sábado, 9 de junio de 2012

JDA VI. Al fin, Astaroth. (III)

La guerra acabó y las Tinieblas fueron relegadas al olvido durante un tiempo. Tiempo en el que Astaroth creció hasta convertirse en lo que era: una hermosa ciudad de calles amplias y adoquinadas, con casas de madera y piedra que se sucedían a ambos lados de calles rectas que desembocaban en la plaza central, donde se alzaba el templo de Asanda. Hacia el nordeste se encontraba el imponente castillo que servía de cuartel a la Orden de Onour. Era un enorme edificio de muros de piedra gris, casi blanca, de tres pisos en cuya fachada se sucedían grandes ventanas con cortinas de terciopelo cobalto. Una escalinata de, al menos, una docena de escalones llevaba hasta un gran portón, con dos hojas de gruesa madera labrada. A ambos lados, bajo el porche que cubría las escaleras, dos paladines uniformados vigilaban la entrada. Hacia la izquierda, mirando de frente la fachada, se alzaba una torre, la más alta de la villa, desde la que podía verse todo lo que abarcaban las murallas de Astaroth. A la derecha, la Sala del Concilio. Visto desde fuera era un perfecto cubo de piedra blanca, con una cúpula de oro y cristal sobre él, que reflejaba los rayos del sol. En dos lados opuestos se alzaban, desde la mitad de la pared, tres inmensas vidrieras. De uno de los otros lados surgía un pasaje de piedra y cristal, con arcadas en las que la hiedra se enrollaba, y que lo comunicaba con el edificio principal.
Por lo demás, Astaroth era exactamente como cualquier otra ciudad. Tenía una calle con mercaderes, otra con artesanos, una más para los herreros, y así, agrupándose por gremios. Había multitud de tabernas, varias posadas y algún que otro burdel, mujeres haciendo corrillos en la calle, niños jugando en las plazas, cuadrillas de paladines haciendo rondas por la villa, vigilando que todo estuviese en orden. Como tantas otras.

Bajo la ciudad se encontraba un entramado de grutas, donde habitaban los grifos. A veces se les veía revoloteando bajo la isla en la que se alzaba Astaroth. Pero lo más impresionante era verlos volar alrededor de la cascada de agua que caía hacia la tierra después de una tormenta. En esos momentos, parecía que Astaroth estaba sostenida por una columna de agua. Los niños y los paladines más jóvenes solían aprovechar para volar alrededor de esa cascada, o incluso a través de ella, apostando para ver quien conseguía dejar su silueta cortada en el agua.
La muralla que rodeaba Astaroth tenía dos puertas, una al oeste y otra al sudeste. Ambas eran grandes arcos de piedra con una garita a cada lado, en la que cuatro paladines montaban guardia permanentemente. Justo bajo ellas, en el bosque que se extendía bajo la ciudad, los paladines habían despejado dos amplias zonas. Habían construido una pequeña nave en cada una de ellas, donde grupos de entre diez y veinte hombres hacían turnos para controlar quién entraba y salía de la villa, pues el uso de los poderes de los magos de Onour era la única forma de acceder a la ciudad para aquellos que no tenían cómo volar.
Para completar la defensa del bastión de Onour, en las almenas de la muralla se apostaban arqueros. En días de paz eran guardias rutinarias, de un solo hombre cada diez o veinte metros, pero a la menor amenaza, las murallas se atestaban de certeros tiradores, cuyas saetas derribaban al enemigo antes de permitirle siquiera ver con claridad el emblema de Onour sobre el portón de la muralla.

Sonó un toque militar. Cambio de guardia. Los hombres que acababan su turno recibían con amigables sonrisas a los que les relevaban del puesto. Pura rutina. Un día tranquilo.
Tranquilo, hasta que algo vino a romper la paz de la tarde.
Uno de los arqueros que custodiaban las almenas de la puerta sudeste divisó algo a lo lejos, tres figuras que se acercaban. Al instante, tras dejar a otro compañero al cargo, descendió de la muralla y se dirigió con paso vivo al cuartel. En el enorme edificio, dio informe a uno de sus superiores, que se encargaría de transmitir el parte a Asgaloth, el hombre de más alto rango en el escalafón militar.

Esta información era un puro formalismo, pues las órdenes ya estaban establecidas. Sin necesitar nada más que conocer que alguien se acercaba a la villa, una patrulla de paladines alzó el vuelo en sus poderosos grifos, directos a interceptarlos.
Aún estaban a medio kilómetro de Astaroth cuando se vieron rodeados por siete hombres armados con lanzas a lomos de hermosos grifos. Tan iguales, tan perfectamente uniformados, que sería imposible diferenciar a uno de otro.
–Buenas tardes –habló uno de ellos. Educado, pero tajante–. No deseamos importunaros, pero es preciso que nos digáis quiénes sois y qué buscáis cerca de la Sagrada Ciudad de Astaroth.
Elanor se dispuso a tomar la palabra y mostrar el documento que el propio Asgaloth le había facilitado antes de partir rumbo a las islas para reunirse con sus amigos. La firma del alto mando y el sello de Onour estampado en el papel les garantizaban una llegada pacífica a la villa. O lo hubieran hecho si, tras ella, no se hubiese desatado una pelea. Cuando la arquera elfa quiso intervenir, ya era demasiado tarde.
Uno de los paladines, al rodearlos, para que se reagrupasen sus pegasos mientras hablaban, había golpeado con la parte trasera de su lanza la grupa de la montura de la hechicera. Había dado por sentado que reaccionaría igual que sus disciplinados grifos y volvería a la formación, pero los pegasos no tenían entrenamiento militar y el golpe en sus cuartos traseros lo asustó. El animal aleteó nervioso y se elevó de manos, provocando que Pallas estuviese a punto de caer de su lomo. La hechicera se aferró con fuerza a las crines y consiguió mantenerse en su lugar. Pero un grito asustado escapó de su garganta.
En apenas un instante, el paladín tenía a Clyven delante, aferrado a la madera de su lanza, dos dedos por encima de donde se anclaba el metal que la remataba. El mercenario tiró con fuerza de la pica para arrancarla de manos de aquel soldado y golpearlo con ella. Mas no tuvo oportunidad de hacerlo, ya que el joven paladín, algo inexperto, había calculado la resistencia a poner en base a la fuerza aproximada que tendría un humano de aquellas dimensiones. Pero Clyven no era humano, por mucho que nada en su apariencia lo diferenciase de uno. Y el paladín se vio arrastrado tras la lanza. Un grito. Unos dedos temblorosos que no consiguen mantener el agarre. Un cuerpo cayendo al vacío.
Un segundo hombre, a lomos de su grifo, se lanzó en picado, en ayuda de su compañero.
Lo atrapó cuando ya había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba del suelo. El joven estaba pálido y tan nervioso que apenas logró acomodarse tras su salvador.

El mercenario se vio al instante rodeado, con lanzas apuntando hacia su cuerpo. En el mismo círculo que él se encontraba la hechicera, pero la elfa había quedado fuera.
–¡Quietos! –ordenó el líder de la patrulla–. No os haremos daño si...
–No nos harás daño porque antes de que lo intentes te habré metido la lanza por el culo.
–Clyven, no empeores las cosas. Suelta eso.
–Bah –resopló él ante el reproche de la bruja, al tiempo que aventaba lejos de sí la lanza que había tomado de manos del paladín. El arma cayó trazando irregulares círculos hasta el suelo. El golpe fue inaudible hasta para Clyven, tal era la altura a la que estaban.
Elanor, al ver a sus amigos rodeados, aprovechó el revuelo para sacar el documento.
–Esperad. Tenemos un permiso del propio Asgal... ¡¡Eh!! ¿Dónde vas, maldito papel del demonio?
Ni ella ni Kai pudieron atraparlo a tiempo. El joven pícaro espoleó el pegaso que compartía con la princesa elfa y lo guió en pos del escrito. Si no lo recuperaban, seguramente acabarían metidos en un lío por culpa del mal genio de Clyven.
Los arqueros de la muralla vieron venir a toda velocidad hacia ellos al pegaso. Tensaron sus cuerdas, con las saetas preparadas. Ni Elanor ni Kai prestaron atención a lo que ocurría en las almenas, centrados en recuperar su salvoconducto. Cuando los finos dedos de la joven se cerraron en torno a él, las flechas ya volaban en su dirección.
El silbido que hacían al cortar el aire les alertó.
–¡¡Kai!! ¡¡Cuidado!! –gritó Ela–. ¡A la derecha!
El pícaro obedeció y tiró de las riendas del pegaso. El animal se desvió de su rumbo, pero no fue suficiente para evitar todas las flechas que llegaban hasta ellos. Dos de ellas atravesaron el ala izquierda del animal y algunas más, no se pararon a contar cuántas, acabaron insertadas en los fardos que habían acomodado tras ellos. El pegaso relinchó y dejó por un momento de acatar las indicaciones que Kai le proporcionaba a base de tirones de las riendas.
–¡¿Dónde vas?! –preguntó Elanor, aferrándose a la ropa del muchacho, encogiéndose tras él para evitar las saetas.
–Yo, a ninguna parte.
–¿Y tú eras el que quería dirigir?
–Estoy intentando alejarnos de su alcance, pero no me hace caso.
–Tira hacia atrás para que suba. Ahora.
El pícaro obedeció y el pegaso trazó un arco que los llevó de nuevo por encima de la altura de la muralla, a tiempo para ver cómo otra formación de grifos salía a su encuentro.
–Genial –ironizó el chico–. Esto es un comité de recibimiento y lo demás, gilipolleces.
–¡Kai! ¡Esa lengua! Que pareces Clyven.
–¿Tonterías, mejor? –dijo él, poniendo los ojos en blanco. ¿Acaso era momento de preocuparse por los modales?
Una nueva andanada de flechas se dirigió hacia ellos. Se habían puesto fuera del alcance de los arqueros que cubrían la muralla, pero los que iban a lomos de los grifos tenían un mayor espacio de tiro.
–Intenta acercarte a alguno de ellos para poder entregarles el documento y que dejen de atacar. Yo te cubro.
–Tú estás loca. Nos habrán insertado como brochetas antes de que podamos decirles nada.
–Tú hazlo –recalcó la elfa, una vez colocada su primera flecha en el flexible arco que había permanecido a su espalda hasta ese momento.
–Mandona.
La idea de Elanor le obligó a girar bruscamente varias veces para evitar ser certeramente atravesados. Las alas de su montura acumularon varios virotes más. No aguantaría demasiado antes de caer, arrastrándolos. Kai miró hacia abajo. No le seducía la idea de acabar hecho puré contra el suelo.
–Estos paladines son muy insistentes. ¿Es que no pueden dejar de atacar y escucharnos un instante? –le dijo Ela, tras varios e infructuosos intentos de que los soldados de Astaroth escuchasen sus palabras.

Pallas y Clyven no estaban en mejor situación que ellos. Varios paladines más se habían unido a los que los rodeaban, con arcos listos para disparar al menor movimiento sospechoso. El licántropo los miró ceñudo, pero pareció aceptar de mejor grado que las armas le apuntasen a él que el que se dirigiesen hacia la bruja, ya que, en cuanto veía que una lanza o un arco se desviaba hacia ella, un gruñido amenazador salía de su garganta.
–Por favor, ¿podemos calmarnos todos un momento? –Intentó mediar la joven isleña, con una sonrisa conciliadora.
–¿Por qué motivo atacáis? –Respondió el paladín que estaba frente a ella, sin dejar de apuntar con su arco hacia Clyven. La hechicera quedaba entre ambos hombres, por lo que el paladín no tendría más que mover el brazo unos centímetros para que ella se convirtiese en su objetivo.
–Como si se necesitase un motivo especial para querer daros una paliza –masculló el lobo. Por suerte, el viento se llevó sus palabras y los paladines apenas percibieron una seria de gruñidos que no pudieron descifrar.
–No atacamos, nos defendemos.
–Los paladines de Onour no atacan sin motivo, señora.
–Entonces, me temo que todo esto no es más que un desagradable malentendido. Disculpad si nuestra reacción ha sido un poco exagerada. El viaje hasta aquí ha sido demasiado largo y duro.
El mercenario la fulminó con la mirada, a pesar de que ella, al estar más adelantada y de espaldas a él, no podía verlo. De nuevo se disculpaba sin tener culpa. Eran los paladines los que tendrían que arrodillarse y suplicar que no los matase por haber puesto en peligro a su mujer y su hijo. ¿Y si se hubiesen caído del maldito pegaso? Bufó. Esa idea le había parecido descabellada desde el principio.
La bruja sostuvo la mirada del arquero.
–Por favor, si se nos permitiese llegar a la villa para descansar un poco, solucionaríamos  esto de una forma pacífica. Mis amigos y yo venimos al Concilio que se celebra contra Sir Francis de Gondolak.
Los paladines se miraron entre ellos. La noticia de que iba a celebrarse un Concilio de Paladines se había extendido como la pólvora. Pocas veces un soldado de Onour debía enfrentarse cara a cara con su Orden. Y generalmente el resultado no era bueno para él.
–Lo siento, mi señora, pero el juicio no será público. De otro modo la ciudad se llenaría de curiosos, pues es verdaderamente un acontecimiento poco habitual, y es posible que más de uno aprovechase el revuelo y el gentío para sólo Onour sabe qué.
–Pero nosotros hemos sido convocados por el propio Asgaloth. Nuestro testimonio puede ser tenido en cuenta. ¿Creéis acaso que, de no ser así, habría hecho el viaje desde las Islas Enéidicas hasta aquí, en mi estado? –levantó ligeramente los brazos, para que pudiese verse mejor su abultado vientre, como si no fuese lo suficientemente evidente.
–No tenemos noticias de que se estuviesen esperando forasteros para participar en el juicio –insistió el paladín, bajando su arma. El protocolo así lo ordenaba, pues estaban dialogando. Algunos de sus compañeros mantuvieron la amenaza sobre el licántropo, que era el único que se había mostrado hostil.
–Tenemos un salvoconducto, pero por desgracia –dijo echando un vistazo a Elanor y Kai por entre los paladines–, la persona que lo tiene en su poder tampoco parece tener muchas posibilidades de exhibirlo.
Y así era, pues la elfa y el pícaro no podían permanecer demasiado tiempo en un mismo lugar sin que alguna flecha se dirigiese hacia ellos.
Clyven se tensó y, al hacerlo, hizo revolverse a su montura. El olor a sangre había llegado hasta él. Kai estaba herido y él no podía saber desde allí si era o no lo suficientemente grave para justificar la muerte de uno o dos paladines.

El pícaro soltó las riendas al sentir cómo una de las flechas se clavaba en su brazo izquierdo, en la parte exterior de su bíceps. Llevó la mano contraria a la herida y apretó con fuerza los dedos sobre ella, al igual que los dientes, para no proferir un grito de dolor. El mástil de la flecha sobresalía, casi perpendicular a su brazo, y la sangre manchó automáticamente su ropa. Trató de recuperar con la otra mano las riendas para controlar de nuevo al pegaso.
–Kai... –Elanor puso la mano sobre el hombro del muchacho.
–No es nada.
La elfa entrecerró sus almendrados ojos. Asió con una mano la saeta, lo más cerca que pudo de la herida, dejando un par de centímetros para colocar la otra mano sobre ella y ejercer presión. De un seco tirón, la arrancó del brazo del chico. Su grito no pasó desapercibido para el lobo, aunque la bruja no alcanzó a escucharlo a causa de la distancia y de la conversación que mantenía con el paladín, intentando convencerle de que les dejasen entrar pacíficamente en la ciudad.
El arco élfico se tensó y la ensangrentada flecha surcó el cielo, haciendo diana en el hombro de otro arquero, a lomos de un grifo, en la parte que la armadura no protegía. Los arqueros prescindían de algunas piezas para facilitar sus movimientos.
El soldado se llevó la mano a la herida y tocó algo más que tela ensangrentada. Un documento pendía de la flecha, mecido suavemente por el viento y empapando parte de la sangre que brotaba de su hombro. Lo tomó, desgarrándolo, y se lo tendió a un compañero para poder deshacerse de la saeta. El paladín que recibió el documento lo observó con detenimiento y levantó la mano para que los demás detuviesen el ataque.
–¡Alto! 
Como si la orden hubiese sido dada a todos y cada uno de los soldados, éstos dejaron el acoso y mantuvieron las armas listas, esperande nuevas instrucciones.
–Tienen permiso de entrada. El propio Asgaloth lo ha firmado. Bajad las armas, debemos acompañarles de inmediato a su presencia.
De nuevo acataron la orden sin mediar palabra. Se replegaron, completando una apretada formación en la que las alas de un grifo apenas distaban unos pocos centímetros de las del animal contiguo. 
–Les ha costado darse cuenta –comentó Kai cuando los reunieron entre las dos mitades en las que se habían dividido los grifos. Seguía apretándose la herida con la mano sana. Dolía, pero apretaba los dientes. Quería demostrar que podía con eso.
–¿Qué te han hecho? –gruñó el mercenario a su lado.
–¡Kai! –la bruja se dio cuenta entonces de que el muchacho estaba herido.
–Nada, Clyv, tranquilo. Sólo ha sido una flecha, estará bien en cuanto le lavemos la herida –informó la elfa en tono suave al ver cómo el ceño del licántropo se fruncía y éste apretaba los puños en torno a las riendas del pegaso.
–Clyven, por favor, ya que hemos conseguido que se calmen los ánimos, no empieces otra vez–. pidió Pallas, al tiempo que echaba un ojo a la herida de Kai desde su pegaso, mientras Ela se la observaba de cerca.
–No es profunda, apenas ha entrado unos centímetros. Ni siquiera entró la punta completa. Te pondrás bien, enano –explicó la elfa, revolviendo al final los cabellos del chico.
El lobo resopló. Parecía que él era el único con suficiente sentido común allí. Aquellos paladines eran demasiado cuadriculados, tenían las órdenes demasiado aprendidas y las ejecutaban pasase lo que pasase. Si la orden decía "atacar a todo lo que se mueva cerca de Astaroth", ellos disparaban hasta a los pajaritos del campo. En solitario, algunos tenían pase, pero ¿juntos? Juntos eran tan disciplinados que se convertían en una masa estúpida que no atendía a razones, sólo cumplía órdenes, pensó.
Y así, rodeados de soldados, Clyven, Pallas, Elanor y Kai cruzaron por fin la puerta de la Ciudad Sagrada de Astaroth. El momento del juicio se acercaba y en la mente de los cuatro resonaba la misma pregunta: ¿Cómo acabará esto?

Continúa en: VII. La ciudad entre las nubes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario