sábado, 9 de junio de 2012

JDA VI. Al fin, Astaroth. (I)

Despertó al notar algo frío contra sus labios entreabiertos, cayendo en el interior de su boca y desbordándose hacia sus barbadas mejillas, en dirección a su nuca. Una mano pequeña y áspera secó suavemente sus labios. Una caricia desconocida. Alguien se levantó a su lado, como delataba el sonido de una silla al arrastrarse unos centímetros y unos pasos lentos que se dirigieron al a puerta. Cuando la escuchó cerrarse, abrió los ojos. Ante él había varias vigas de madera horizontales que sujetaban el techo de tablas transversales. Bajó los ojos recorriendo la pared de su derecha, la que llegaba hasta el lecho en el que estaba. Madera y piedra, pero nada de ornamentación. Despacio, buscó la otra pared. La única diferencia con la anterior era una pequeña ventana con contraventanas oscuras. Una de ellas estaba rota y dejaba entrar un intenso rayo de luz, suficiente para dejar la estancia en penumbra. Se levantó, apoyándose sobre los codos, para observar el resto de la alcoba. Simple y sencilla, amueblada con la estrecha cama en la que estaba, una silla y un ropero. Olía a mar, la costa debía de estar cerca. Retiró la sábana que lo cubría y se sentó. Le dolía la cabeza y tenía hambre. Lo último que recordaba era estar girando, llevado por las olas, rodeado de agua por todas partes, algún que otro golpe y el frío calando sus huesos. No recordaba en qué momento había recuperado su apariencia humana, ni cómo había logrado alcanzar la orilla. No sabía si lo habían encontrado tirado en la arena o si lo habían rescatado de entre las olas. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente.
Intentó ponerse en pie, con movimientos lentos que no lograron impedir que se desequilibrase y estuviese a punto de caer. Al segundo intento logró mantenerse erguido y, unos largos segundos más tarde, se atrevió a comenzar a caminar. 
Estaba descalzo y con una ropa que no era la suya. Debía pertenecer a alguien menos corpulento y más bajo que él, pues el pantalón apenas llegaba a sus tobillos y la camisa parecía no ser capaz de contener su cuerpo. A los pies de la cama estaban sus botas, pero las ignoró y continuó su camino hacia la puerta de salida de aquella estancia.
La abrió y casi al instante se arrepintió de haberlo hecho. La luz que lo envolvió de repente, contrastando con la penumbra de la que salía, le deslumbró hasta tal punto que le dolían los ojos y tuvo que cubrirse con los brazos, cerrando los párpados con fuerza. 
–Mi señor, estáis despierto –dijo una voz a su lado, fina, un tanto infantil. De mujer, dedujo.
–¿Dónde estoy? –Indagó apretando los ojos y forzándose a abrirlos poco a poco para acostumbrarse a la luz.
–En Baleris, mi señor –dijo la voz, más cerca de él.
–Clyven –interrumpió–. Sólo Clyven. Deja el "señor" para los ricos.
–Garlán y yo os encontramos al amanecer en la playa. Estabais inconsciente, con la ropa destrozada y algunas heridas que, milagrosamente, parecen haber sanado casi por completo.
–El agua del mar ayuda –fue todo lo que dijo, a pesar de saber que su mayor capacidad de curación se debía a su propia naturaleza más que al efecto del agua salada.
–¿Queréis comer algo? –indagó aquella voz de nuevo.
Clyven observó la figura que poco a poco se iba volviendo nítida entre los destellos que se iban disolviendo en su campo de visión. Era una chica, joven, como mucho un par de años mayor que Kai, calculó. Bastante más baja que él, apenas le llegaba a la altura del pecho, delgada y no demasiado guapa, con el cabello largo y encrespado, de un rubio pajizo, y los ojos verdes. Le sonreía amablemente, esperando su respuesta.
El licántropo asintió y obedeció las indicaciones de la mujer, sentándose en una de las cuatro sillas que rodeaban la mesa de madera.
Paseó los ojos por la sala en la que se encontraba, tan sencilla como la anterior, que debía ser la pieza principal de la casa. Era pequeña y en ella se apiñaban la mesa y las sillas, el hogar, un armario y varios sacos en un rincón.
La joven puso ante él un cuenco lleno de algo humeante y lechoso. Por el aspecto y el olor debía de ser algún cereal. No era muy apetecible a la vista, pero no estaba en condiciones de elegir, y el sabor era aceptable.
–La ropa pertenecía a mi hermano, podéis quedárosla –dijo ella.
Clyven observó las gastadas prendas que cubrían su cuerpo y dudó que las palabras de la joven fuesen del todo ciertas. Aquella ropa podría aguantar aún algunos usos.
–¿Seguro?
–Claro –asintió–. Además, ¿qué ibais a poneros si no? Vuestra ropa necesitaría demasiados remiendos. Por suerte vuestras botas aguantaron algo más. Las he limpiado esta mañana, estaban llenas de sal y barro.
–No era necesario que te molestases.
–No es molestia. Así me entretengo hasta que Garlán regrese de faenar. ¿Os importa si sigo con esto mientras hablamos? –preguntó señalando un cesto de mimbre que contenía una red de pesca y una lona que, según dedujo Clyven, sería una vela–. Necesito acabarlo para mañana.
El licántropo asintió y acabó de comerse el contenido del cuenco.
–¿Cuál es tu nombre? –preguntó dejando el recipiente vacío a un lado.
–Vialia –respondió ella levantando la vista de la parte de la red que tenía en el regazo–. Mi señor, no es nece... –empezó al ver como Clyven se acomodaba frente a ella y cogía la red, acallándola de un chisteo. Los oscuros ojos del mercenario, fijos en los suyos, silenciaron cualquier réplica y le hicieron bajar la mirada de nuevo a la red, con las mejillas sonrojadas.
–Gracias –murmuró el lobo pasados unos silenciosos minutos, sin estar seguro de que la muchacha escucharía sus palabras–. Por todo.
–No hay de qué –respondió ella igual de suavemente, con una sonrisa, mientras ambos continuaban buscando las roturas de la red.

El sol estaba casi oculto en el horizonte cuando Clyven entró en una taberna, elegida al azar entre las tres que había en la villa. Necesitaba demasiadas cosas que Vialia y Garlán no podían facilitarle: información sobre cómo llegar a Ataroth, un puñado de monedas para costearse el viaje y un medio para sobrevivir a esa noche.
Serio, como siempre, el licántropo ocupó una de las mesas que encontró vacías, a medio camino entre la puerta y el fuego de la chimenea que ardía en un rincón. Observó el local. No había nada destacable. Una taberna como tantas otras: sillas, mesas, parroquianos vaciando jarras, risas, gritos en la cocina... Pidió una jarra de cerveza, a pesar de que no tenía dinero para pagarla, e intentó comportarse como cualquier otro forastero, ignorando algunas miradas se posaban sobre él.

Dio un trago a su bebida y se dejó resbalar por el asiento de la banqueta hasta que notó el borde de la madera clavarse en sus piernas. Las separó, con las rodillas flexionadas, para acomodarse con la parte superior de la espalda y la cabeza apoyadas en la pared del local. Se miró un instante y frunció el ceño. La ropa que le habían dado era demasiado pequeña su gusto. La camisa parecía estar a punto de rajarse debido a la tensión de sus músculos y los pantalones se le ajustaban tanto que apenas podía sentarse con comodidad, acostumbrado como estaba a ropas más holgadas. Al menos había podido conservar sus botas, un pequeño detalle en su improvisado atuendo que no conseguía borrar la vergüenza que le producía tener que pasearse por el lugar con unas prendas tan pegadas a su piel que no era necesario verlo desnudo para conocer las proporciones exactas de su cuerpo. Después de todo, bajo su ruda apariencia y su orgulloso carácter, Clyven no dejaba de ser un hombre un tanto tímido.
Paseó la vista por el local, intentando borrar de su mente el, según su criterio, ridículo aspecto que tenía, y entonces la descubrió. Una mujer le observaba desde uno de los taburetes de la barra. Sus miradas se cruzaron y ella sonrió, satisfecha de haber captado por fin su atención. Clyven la recorrió con la mirada sin molestarse en disimular, una vez superada esa diminuta punzada en el estómago que le asaltaba cuando se veía forzado a socializar. Era guapa, con una larga melena rubia que caía a su espalda describiendo suaves ondas al final de cada mechón y unos grandes ojos castaños, de espesas pestañas. Sus labios, carnosos y de un intenso rojo sangre, regalaban sonrisas a todos los presentes. Su largo cuello estaba decorado con una gargantilla de terciopelo negro, con un pequeño broche dorado, redondo, con un rubí en el centro. Tal vez la joya fuese tan falsa como su apariencia de muñeca de porcelana, pero no era en eso en lo que la mayoría de los presentes se fijaba. Sus ojos estaban puestos un poco más abajo de la perfecta línea que trazaban sus clavículas, en sus grandes senos, que parecían querer escapar de aquel estrecho vestido de tela morada y encajes negros que se apretaba a su talle.
Era algo mayor que él, ocho o diez años, calculó, o quizás la mala vida que llevaba la hacía parecer mayor de lo que realmente era. No importaba. Se le estaba ofreciendo con cada gesto. A él y al resto de hombres del local, junto con otras dos mujeres que llegaron un poco más tarde y se sentaron a su lado.
Clyven las vio cruzar un par de frases, pero no prestó atención para entenderlas. Risas despreocupadas llegaron a sus oídos, como si aquellas tres mujeres estuviesen en aquella taberna única y exclusivamente por diversión, y no tratando de ganarse el sustento a costa de vender sus favores no siempre al mejor postor.
La jarra de cerveza volvió a posarse con un suave golpe en la mesa de madera cuando Clyven apuró el último trago, convirtiéndose en el mudo testigo de cómo la joven rubia se sentó sobre la mesa, inclinándose ligeramente hacia delante, para ofrecer una casual perspectiva de su escote al que había elegido como cliente potencial y de la escueta conversación que mantuvieron la prostituta y el licántropo antes de que ella lo tomase de la mano, entrelazando sus dedos, y lo guiase escaleras arriba, hacia la habitación donde más de un hombre compartiría la cama con ella esa noche.

Clyven se quedó de pie, a escasos tres pasos de la puerta, mientras la joven la cerraba, asegurando el cerrojo para que nadie viniese a importunar su trabajo.
–Nunca antes os había visto –comentó ella mientras pasaba a su lado para retirar la colcha de la cama. Clyven se preguntó cuántas veces al día llegaba a realizar aquella sencilla acción–. Vos no sois de por aquí, ¿me equivoco? –se giró para mirarle, Clyven no respondió. Ella se movió hasta colocarse entre él y la puerta y, dando a su voz un tono más cálido y sensual para envolver sus palabras, añadió– Relajaos. Os aseguro que os gustará.
Lo empujó suavemente hasta que las piernas del mercenario tocaron la cama. Clyven se dejó caer, apoyando las manos para sostenerse, ligeramente inclinado hacia atrás, sin decir una sola palabra, sin hacer el más mínimo gesto de aceptación o rechazo. Únicamente, se dejó hacer. La joven se subió el vestido para poder acomodarse a horcajadas sobre sus piernas, y comenzó a desabrochar lentamente la camisa, hasta que el cuerpo del guerrero quedó al descubierto. Sus blancas manos contrastaban con la morena piel del isleño mientras recorrían el camino desde su abdomen hacia sus hombros, para deslizar la tela por sus musculosos brazos.
Cuando la camisa estuvo arrugada en sus muñecas, la joven volvió a centrar toda su atención en acariciar los brazos de su nuevo cliente. Le obligó a levantar la cara para tener un mejor acceso a su cuello y comenzó a repartir por él el rojo de sus labios. Clyven gruñó e hizo ademán de apartarse, pero, para cuando sus brazos quisieron moverse, ya era tarde. Los labios de aquella mujer se paseaban a placer por su cuello y la presión de aquel primer mordisco sobre su clavícula había arrancado un ronco gemido de su garganta.
Era un hombre duro, pero no de piedra. Y tenía a una mujer bonita repartiendo caricias por su cuerpo, deshaciéndose de sus botas y subiendo las manos rozando suavemente la tela que aún cubría sus piernas, rumbo al cierre del pantalón, mientras lo miraba con fingida inocencia.
Noto entonces la punzada de dolor dentro de los ajustados pantalones, cuando el ya escaso espacio en ellos se hizo del todo insuficiente, y supo que su cuerpo no atendería a razones. Y menos en una noche como aquella, en la que su consciencia era dominada por los instintos más primarios. Subió las manos dibujando el talle de aquella mujer, cuyo nombre ni siquiera se había molestado en preguntar, hasta el borde de la tela y dejó que sus expertos dedos desatasen el cordón que mantenía unidos los dos lados del corpiño, permitiéndole aflojar su escote y tener acceso a aquellos blancos senos.

Continúa en: Al fin, Astaroth. (II)

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