miércoles, 17 de diciembre de 2014

RP. Cuando Shyd no ilumina el cielo.

No tengo ganas de editarlo. Es un rol, para matar el aburrimiento, y va tal y como sale.

Clyven: Tsk. Allí estaba de nuevo, caminando hacia el bosque, como una sombra envuelta en tela oscura. Con el ceño fruncido, más de lo normal. Habían vuelto a discutir, como cada vez, pero iba allí, a su lado. ¡¡Y cómo la odiaba en ese momento!! Por ser tan obstinada y cabezota, por no atender a razones, por preocuparse de cosas insignificantes como la vida de otro. ¿Qué importaba la vida de otro, quién fuera, si había que elegir entre esa y la propia? Resopló frustrado, demasiado. Y soltó el puño contra uno de los árboles al pasar.
-No sigas por ahí, Clyv. Ya lo hemos hablado. Demasiadas veces. 
-Y tú te empeñas en seguir con esto. 
-Ajá. 
-Grrrr. Eres odiosa. 
-Vaya, gracias, yo también te quiero. Pero deja de gruñir, eso no va a cambiar nada. 
La discusión siguió mientras se alejaban cada vez más de las murallas, hacia lo profundo del bosque, donde los demás podían estar a salvo.

Thorsteinn caminaba hacia el bosque, las manos en los bolsillos, distraído, silbando una melodía con tintes nostálgicos. Normalmente no se internaba en el bosque a esas horas de la noche, pero tenía ganas de pasear, de estar a solas con sus pensamientos y poder escucharse a sí mismo. Estaba harto de la muralla, de la gente y el bullicio de la ciudad, quería estar en un sitio donde sólo se oyera el correteo de los animales, la brisa moviendo las hojas y el alegre cantar del agua de los arroyos. Pronto alcanzó los primeros árboles y se metió entre ellos con decisión, un largo paseo y quizá un chapuzón en el lago le servirían para relajarse. En cuanto se hubo alejado lo suficiente comenzó a silbar más alto, daba zancadas largas, como si supiera adónde se dirigía, aunque no tenía un destino concreto, caminaba por caminar.

Clyven: La vegetación era cada vez más espesa, los árboles se apiñaban más y crecían enredando sus ramas unos con otros.
-¿Cómo vas? 
-Jodido. ¿Tú qué crees?
La hechicera puso los ojos en blanco, estaba más que acostumbrada a aquella situación. No era un trance agradable, pero era algo que tenían que sobrellevar juntos.
-Vamos -forzó una sonrisa, deteniendose en un lugar aleatorio-, va a salir bien, siempre sale bien. 
El hombre se le acercó y la atrapó contra uno de los árboles.
-Lo sé, pero eso no hace que me guste -sus dedos acariciaron la cicatriz en el cuello de la mujer-. Ojalá pudiera ser diferente. 
-Pero no lo es. 
La conversación acabó, como siempre, con un beso. Intenso y salvaje, que sabía a amor, a lujuria, a esperanza, a despedida.

Thorsteinn llegó a un pequeño claro, de los pocos que habían en el bosque, pues era muy frondoso y los árboles eran muy altos. Decidió tumbarse en la hierba y mirar al cielo, con las manos tras la cabeza, dejando de silbar, notando cómo el profundo silencio del bosque inundaba sus oídos, roto de vez en cuando por el ulular de algún búho o el correteo veloz de algún zorro persiguiendo una liebre o algo similar. Sonrió, pensando en lo curiosa que era la vida. Los humanos no eran tan diferentes de los animales, en un aspecto o en otro, todo se reducía a cazar o ser cazado, unas veces se era el cazador y otras tocaba ser la presa, pero siempre era lo mismo.

Clyven: La abrazó con fuerza, con un sentimiento de absurda protección, pues él estaba allí precisamente para hacerle daño. Impotente y frustrado, sentía ganas de arrasar todo a su alrededor. Todo menos lo que albergaba en sus brazos. Pero los errores se pagan y él los pagaba de la peor forma posible. La empujó para separarla se llevó las manos a la cabeza. El cambio comenzaba.
-Huye -le dijo, aunque sabía que no lo haría, que esperaría allí, a su lado, viendo cómo su cuerpo cambiaba, sin moverse ni un ápice. 
Cayó de rodillas en el suelo, agarrándose con fuerza el pelo, tirando de los mechones entre sus dedos, intentando paliar el dolor que le atacaba desde dentro, que bullía en sus venas. Echó la cabeza hacia atrás y aulló. Un aullido largo, profundo, cargado de furia y al mismo tiempo con un deje lastimero.

Thorsteinn oyó el aullido, sonaba lejos pero no lo suficiente para estar tranquilo. Se incorporó, apoyándose sobre los codos y mirando a su alrededor, algo totalmente inútil, pues no veía lo que tenía cerca más allá de un metro. Inquieto, se levantó, quizá no hubiera sido buena idea ir al bosque, al menos sin un arma, ahora se encontraba cerca de un lobo, sin nada con lo que defenderse en caso de ser atacado. Intentó orientarse y salir de allí, pues no se había fijado muy bien por dónde iba.

Clyven: La piel se le desgarró y los huesos le crujieron. Dolía. Demasiado. Apretó los dientes y se pasó las manos por el pecho, como si tratase de arrancarse la carne para liberar así a la bestia. No había vuelta atrás y lo sabía. El hombre había desaparecido. Allí sólo estaba él, el licántropo. Grande, fuerte, imponente y poderoso, con garras y colmillos afilados, destacando contra el negro pelaje. No había sentimientos, no había consciencia, sólo instinto. Y el instinto le pedía algo. Una presa. Una presa deliciosa que ya olía, demasiado cerca, al alcance de su mano. Una presa que adoraría masacrar y someter. Porque él era el macho, el líder, el alfa, el que ostentaba todo el poder allí y podía hacer con ella lo que quisiera. La agarró y no tuvo resistencia. La empujó contra el árbol contra el que antes habían compartido un beso. Buscó su pulso, sobre la cicatriz que tantas veces había reabierto. Pasó la lengua por su cuello en una lenta y tortuosa caricia que hizo que se estremeciera bajo sus manos, y mordió con fuerza. Lo que desgarró el silencio no fue un aullido, sino el grito de la hechicera.

Thorsteinn oyó un grito de mujer y corrió hacia el lugar del que provenía, haciendo caso omiso de lo que le ordenaba su instinto de supervivencia. No era tonto, sumando dos y dos le daban cuatro, el aullido y el grito de la mujer estaban íntimamente ligados. Cuando los encontró, la imagen fue dantesca, la criatura la tenía aprisionada contra un árbol y la mordía en el cuello. Pensando a toda velocidad, miró alrededor, sopesando opciones, quería que la dejara para así facilitarle la huida, que se centrase en él, aunque dudaba que saliese vivo de aquella. Localizó una piedra de un tamaño considerable y se la lanzó, dándole de lleno en el lomo.

Clyven: Los ojos de la bruja estaban cerrados con fuerza, mientras notaba cómo la rugosa corteza del árbol se le clavaba en la espalda a través de la ropa. Los abrió, atónita, cuando sintió que la criatura aflojaba el agarre sobre ella. La dejó caer y las piernas no pudieron sostenerla. Se llevó la mano a la herida, incapaz de hacer cualquier otro movimiento. Todo el cuerpo le dolía. El licántropo, sin embargo, parecía enardecido por la sangre. Se relamió el hocico teñido de rojo, brillante, y encaró al intruso. Aulló, amenazante, y se lanzó a por él, con las garras por delante, buscando echarle mano y retenerse a su merced.

Thorsteinn echó a correr en dirección contraria para alejar a la bestia de allí, esperando que la mujer tuviese la cordura suficiente como para huir de allí tan rápido como le permitiesen las piernas. La bestia no tardaría en darle alcance, por lo que se resignó a su suerte y cuando se hubo alejado lo que estimaba suficiente, se detuvo, encarándolo, desafiante, para infundirse coraje de alguna forma, aunque estaba lejos de sentir valor.

Clyven: La carrera se volvió frenética. No parecía importarle que le golpeasen las ramas de los árboles o tropezarse con las raíces. No había nada a su alrededor más que lo que tenía delante, ese cuerpo lleno de sangre caliente. Podía escuchar su respiración agitada, su corazón desbocado, sus pasos presurosos. Y le excitaba la idea de sentirle morir bajo sus fauces, la idea de ser él quien detuviera ese corazón palpitante, drenando cada gota de su sangre, sintiéndola bajar caliente y húmeda, espesa, por su garganta. Sus ojos oscuros se entrecerraron, aguzando la vista. Corrió tras Thorsteinn, sin descanso, sin cuartel. Dispuesto a saltar sobre él a la menor oportunidad de derribarle.

Thorsteinn cogió una rama gruesa con ambas manos para enfrentarse al animal, quizá muriera en el intento, pero vendería cara su piel. Con una sonrisa, le animó a ir hasta él, preparado para golpearle con el trozo de madera que sujetaba como si en ello le fuera la vida.Vamos, bestia, ven, quiero ver de lo que eres capaz.Movió los pies sin desplazarse, inquieto, esperando hacerle daño para no morir sin hacerle daño también, un parco consuelo, dado que, una vez muerto, lo mismo daba.

Clyven: Saltó los pocos metros que le separaban de Thorsteinn, llegando hasta él desde arriba, arrollándole con su mayor peso y la fuerza del impulso. Rodaron por el suelo apenas medio metro, hasta chocar contra un árbol. Clyven había quedado debajo, lo que le permitiría a Thorsteinn hacer uso de la madera que había cogido y golpearle. Pero también le dejaba demasiado cerca de sus garras y colmillos. Era una elección, protegerse o atacar. Y el licántropo lo tenía demasiado claro. Para él sólo había un sentido, hacia adelante. Hasta el final, hasta sentir la muerte de todo a su alrededor o la propia. Una lucha por la supervivencia. Intentó, claramente, hacer presa sobre el brazo armado.

Thorsteinn trató de defenderse pero no pudo, el peso del animal era excesivo, además estaba empezando a morderle el brazo con el que sujetaba la rama, haciéndole imposible toda defensa, por lo que optó por cubrirse como pudo, esperando el final.

Clyven: Sin más, decidido a no dar coba al asunto, el licántropo agarró con una mano cada una de las muñecas de Thorsteinn y tiró de ellas para hacerle caer, sin preocuparse lo más mínimo de la presión que ejercían sus dedos en la herida que ya había abierto. Se relamió, le miró a los ojos un instante, dejándole ver cuánto disfrutaba con aquello, cómo le invadía su olor, su miedo, y cómo iba a degustar cada gota de su sangre. Bajo su cuerpo, rendido, así le tenía ya cuando le agarró del pelo, por la coronilla, y de un seco tirón descubrió su cuello. Bajó la cabeza, sus fauces cerniéndose sobre la piel caliente. Lamió, con pasmosa lentitud, disfrutando el estremecimiento que provocaba, y clavó los colmillos, con fuerza, profundamente, desgarrando la carne, dejando salir la sangre que recogía con avidez. El tenso silencio del bosque les envolvía. Lejos de la ciudad, sin más testigo que dos ojos oscuros entre la vegetación, Clyven había cumplido una vez más con la maldición de la luna. Aulló, bañado en sangre, gritando en un mundo de sordos su propia desgracia.

[16-12-2014]

jueves, 16 de octubre de 2014

La creación de las Siníades.

Ignorando las apremiantes llamadas de sus hijas, Pallas Atenea apiló los platos y los vasos que habían sido usados en la cena. Los dejó caer en el barreño de agua espumosa y los lavó a conciencia, hasta que no quedó en ellos rastro alguno de comida.
El suave tarareo con que acompañaba su tarea le permitía escuchar, con una sonrisa que nadie veía, las quejas de las pequeñas, que esperaban impacientes junto al fuego a que llegase su madre para contarles el tan ansiado cuento antes de ir a dormir.
Clyven había supervisado personalmente, desde la butaca que había arrastrado hasta cerca del hogar y con Áyax sentado en sus piernas, agitando un pequeño caballito de madera, cómo Niké y Clío habían colocado las sillas alrededor de la mesa y tirado de la alfombra para acercarla a las brasas. Ambas estaban sentadas sobre ella, mirando hacia el armario donde la hechicera iba colocando los enseres.
―Mamiiii ―llamó una vez más Niké.
―Ya voy, ya voy.
Sin apresurarse más de lo necesario, acabó de colocarlo todo y fue, por fin, a sentarse en el suelo, entre las niñas, apoyada contra una de las piernas de Clyven. Él le acarició distraídamente una mejilla y sujetó la mano del pequeño, para que no golpease con el juguete a su madre por accidente.
―Bien, ¿habéis pensado qué cuento queréis oír?
―¡El de Shyd! ―exclamó Niké.
Clío frunció el ceño, exactamente igual que hacía su padre. Pallas rió y levantó los ojos hacia el lobo.
―Desde luego, es hija tuya.
Como respuesta, recibió un simple arqueamiento de ceja.
―Yo no quiero ése ―se quejó la pequeña.
―¿No? Es un cuento muy bonito. A Niké le gusta mucho ―Pallas le cogió la manita―. ¿Cuál quieres escuchar tú?
―¡¡El de Shyd!! ¡Yo lo pedí primero! ―se quejó Niké―. Papá, dile que yo lo pedí antes.
―Niké, cariño ―respondió su madre en su lugar―, lo contamos hace nada. Espera, a ver qué quiere Clío.
―Jo.
―El de Nedontre ―todavía le costaba pronunciar algunas palabras.
―¿De Necreonte? De Necreonte hay muchos. A ver... ¿Qué os parece si os cuento uno nuevo?
Las niñas se miraron entre ellas, con los ojos brillantes de ilusión, y asintieron, acomodándose cada una a un lado de la bruja. Niké contra su brazo, Clío con la cabeza en su regazo, para que le tocase el pelo mientras contaba el cuento. Sonrió. Eso lo había heredado de ella. Movió ligeramente la cabeza, buscando que la mano de Clyven se perdiese entre sus rizos, y comenzó la historia:
―Hace mucho tiempo, Albórean creó las islas para Eriaclea y ésta las llenó de vida. Creó los árboles, las plantas, a los humanos, los cíclopes y todos los demás seres que habitan en ellas.
―¿Y las hydras?
―Sí, Niké, y las hydras. Luego, cada Dios fue añadiendo criaturas, poco a poco, según fue pasando el tiempo. Eran criaturas mortales y, como tales, sólo vivirían un periodo determinado. Pero ninguno de los dioses quería marcar el fin de sus creaciones, así que crearon un lugar, junto a Naxes, donde cada uno de ellos dejó un diminuto cristal por cada una de sus criaturas. Sinorian fue el encargado de cuidar que esas semillas de vida creciesen hasta convertirse en un frondoso bosque de cristal. Cada árbol representa una persona, según cómo crece, así es su destino. Los hay que crecen rectos y fuertes, con muchas ramas, los de las personas buenas. En cambio, otros son retorcidos y nudosos, como los corazones mezquinos. Sinorian dejaba crecer los árboles a su libre albedrío. Las ramas se cruzaban unas con otras, se entrelazaban y separaban, determinando las personas que iban a conocerse, las que iban a enamorarse o las que iban a odiarse a muerte.
―¿Cómo papá y tú?
―Sí, como papá y yo ―sonrió―. Él se limitaba a verlas crecer. Se había impuesto no alterar el equilibro con el que se desarrollaban los destinos y sólo cuando otro dios se lo pedía, por capricho propio o escuchando las súplicas de los mortales, influía sobre ellos. Pero los dioses nunca hacen nada por nada si no es su voluntad. Y Sinorian tampoco.

>>Para mantener el equilibrio en el Bosque de Cristal, el Señor de los Destinos había determinado que, además del tributo que hubieran de pagar los mortales a los dioses que les favoreciesen, para mejorar un destino debía empeorar otro, y viceversa. Por cada criatura que los dioses salvaran, otra moriría, por cada una que se enriqueciera, otra se empobrecería. Para marcarlos, los árboles del destino de cada uno de ellos cambiaban del blanco que mostraban siempre, como si estuviesen llenos de niebla, a mostrar un tono azulado o amarillento. El Dios no permitía que, una vez que un destino había sido alterado, volviera a cambiarse. Y ésos cuyos sinos habían quedado marcados a la vez, se cruzarían en algún momento de su vida. Se cruzarían y sabrían quién era el causante de su desdicha y el que permitía su ventura. Si aquel a quien los dioses habían ayudado pagaba su deuda con el otro, si le compensaba por el sufrimiento que había padecido y compartía con él su felicidad, ambos eran liberados y sus árboles volvían a ser blancos, quedando de nuevo sometidos al azar. Si no lo hacía, sus destinos chocaban y aquel que tuviera un cuerpo, un alma o una voluntad más fuerte, salía victorioso, mientras que el otro moriría.

>>Sinorian controlaba el Bosque desde el tapiz del Palacio de Espuma, donde podía ver hacia dónde evolucionaban cada tronco y cada rama. Sólo llegaba a la isla junto a Naxes cuando era necesario influir sobre alguno de ellos. El tapiz mostraba cada detalle que él quisiera ver acerca de cualquier criatura: su pasado, su presente, su futuro. Los únicos que no quedaban expuestos a sus ojos eran los propios dioses, porque, aunque no ejercía su influencia sobre ellos, también podía ver hacia dónde se encaminaban las vidas de los inmortales que les servían. A veces la visión se nublaba con una suave bruma, cuando el azar o los hechos del propio mortal hacían más incierto el resultado de sus actos. El futuro siempre es cambiante.

>> Sin embargo, había muchos momentos en los que nadie estaba pendiente de lo que reflejaba el tapiz. El equilibrio se mantenía. Los mortales nacían, crecían y morían según marcaba su destino. Todo iba bien. Hasta que un día, algo llamó su atención en el tapiz. Una pareja de árboles brillaba con especial intensidad. Sus ramas se retorcían las unas contra las otras. Sinorian desapareció del Palacio de Espuma para poder ver lo que ocurría en el Bosque de Cristal: uno de los árboles, grande y de un azul tan intenso que le obligó a apartar la mirada, rodeaba con sus ramas a otro más pequeño y débil, cuyo interior mostraba un tono anaranjado que se iba apagando por momentos. Puso la mano sobre él y al instante pudo ver lo que ocurría a los dueños de aquellos destinos.
>>Vio a una muchacha, que apenas pasaba los catorce años, llegar a uno de los Templos en Aqueloo. Ni siquiera se molestó en saber en qué ciudad. Iba llorando, caminando con dificultad, apoyándose en los muros, con la ropa ensangrentada y un recién nacido contra el pecho. Y supo todo lo que había sufrido en su vida. Supo que había estado sola, que había sentido hambre, frío y miedo, que había pagado con su dolor que la suerte de su señor cambiase y él en lugar de ensalzarla a su lado, la había humillado y ultrajado, maltratado y golpeado sin piedad. Abandonó la isla junto a Naxes y se dejó ver junto a ella. Le tomó la mano, sostuvo su mirada y leyó en ella una súplica: su bebé.

>>Por primera vez, Sinorian optó por ayudar a un mortal en concreto y tomó en brazos al bebé. Era una niña, de cabellos rubios y ojos castaños. Se la llevó con él al Palacio bajo Hárpago y la llamó Selín. A pesar de ser humana, la niña fue criada junto a los inmortales y Sinorian le enseñó cómo interpretar los destinos en el tapiz, cómo influir en ellos y cómo guiar las almas a Arges y Astéropes. Pero Selín no podía hacer todo aquello sola, al ser mortal. Lo único que podía era estar junto a Sinorian, al que había empezado a llamar padre, cuando éste lo hacía. Él habría sido feliz teniéndola a su lado para siempre, pero Selín era mortal y, como tal, debía volver a su mundo para ser feliz allí, con los suyos. Vivió una vida plena y fue dichosa muchos años, hasta que le llegó el momento de atravesar, de la mano del que había sido su padre, los fuegos del Abllos, para llegar al Reino de Triónidas y enfrentarse al Juez.

>>Frustrado por no poder tener a Selín a su lado, Sinorian tuvo que conformarse con ver sus sucesivas encarnaciones con el correr de los tiempos. Hasta el momento en que la nueva vida de la que él consideraba su pequeña se truncó de una forma horrible. El Dios descargó su furia y su frustración en el Bosque, alterando los destinos. El caos se adueñó de las islas. Las vidas de los mortales cambiaban erráticamente y tan pronto les asolaban enfermedades o catástrofes como épocas de bonanza, si bien éstas eran muy breves y sólo servían de preludio a una desgracia aún mayor. Los dioses no podían permitirlo y encerraron a Sinorian durante cien años en el Palacio de Espuma, en la última torre de la larga pasalera que se extendía en su parte posterior.

>>Pero el Destino seguía alterado sin su guardián. Por mucho que Albórean y Eriaclea trataban de calmar su ánimo, por mucho que Laetania cantase entre los suaves murmullos del mar, por mucho que Atlaness y Necreonte intentaran hacerle volver ante el tapiz, todos los intentos eran en vano. Sinorian no se perdonaba a sí mismo el no haber podido proteger al único ser del que se había hecho responsable. Tras mucho meditarlo, los dioses decidieron intentar devolverle a Sinorian aquello que le había sido arrebatado y, de las lágrimas que éste había derramado por Selín, crearon un pequeño bebé, una niña de ojos azules y cabello castaño, que convivió con Sinorian en su encierro bajo Hárpago: Akrótiri.

>>A pesar de ser tan distinta a Selín, Akrótiri supuso una nueva luz para Sinorian. Ocupo su tiempo, reclamó su cariño y toda su atención. Le enseñó a caminar y hablar, a leer y escribir, a interpretar el tapiz e influir en los destinos, como había hecho con Selín. Pero, además, pudo enseñarle todo aquello que le permitía su condición de inmortal. Podía volar, podía atravesar el Abllos sola, podía cambiar su cuerpo y su voz, fundirse con el viento y el agua, adentrarse en la tierra. Akrótiri dominó pronto su condición de siníade, hija del Destino, y asumió sus funciones para ejecutar los designios de su padre y acompañar a las almas de los mortales a través de los fuegos de Astéropes. Pero únicamente aquellas cuya muerte era pacífica, pues las caídas en el fragor de la batalla competían a Necreonte, Señor de la Guerra.

>>Pero Akrotiri era una niña y Sinorian echaba en falta verla jugar como había visto hacía demasiado tiempo a los hijos de Eriaclea y no hacía mucho a Atlaness y Necreonte. Por ello, una noche, en la soledad de su alcoba, cuando Akrótiri dormía, Sinorian arrancó uno de los cabellos de su hija y lo ató con uno de los suyos. A partir de ellos creó una hermana para Akrótiri, Dekhelia. Hermosa y dulce, de cabello azabache y ojos claros, como la miel, fue la compañera ideal de juegos y travesuras para la mayor de sus hijas.

>>Los tres abandonaron el Palacio de Espuma y ocuparon el Bosque de Cristal, llenando lo que antes había sido un lugar silencioso y frío de cálidas risas y juegos. Juegos que se fueron apagando a medida que las siníades crecían. La confianza que Sinorian tenía en ellas no tenía límites, hacía ya demasiado tiempo que iban y venían solas de las islas a Astéropes o se perdían entre los mortales para conocer de ellos. Mas su responsabilidad era tanta, había tantas almas que guiar, tantos destinos que cuidar, que Akrótiri y Dekhelia pidieron a su padre que crease una hermana para ellas. Y así fue como, sangre de su sangre, el Señor de los Destinos brindó al mundo su mayor regalo: Zanthe.

>>Sinorian tenía tres hijas que eran su orgullo. Las miraba siempre con ojos cargados de amor, pero había en ellos un reflejo de añoranza. Habían crecido y recorrían las islas a su antojo. El Bosque de Cristal había vuelto a quedar en muchos momentos silencioso. Ya no frío, pero carente de risas y juegos. Más de una vez las siníades habían sorprendido a su padre paseando entre los altos troncos de cristal, donde tiempo atrás habían correteado ellas. Y como regalo para su padre, para que jamás estuviese solo en el Bosque junto a Naxes, Akrótiri, Dekhelia y Zanthe cortaron un mechón de sus cabellos, los trenzaron y crearon a partir de ellos a Une, la menor de las siníades.

Pallas miró a las pequeñas, ambas estaban ya dormidas sobre ella. Al igual que Áyax lo estaba sobre su padre, con la cabeza apoyada en su hombro y el cuerpo contra su pecho. Clyven se levantó, con cuidado de no despertar a Clío, y entró en el dormitorio que compartía con la bruja para dejar al pequeño en la cuna. Luego volvió a por Clío y la levantó del suelo, llevándola a su cama. La arropó y besó su frente.
―Buenas noches, princesa.
Hizo lo mismo con Niké.
Cuando regresó a la sala principal, Pallas estaba ya echando agua sobre el hogar para apagar cualquier rescoldo. En silencio, la abrazó por la cintura y dejó un beso en su mejilla.
―Deja eso, ya acabo yo.
―No tardes.
Negó con la cabeza. Cuando estuvo solo, se quedó observando el reflejo de la luz de la luna en el suelo. Apretó los dientes y dejó ir una idea antes de entrar a dormir. Su árbol no era blanco.

viernes, 14 de febrero de 2014

Escena suelta 3.

[Inciso en el Juicio.]

Al caer el sol, el mercenario buscó una vez más la luna menguante, que se alzaba blanca entre las estrellas, una tajada de sandía rodeada de millones de pepitas, como si quisiese asegurarse que seguía brillando en el cielo. Había dejado a Pallas dormida entre las mantas en la habitación que compartían en el Refugio y había bajado por las pasarelas de madera que unían las plataformas de piedra hasta que sus pies descalzos notaron la fría humedad del mar de finales de invierno. Cuando la marea bajaba se podía llegar hasta una gruta que daba al exterior y que quedaba totalmente inundada cuando el mar subía. En un principio había pensado abandonar la seguridad que le ofrecía la roca del acantilado y perderse entre los árboles del bosque que se extendía en su interior, hasta llegar cerca del templo de Briseida. Pero no era buena idea. De noche, las brisalias, como llamaban a las icariontes que custodiaban el edificio de piedra blanca, disparaban las lanzas al mínimo atisbo de movimiento.
Se dirigió al exterior. Tenía tiempo suficiente para regresar antes de que la marea subiese del todo. El agua le cubría hasta la altura de los gemelos y la marea estaba bajando. La oscuridad del enorme pasillo de piedra que estaba atravesando no suponía apenas obstáculo para sus ojos de lobo.
Estaba a punto de sentir de nuevo la luz de la luna en su piel cuando el olor de Esthia llegó hasta él. Su rastro había sido borrado por las olas y el aroma del salitre. Chasqueó la lengua. Habría preferido pasar un rato a solas.
—Clyven, ¿me buscabas? —lógicamente él también había sido descubierto, así que se dejó ver.
—Pensaba que aquí no encontraría a nadie.
—Suelo venir aquí cada noche, cuando baja la marea. Me gusta echar un vistazo. Saber que todo está bien. Ésta es la única entrada al Refugio que no podemos tener vigilada. No nos conviene que alguien descubra por casualidad qué esconde el acantilado.
—Te has vuelto responsable y todo —ironizó subiendo por las rocas hasta sentarse algo más de un metro sobre el nivel del agua, junto a Esthia. El olor que desprendía su piel dejaba claro que no había estado precisamente solo en aquel lugar. Agradeció internamente a los dioses por no haber llegado antes, interrumpiendo el encuentro entre Esthia y Cessy. Tenía confianza con Esthia, le aceptaba tal y como era, compartía sus secretos. Pero todo tenía un límite. Y pensar en toparse con los dos enzarzados en una guerra de besos y caricias no era lo que más le apetecía.
—Tengo que cuidar de las niñas.
—Seguro.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Quería estar solo un rato, pero me alegro de haberte encontrado... Hay algo que no os he contado...
—Jum. ¿Secretos con los amigos? Muy mal, Clyven.
—¿Recuerdas aquella pareja que hallaron muertos unos días antes de que nos encontrásemos?
Esthia asintió con un cabeceo y al instante sus ojos se abrieron por la sorpresa que le producía la idea que había surgido en su mente.
—¡Eh! ¡Espera! ¿Me estás diciendo que...?
—Sí, fui yo.
—Joder, joder, joder. Así Níoster decía que los cuerpos tenían un olor extraño. Era el tuyo, pero como te hacíamos lejos de las islas no lo relacionamos. También nos extrañó que un lobo llegase a Icarión y no acudiese aquí. Es el mejor lugar para esconderse. Clyven, ¿cómo no nos buscasteis? Los habríamos hecho desaparecer o algo.
—No tenía ni idea de quién ocupaba el refugio. No soy muy bien recibido por estos lares, ¿recuerdas? Otros no se hubiesen tomado a bien tener bajo su techo a un asesino.
El lobo blanco alzó la ceja.
—Como si nosotros no lo fuésemos. Clyven, todos matamos durante la guerra. Fuimos entrenados para ello.
—Pero eran objetivos, teníamos un motivo. No es una muerte al azar.
—Una muerte es una muerte. Sea de quien sea.
Clyven desvió la mirada. Aquella frase llegó a sus oídos con la voz de Esthia y a su cerebro con la de Viktor. Tendrían aún que pasar muchos años para que entendiese por qué no debía sentirse culpable por su muerte. La mano de Esthia apretando su hombro le hizo volver a mirarle.
—Por mucho que hayamos cambiado, hagamos lo que hagamos, la Manada siempre protege a sus miembros.
—Yo ya no estoy con la Manada.
—No, no estás con nosotros, pero eres de los nuestros. Y siempre lo serás. ¿Qué pasó para que matases a esas personas?
—Es una historia demasiado larga.
—La marea aún tardará unas horas en subir lo suficiente como para que no podamos entrar. Así que, a menos que te dé miedo mojarte, creo que nos dará tiempo.
Y allí, con el suave canto de Laetania envolviendo sus palabras, con la Dama de Plata como único testigo, Clyven se preparó para compartir, por primera vez, su secreto mejor guardado. Se tomó unos largos segundos, con la mirada perdida en el vaivén de las olas, buscando cómo empezar.
—¿Recuerdas lo que nos contaba Hocumie sobre el Bosque de Cristal? —preguntó al fin.
—Sí.
—Pues es cierto. Lo he visto.
—¿En serio?
—Tras la muerte de Víktor, cuando me marché con el ejército de Verana. Ya sabes, mi traición y todo eso.
—Oh, vamos. Todos sabíamos que era cosa de Víktor que te marcharas. Hocumie nos lo contó.
—¿Ah, sí? ¿Qué más os contó?
—Nos dijo que todo era parte de una estrategia de Viktor, que tú y él ibais a iros con el ejército, pero que a él le descubrieron y le mataron y tú ibas a seguir solo. Todos te admiramos por ello.
—¿Aunque Víktor muriera?
—Sí. Pero no podíamos contárselo a nadie. Te habríamos puesto en peligro. Por eso para los clanes eres un traidor. Aunque ahora tal vez...
—No. Déjalo estar. Yo tengo una vida lejos de aquí y no he vuelto para quedarme, así que tampoco importa.
—Pero, Clyv...
—Esthia, no. Viktor fue despedido como un héroe. Además, realmente yo lo delaté. Estaba furioso con él y dejé que lo atraparan.
—Os habrían descubierto a los dos y habríamos llorado dos muertes. Hiciste lo que tenías que hacer. Para ninguno de nosotros eres un traidor. Y estoy seguro de que tampoco para Viktor.
—Bah.
Esthia sonrió y apoyó la mano en el hombro de Clyven. No tenía por qué, pero había llevado la muerte de Viktor como una pesada carga a la espalda. Se sentía culpable, se le notaba en los ojos, en cómo bajaba la mirada cada vez que mencionaba su nombre.
—Va, venga —quiso cambiar de tema para aligerar el ambiente—. Cuéntame eso del bosque, que no quiero que nos pongamos sentimentales, que luego Cessy se tira horas preguntándome qué ha pasado y no tengo ganas de darle explicaciones.
—¿Dando explicaciones? Por lo que veo, el asunto es serio.
—No te burles y cuéntamelo.
—No me burlo, imbécil, me alegro por ti.
—Ya, ya, pero ¿viste a las siníades? Dicen que son preciosas.
—No, pero vi a Shyd.
—¿La Dama de Plata?
—¿Cuántas Shyds conoces? —Esthia bufó en respuesta. Clyven puso los ojos en blanco—. Sí, esa Shyd. Y te juro que entiendo a Hiperión. Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
—¿Más que Pallas?
—Ésa es una pregunta trampa, cabrón. Pero sí, más que Pallas incluso. Aunque delante de ella lo negaré, aviso.
Esthia rió con ganas.
—El caso es que Verana me siguió hasta Naxes. Había descubierto mi secreto y quería venganza. Me dio donde más me dolía; casi mata a Pallas. No lo supe hasta después de acabar con ella, así que habíamos perdido un tiempo precioso. No parecía que pudiéramos hacer nada más que verla morir. Entonces escuché a Seldey y Raíf, dos humanos que viajaban con Pallas —aclaró al ver el interrogante gesto de Esthia, que no reconocía aquellos nombres—. Les escuché hablar de que desde allí, al amanecer, podía verse el sol sobre el Bosque de Cristal.
—Pero es tan inaccesible como Arges y Astéropes, ningún mortal puede llegar hasta él.
—Se supone. Pero yo estaba desesperado y no tenía nada que perder. Así que crucé el pequeño estrecho que separa las dos islas. Dicen que hay criaturas horribles defendiéndola, pero yo no encontré ninguna. O quizás Sinorian decidió dejarme pasar, no lo sé. Nadé y nadé hasta que alcancé la orilla, casi exhausto. Y cuando abrí los ojos vi ante mí...
—¡¡A Shyd!! —interrumpió Esthia, ganándose una mirada molesta de Clyven.
—A Necreonte. Traía consigo un libro negro y, no sé cómo, pero supe que venía a ofrecerme un trato. Conoces las leyendas tan bien como yo, sabes que los pactos con los inmortales no suelen acarrear nada bueno, pero acepté. Necreonte me guió por el Bosque de Cristal hacia el hogar de Sinorian. Ese lugar es impresionante. Altos árboles de cristal. Sus ramas se mezclan unas con otras y el sol pasa a través de ellas. Incluso se ven brillar los destinos marcados.
—Tuvo que ser sobrecogedor.
—Más de lo que te puedas imaginar, sí. Entonces Necreonte se detuvo ante un árbol concreto y me ofreció alargar la vida de Pallas a cambio de servirle. Yo acepté sin dudarlo y el Mensajero de la Muerte desató mi furia. Me hubiese quedado así para siempre, pero Shyd lo impidió. Ella me protege, por eso sólo me asalta la furia en las noches en que la Dama de Plata no vigila el cielo.
—Oh —Esthia sopesó un momento si hacer o no la siguiente pregunta, pero finalmente la curiosidad pudo sobre la prudencia—. ¿Y no temes que en una de ésas vayas a por tu mujer?
El rostro de Clyven se ensombreció y Esthia supo que había dado en el blanco, que precisamente eso era lo que atormentaba a su compañero.
—Siempre voy a por ella. La cicatriz de su cuello es obra mía. Ella insiste en repetirlo ciclo a ciclo. Conoce un hechizo que hasta ahora ha impedido que la mate, pero ya he perdido la cuenta de las veces en las que he estado a punto de hacerlo. ¡Jum! Es irónico, ¿sabes? Intenté salvarla y la he condenado.
—¿Por eso eres tan jodidamente protector con ella?
—En parte.
—Y en parte porque eres un estúpido celoso.
—No me jodas.
—Pero si es verdad. Mírala. Es preciosa. Y si es capaz de aguantarte a ti, no hay duda de que es una gran mujer, podría tener a cualquiera que quisiera. ¿Por qué iba a querer quedarse al lado de un hombre que intenta matarla cada dos por tres?
—No estás ayudando.
—Esta conversación ya la tuvimos hace años, Clyv. Si ella te ha elegido, será por algo. No te compliques tanto la existencia.
—Odio cuando te tomas todo con ese absurdo optimismo.
Esthia se encogió de hombros.
—Y yo odio que te comportes como un viejo amargado cuando deberías estar feliz. Tienes una mujer maravillosa que va a darte un hijo. ¿Qué más puedes pedir?
—¿No sentir instintos de matarla?
—Imposible. Es una mujer. Son adorables, pero a veces entran ganas de abrazarlas hasta que dejen de respirar.
Clyven rió como hacía tiempo que no hacía. Era bueno estar de nuevo en la manada.
—Vaya, casi se me había olvidado lo guapo que estás cuando te ríes.
—Esthia...
—¿Qué?
—Eres idiota.
—Pero soy un idiota al que quieres mucho.
—Alguien tiene que hacerlo, supongo. Pero no esperes que te lo diga a menudo.
—Bah.
—Hay otra cosa...
—¿Más? Clyv, por todos los Dioses, desde que dejaste la Manada te has vuelto un irresponsable —reprendió, imitando a Níoster.
—Hablo en serio. Necesito que me ayudes. Pallas no puede hacer magia, así que, en la próxima luna nueva necesitaré alejarme de ella. Y a ser posible, de vosotros. Prefiero que, si tiene que morir alguien, sea alguien a quien no haya visto en mi vida. Así sólo será uno más en la lista.
—No seas dramático, si Pallas puede soportarlo, yo también.
—¿Qué? Estás loco.
—¿Por qué? Siempre quise que me mordieras en el cuello. O donde quieras.
—Recuérdame por qué no te he matado todavía.
—Porque soy adorable.

domingo, 26 de enero de 2014

Escena suelta 2.

Alecto se sentó en un banquito de la plaza, apartado del centro, envuelto en aquella gruesa capa de paño verde oliva que cubría su cuerpo hasta las caderas. La enorme capucha caía a su espalda, arrugada entre sus prominentes omoplatos. La tela caía bastante más por detrás que por delante, ya que había estado pensada para ocultar algo más bajo ella. Algo que ya no existía.
Se inclinó hacia adelante, apoyando los antebrazos por encima de las rodillas, las manos rozándose entre sus piernas ligeramente separadas. Levantó la vista al cielo y sonrió. Una noche despejada. Si estuviera en mitad del campo podría ver muchas más estrellas. En un tiempo que le parecía demasiado lejano las había tenido al alcance de las manos.
Si tan solo pudiese buscar refugio en la niebla... Pero hasta eso le era negado en esa noche. Sonrió y se pasó la mano por el pelo, corto y oscuro, despeinándolo. Condescendiente consigo mismo. Un iluso. Y lo sabía. Tal vez una jarra de algo fuerte le calentase el ánimo, o el fuego de la taberna tibiase su piel, ya que era lo único que se calentaría aquella noche.
Se levantó del banco y se sacudió los pantalones. Hizo ademán de colocarse la capucha. Siempre le había gustado eso de entrar en los sitios desconocidos haciéndose el misterioso, le resultaba divertido. Pero recordó por qué llevaba aquella capa casi rozando sus corvas y lo dejó estar. Caminó hasta la taberna y empujó la hoja de madera con ambas manos. Grandes, rudas, masculinas. Sin poder evitarlo, mientras se dirigía a un sitio vacío, miró su palma, la derecha, y la cerró, apresando el aire. El aire... Ojalá pudiera sentirlo de nuevo como antes.
Sonrió. Al menos tenía el premio de consolación. Un premio precioso, de largas piernas, con ojos oscuros y piel clara, que se fundía con sus caricias como hielo entre las llamas. Un premio impredecible y compartido. Un premio que adoraba desenvolver despacio, sin preguntarse cuántas veces otros habían hecho aquel mismo gesto, sin indagar cuántos lo harían después. Porque no era tan iluso como para pensar que era el único. Él era el único fiel en aquella tortuosa relación. Pero jamás habían hecho promesas. Jamás le había pedido que fuera sólo para él. Jamás lo haría. Porque ella era así. Era hermosa y libre, como el viento. Se había enamorado de ella como un adolescente. De sus ojos sabios, de su sonrisa madura, de sus manos expertas. De la forma en que los zarcillos de niebla se enganchaban en sus manos hasta formar dedos enlazados. De el viento contra su rostro. De su olor a libertad. Y así sería siempre. Esperando, con el corazón martilleando, con la respiración entrecortada al sentir el frío en la nuca, con las manos intentando atrapar retazos de niebla. Con su nombre en los labios. 
-Zanthe.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Escena suelta 1.

El sol brillaba en el cielo azul y despejado. La brisa era fresca y el campo estaba cubierto de flores. El estallido de la primavera. No reconocía el lugar, pero era precioso, tranquilo, cálido y extrañamente... Familiar. Nunca había estado allí antes, de eso estaba seguro, pero sentía que era allí, justo allí, donde debía estar. Justo en ese lugar, en ese momento.

Vio dos lobos correr, jugando entre las flores, arrancando a su paso pétalos de colores que se llevaba el viento. Corrieron hacia él. Y lo sintió correcto. No se asustó, al contrario, se sintió relajado ante lo que, en otro tiempo, habría considerado una amenaza.
Conforme se iban acercando hasta él, los animales habían dejado de serlo y podía distinguir claramente a dos personas. Rió cuando ambos cayeron sobre él. Le aplastaban y hacían que le costase respirar, pero aquellos cuerpos cálidos contra el suyo le hacían inmensamente feliz.
Se separaron de él lo justo para que pudiese ver sus sonrisas, con el azul de fondo. Les miró alternativamente. Córbad y Lykaios.

Unos pasos les hicieron mirar hacia sus pies. Las cabezas juntas, impidiendo a Clyven ver quién se acercaba. Sin dejar de reír, se dejaron caer a sus costados, permitiéndole por fin elevarse sobre los codos y ver a otras dos personas, de pie, a unos metros de él, que seguía en el suelo.
Él, un hombre alto y fornido, puede que incluso unos centímetros más alto que el mismo Clyven, de cabello y ojos oscuros, que rodeaba con el brazo, protectoramente, los hombros de ella. Ella. No tenía palabras para describirla, más allá de la que acudió a sus labios.
-Mamá.
Se levantó más rápido de lo que fue consciente, para dejarse envolver entre ellos, como le habría gustado hacer de niño, y perderse en su olor y su calor, sintiéndose a salvo.

Sin embargo, no duró demasiado. Sus padres se apartaron, dejándole un repentino vacío helado, que en seguida fue llenado por una sonrisa, una maraña de rizos oscuros, dos ojos castaños cargados de paz y unos labios que jamás se cansaría de besar.
-Bienvenido a casa, Lobito.

El frío helado de la noche le arrancó de su sueño abruptamente. Maldijo entre dientes y encaró la ventana como si pensase asesinarla de todas las formas posibles. La brisa que se colaba por ella traía retazos de niebla. Niebla que se arremolinaba entre él y la ventana y, poco a poco, iba formando una figura. Una mujer.
La observó con el ceño fruncido, mientras ella extendía su mano hacia él, invitándole a cogerla.
-Es hora de irse, Clyven.
Él no se movió.
-Te está esperando.
Clyven comprendió. Abandonó el lecho y tomó la mano blanca y fina, cálida, de aquella mujer.
-Gracias... eh...
-Zanthe.