroth ya no se hallaba anclada a la tierra, sino suspendida entre las nubes.
–Es mi voluntad –había respondido Onour al caer el sol, cuando abandonó la casa en la que Asanda había velado su sueño, tomado de la mano de su amada esposa. –Astaroth, será el bastión de mi ejército, alejado de las huestes de la oscuridad, que nos permitirá mantener a salvo todo aquello que nos importa. Nadie volverá a manchar nuestra tierra de sangre inocente. 
–Pero, mi señor –se alzó una voz–, si nos aislamos del mundo, ¿no estamos dejando a miles de inocentes indefensos?
Onour sonrió.
–Tranquilos. Saldremos al encuentro del Mal y le plantaremos cara, con más fuerza que nunca. Con esto –sentenció, acompañando sus últimas palabras con un ademán de la mano, como si le indicase a alguien que se acercase.
Segundos más tarde, entre las nubes surgió un imponente grifo, de alas doradas y fuertes garras, con un robusto pico y ojos sagaces. Se posó, orgulloso, junto al Dios, aunque su pose se descompuso cuando notó las suaves manos de Asanda acariciar su cuello, facilitando a la dama el acceso a su cabeza. Y no llegó solo.

Continúa en: Al fin, Astaroth. (III)

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