domingo, 20 de mayo de 2012

JDA V. El Odiseo zarpa de nuevo. (IV)

El vuelo siguió varias horas más, hasta que el sol estuvo en lo más alto. El inicio de la tarde marcó el final de su tranquilidad. El pegaso batía las alas con cada vez más dificultad, el cansancio acumulado hacía mella en sus músculos y los párpados le pesaban. Cuando Clyven quiso darse cuenta, en lugar de volar cerca de la superficie, el animal se había metido hasta el pecho en el agua. La humedad y el frío supusieron un alivio para su cuerpo después del calor del sol, mas no duró demasiado. Ese sentimiento fue rápidamente sustituido por la desazón. Estaba en mitad del océano, no veía aún la costa y las probabilidades de que alguien les encontrase eran prácticamente inexistentes. Clyven aguantó a flote como pudo, atando los aparejos de la montura a su cuerpo para evitar que se hundiese. La necesitaba para llegar a Astaroth. Nadó de espaldas, sosteniendo con un brazo, junto a su pecho, la cabeza del animal. Era difícil moverse con el pegaso atado a él y las alas extendidas, a pesar de ayudarle a mantenerse a flote, ofrecían una mayor resistencia para avanzar en el agua.

No sabía cuánto tiempo había pasado ni cuánta distancia había recorrido ni en qué dirección cuando, de repente, el animal despertó. Asustado, el pegaso batió las alas y coceó. Clyven recibió varios golpes de aquellos potentes cascos, que ni siquiera la resistencia del agua podía amortiguar. 
Los pegasos enéidicos eran animales singulares. Eran fuertes y resistentes y sabían ser dóciles si eran entrenados para ello. Pero quizás su característica más peculiar fuese su capacidad para levantar el vuelo desde cualquier lugar, incluida el agua. Era una cualidad innata, el instinto de supervivencia. 
Y fue ese instinto el que llevó a la montura del mercenario a agitar desesperadamente las alas, hasta que logró despegar, arrastrando con él a su jinete, que seguía atado a los aparejos. Sin embargo, Clyven lo logró erguirse sobre el lomo del pegaso. Quedó colgado a un costado, bajo el ala, con la gruesa cincha apretándole bajo las costillas, provocándole una punzada al respirar. Masculló varias maldiciones, intentando soltarse, pero los cierres quedaban fuera del alcance de sus manos. No sabía en qué dirección volaban, tenía que llegar a la costa como fuese antes de que el siguiente día muriese y la presión en su tórax empezaba a resultarle realmente molesta. Intentó romper de un tirón las tiras de cuero que lo sujetaban al cuerpo del animal, reprochándose a sí mismo el haberse afanado tanto en evitar que se soltase. Desesperado al no conseguir quebrarlas, Clyven se sirvió de sus garras para liberarse. Su transformación asustó aún más al ya alterado pegaso, que aleteó más rápido para alejarse de él, golpeándolo en la espalda con uno de sus cascos cuando el licántropo cayó al vacío. 
El agua estaba más lejos de lo que habría deseado. El golpe contra la superficie hizo que le picase la piel y se hundiese varios metros, aturdido. Braceó hacia arriba hasta que pudo notar de nuevo el aire en su rostro mojado. Respiró a grandes bocanadas para llenar sus pulmones y tosió con fuerza hasta que logró deshacerse de la sensación de ahogo. Sentía la garganta y las fosas nasales rasposas a causa de la sal y la sed aumentaba por momentos, aunque no tenía con qué calmarla. 
Miró en rededor. Agua, agua y más agua. No tenía más referencia que el sol y ni siquiera sabía si se hallaba subiendo por el este o si ya se dirigía hacia el ocaso. Sopesó sus escasas opciones y, finalmente, decidió intentar avanzar siguiendo el mismo rumbo que traía, dejándose guiar por las olas, hasta que el cansancio y la deshidratación le vencieron y todo se volvió oscuridad.

–¿Qué es eso? 
–¿Qué es el qué?
–Aquello –Elanor señaló hacia algún punto en el cielo–. Algo se acerca volando. A lo mejor es Clyven de regreso.
–Yo no veo nada –rebatió el pícaro–, ¿y tú? –preguntó a la hechicera.
Pallas meneó la cabeza en una suave negativa, ella tampoco podía distinguir nada a esa distancia y, aunque confiaba en la palabra de la elfa, dudaba que se tratase de Clyven. Lo conocía y no regresaría hasta pasada la luna nueva, cuando no hubiese peligro para ellos. 
Conforme la figura se iba definiendo en el cielo, los almendrados ojos de Ela perfilaron la silueta del pegaso. Se volvió hacia sus compañeros, que miraban el cielo con los ojos entrecerrados, en un vano intento de alcanzar hasta donde los ojos de la elfa podían ver.
–Es un pegaso –murmuró atrayendo las miradas de los otros hacia ella–. No lleva jinete. Pero no sabemos si es o no el que se ha llevado Clyven –se apresuró a añadir al ver la expresión que había adquirido el rostro de la hechicera.
–Tenemos que cazarlo –sentenció Kai.
Las dos mujeres miraron al muchacho y éste les devolvió alternativamente la mirada.
–Sólo tenemos dos y el que se ha llevado Clyven. Si cazamos ese tendremos uno para cada uno, ¿no? Además –añadió frunciendo ligeramente el ceño–, Clyv me ha dejado al mando y yo digo que vayamos.
–Claro, enano. ¿Y qué más? –contradijo Elanor.
–Es verdad. Clyven me lo dijo mientras preparábamos su pegaso.
–Pero si apenas eres un crío.
–¡¡No es verdad!!
–Seguramente Clyven te diría eso para que tuvieses la boca cerrada.
–Mentira. Él me lo dijo.
–Ya basta –intervino Pallas, alzando la voz–. Kai, si Clyven te dejó al mando es porque confía en ti –explicó suavemente, al tiempo que puso la mano en su hombro–. Y ya sabes que Clyven no confía en cualquiera –sonrió nerviosa. Estaba intentando complacer al chiquillo, pero inconscientemente deseaba comprobar que ese pegaso sin jinete no era el que se había llevado el licántropo y calmar así aquella sensación de ahogo que se había adueñado de su pecho–. Cacemos ese pegaso. Así al menos nos entretendremos un rato.
–Tú no puedes cazar nada –atajó el pícaro.
–En eso le doy la razón –secundó Elanor–. Además, sólo tenemos dos monturas más, así que tú te quedas en el barco. Kai y yo nos vamos de caza –sonrió revolviendo el pelo del muchacho–. Venga, ¿a qué esperas?

Pallas los siguió con la mirada mientras Elanor y Kai aparejaban rápidamente los animales. La elfa desató las sogas con que mantenían sujetos a los pegasos al palo del velero. Se elevaron sobre la cubierta y se acercaron hacia la figura del pegaso que volaba en dirección contraria a ellos. El animal, al verlos acercarse desvió el rumbo, ellos le persiguieron. Avanzó lo más rápido que pudo, pero no se había recuperado del agotamiento que el día anterior le había hecho caer al agua y volvió a precipitarse hacia el océano.
En la cubierta del Odiseo, Pallas observaba los movimientos de sus compañeros en la lejanía. Se habían alejado demasiado para que ella pudiese acercarse con el barco, por lo que únicamente veía sus figuras moverse, pero no distinguía cuál era cada una, ni lo que hacían exactamente. Aun así, no despegó los ojos de ellos.
Una punzada atravesó su pecho cuando el pegaso se precipitó hacia el agua. ¿Y si eso mismo le había pasado a Clyven? No, tenía que esperar. Tal vez él estuviese ya a salvo en tierra firme, esperando que cayese la noche sin luna.
–Toma, cógelo –Elanor se situó junto a Kai y le tendió las riendas de su pegaso.
El pícaro las sujetó mientras la elfa se dejaba caer al agua con las sogas. No le costó mucho atarlas a los restos de los aparejos del animal y bajo su cuerpo, procurando hacerle el menor daño posible. Estaba tan agotado que ni opuso resistencia.
–Kai, acércate. Cógelo –pidió la joven al tiempo que le lanzaba uno de los cabos.
Tras varios intentos fallidos, el pícaro logró hacerse con la cuerda y sujetarla con firmeza a su propia montura.
–Ata éste a mi pegaso para que pueda subirme a él –Elanor le lanzó el otro extremo de la cuerda y se mantuvo a flote mientras Kai se encargaba de procurarle un anclaje para su escalada.
Una vez a lomos de su montura, Elanor deslió uno de los extremos que se había enrollado al brazo y se lo tendió al chico.
–Listo. Ya podemos regresar. 

Pallas se apartó para dejar que se posasen en la cubierta. El pegaso capturado quedó entre ellos, tendido sobre las tablas y con las alas semiextendidas. La hechicera palideció al verlo. Era el mismo animal que se había llevado Clyven. Su estado era lamentable, empapado, inconsciente, en una postura visiblemente incómoda y respirando con dificultad a juzgar por el ruido que hacía. Pero lo peor eran los aparejos destrozados y aquellas marcas tan características en el cuero. Tres cortes largos y uno más corto, paralelos, separados un par de centímetros del siguiente. Eran las inconfundibles garras del licántropo.
No fue consciente de nada más a su alrededor hasta que sintió a Elanor abrazarla y obligarla a esconder el rostro en su hombro mojado, aunque ella mantuvo sus ojos fijos en el cuerpo del pegaso. La ropa de la elfa estaba fría y olía a mar. Aquello la hizo temblar. O tal vez ya estaba temblando antes de que la abrazase.
–Pallas –la voz de Elanor se le antojaba tan lejana, tan suave, tan irreal, igual que las caricias que la princesa elfa prodigaba por su pelo.
–Cly... Clyv... –murmuró la bruja con la voz quebrada, incapaz siquiera de completar su nombre–. ¡¡Clyven!! –estalló al fin, intentando sin éxito liberarse del abrazo de Ela.
–Tranquilízate, Pallas –Elanor alzó la voz para hacerse oír por encima del grito de la hechicera–. Clyven es un hombre fuerte. Seguramente ya estará en la costa, tomándose una cerveza –y de verdad deseaba que fuese así.
Kai las observaba desde el mástil mientras ataba de nuevo a los pegasos. No se sentía con fuerzas para acercarse pues no se le ocurría qué decir en una situación como aquella. El licántropo le había dejado a cargo de su barco, de Elanor, de Pallas y de su hijo. Y había aceptado esa responsabilidad. Era sencillo. Sólo tenía que limitarse a llegar a puerto y Clyv volvería a estar al mando, porque desde el momento en que se habían encontrado con él, Kai lo había considerado el líder indiscutible de aquella travesía. Pero ¿qué haría si no lo encontraban? ¿Y si de verdad le ocurría algo? ¿Sería el encargado de llegar a Astaroth? ¿Debería hacerse cargo de la seguridad de Pallas y su hijo? ¿Acaso era eso lo que el licántropo esperaba de él? No lo sabía y la sola idea le asustaba. No se sentía con fuerzas para asumir ese cometido.
Permaneció junto al grueso poste de madera, observando a las dos mujeres, sumido en un completo silencio.
Pallas había acabado sentada en la cubierta con la ayuda de Elanor, quien se hallaba arrodillada a su lado, consolándola contra su pecho. La bruja lloraba angustiada, repitiendo una y otra vez que no tendría que haber dejado a Clyven marcharse, a pesar de que todos sabían que nada lo detenía una vez que algo se le metía en la cabeza.
Pasaron unos minutos hasta la elfa consiguió convencerla para que se echase a dormir un rato. La acompañó a la habitación que compartía con el lobo y le ayudó a desvestirse.
–Vamos, Pall –le dijo con una sonrisa un tanto forzada, sentada en el borde de la cama–. Lo más probable es que el pegaso se haya escapado y regresase en busca de los demás. Por eso lo hemos encontrado, si no, hubiese sido imposible dar con él en la inmensidad del mar.
–¿Y si tiró a Clyven al agua, Ela? ¿Y si estaba demasiado lejos de la costa? 
–Tranquila, Clyv es demasiado cabezón para dejarse vencer por un puñado de olas –intentó sonar animada–. Estoy segura de que está bien.
–Pero...
–Pero nada –atajó poniéndose en pie y dirigiéndose a la salida–. Kai y yo estaremos por aquí por si nos necesitas, ¿de acuerdo?
Pallas asintió y dejó que se marchase, acurrucándose bajo las sábanas.
–Tú no lo entiendes, Ela –murmuró para sí–. Clyven no sobrevivirá a esta noche si está en mitad del océano.
La imagen del licántropo luchando por mantenerse a flote, mientras su cuerpo se retorcía entre espasmos de dolor por el influjo de la luna, torturaba sus sueños. Clyven necesitaba sangre para sobrevivir a la luna nueva y en la inmensidad del mar, nada ni nadie podía proporcionársela. Le sería arrebatada su consciencia y, si conseguía no ahogarse durante la lenta y dolorosa transformación y sobrevivir a una larga noche marcada por la sed, lo que ya sería un auténtico milagro, su locura le llevaría a hundir sus colmillos en su propia carne al llegar el alba, a desgarrar desesperadamente su pecho por conseguir lamer unas míseras gotas de sangre. La sal escocería en cada herida, pero el dolor únicamente le llevaría a hacerse más daño, a arrancarse la piel, a maltratar su cuerpo. Y finalmente, cuando el sol despuntase en el horizonte, lo único que quedaría de él sería un cuerpo inerte hundiendose en el reino de Laetania, dejando un largo rastro de sangre en su caída que atraería a miles de criaturas que devorarían su carne antes de que el sol se escondiese de nuevo.
Y Pallas no podría soportarlo.


Continúa en: VI. Al fin Astaroth. 

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