domingo, 20 de mayo de 2012

JDA V. El Odiseo zarpa de nuevo. (III)

Bajo las tablas de la cubierta, Clyven se sentó en el borde de su cama, donde Pallas se había recostado un rato, y acarició la mejilla de la bruja.
–¿Te encuentras mejor ya?
Pallas asintió. Tanto tiempo sin adentrarse en alta mar, acostumbrada a la quietud de la tierra firme, hacían que el vaivén del Odiseo le resultase molesto. Sabía que los mareos pasarían un par de días después, en cuanto su cuerpo se acostumbrase al mecer de las olas.
–Sí, pero no he podido dormir nada. Tu hijo no se estaba quieto. Se mueve más que tú... Y ya es decir.
Tomó con suavidad la mano del mercenario y la colocó sobre su abultado vientre para que pudiese sentir los movimientos del bebé. Con cada patadita, la sonrisa del licántropo se iba haciendo un poco más grande y embelesada.
–Clyv, vas a inundar el barco con tanto babear –bromeó la bruja, pasando varias veces la mano por la barbilla de Clyven, como si de verdad necesitase que le limpiasen. Él frunció el ceño.
–¿Qué pasa? Es mi hijo, ¿no?
–Se supone.
–¿Cómo que se supone? No empieces a tocarme la moral a estas horas, Pallas.
–Eres un tonto celoso.
–Y tú una bruja tocahuevos.
–Lo sé, pero te encanta –dio por concluida la conversación sacándole la lengua, como hacía cuando eran niños. 
Clyven se adelantó un poco hacia ella, dando una enorme dentellada al aire, como si quisiese arrancarle la lengua de un mordisco, pero quedando demasiado separado de ella para hacerlo. Acto seguido se puso en pie y se encaminó a la puerta.
–¿A dónde vas?
–Ela y Kai tiene problemas con las velas. ¿No los oyes?
–Los oigo, pero no llego a descifrar lo que dicen. Tengo orejas de humana, ¿recuerdas? ¿Necesitas que suba a echarte una mano?
–Tranquila, creo que podremos apañarnos sin ti. Duerme. El viento es bueno, tal vez toquemos tierra antes de lo que pensábamos.
Pallas asintió y trató de dormir de nuevo. Le tranquilizó saber que había esperanzas de que para la siguientes luna nueva no iban a estar Elanor, Kai y ella solos y encerrados en un cascaron de nuez con Clyven.
El mercenario cerró la puerta y subió los pocos peldaños que llevaban a la cubierta. Elanor y Kai estaban discutiendo sobre la mejor forma de amarrar el cabo que tenía la princesa elfa entre las manos. El licántropo no entró en la disputa. Se limitó a coger la soga y atarla en el lugar que correspondía para aprovechar mejor el viento. Luego pidió a Kai que cambiase otro de los cabos y a Elanor que anclase el timón para mantener el rumbo. Él mismo cambió la última cuerda y observó que todo estuviese como correspondía. Haber nacido en un lugar donde la mayoría de trayectos debían hacerse por mar tenía sus ventajas.
–Listo –informó sacudiéndose las manos una contra otra–. Ya podemos bajar a dormir.
–¿Y ya está? ¿No nos quedamos ninguno por si acaso? –dijo ella.
–¿Para qué? Las velas están listas y el timón anclado. Ahora únicamente dependemos del viento. No te preocupes, si pasa algo te aseguro que os despertaré con tiempo suficiente.
–Está bien. Buenas noches, chicos –murmuró Ela bajando a la bodega para acomodarse en la habitación que solían emplear las mujeres. Ahora que estaba ella sola le parecía más grande.
Kai la siguió, entrando por la puerta que quedaba a su derecha, y se tiró sobre el montón de mantas que había apilado. Ya que no tenía que compartirlas, las usó todas para hacer más mullido el improvisado colchón.
Clyven se quedó un poco más en cubierta, disfrutando del olor a mar que tanto había extrañado lejos de las islas. Unos minutos más tarde bajó de nuevo a la habitación donde dormía la hechicera y, despojándose de la camisa, el pantalón y las botas, se echó a dormir a su lado.

–¿Tienes alguna idea mejor?
De nuevo aquella conversación. La misma que las dos últimas noches, ya en la cama, antes de dormir. Pallas le planteaba su inseguridad y Clyven le atajaba con aquella pregunta. La hechicera no tenía un plan mejor para afrontar la luna nueva, pero eso no hacía que el que había concebido el mercenario le pareciese adecuado.
–Podemos intentarlo. En el Refugio salió bien.
–No.
–Elanor y Kai nos ayudarían.
–No. Ellos ni siquiera tienen que saberlo. 
–¿Por qué? No te importó que Esthia te ayudase. ¿Por qué no confías en ellos de la misma manera?
–Es diferente –respondió Clyven–, Esthia es como yo. Es fuerte y resistente. Mucho más que Kai, muchísimo más que ela. Y estaban Níoster y Celeno allí. No es lo mismo.
–No te entiendo, Clyv, de verdad –murmuró la joven, pero él pareció no escuchar sus palabras.
–Lo más probable es que sólo falten un par de días a lo sumo. Llevamos navegando casi cuatro semanas; no podemos estar a más de tres días, por mucho que nos hayamos desviado del rumbo. Con un pegaso puedo hacerlo sin problemas.
–¡Pero Clyven! ¡No sabemos a qué distancia está la costa! No puedes estar volando tres días y tres noches sin descanso. El pegaso no lo aguantará.
–Pues tendrá que hacerlo.
Pallas suspiró abatida. Intentar razonar con Clyven cuando se le metía algo entre ceja y ceja era tan productivo como hablarle a las piedras.
–¿Por qué no quieres que lo intentemos? –Susurró intentando aportar calma a aquella conversación, que ya empezaba a crisparle los nervios–. Y no me digas que porque no, como me has estado diciendo estos días, porque eso no me vale.
El lobo la miró intensamente a los ojos un instante. No le gustaba revelar sus miedos ante nadie, ni siquiera frente a ella, la mujer que jamás los utilizaría en su contra, la que le ayudaba a enfrentarlos, la que compartía su dolor. Pallas le sostuvo la mirada. Las palabras no eran necesarias entre ellos, pero no estaba dispuesta a ceder. Quería escucharlo de sus labios. Clyven apartó la mirada con resignación y habló.
–Porque no quiero despertarme a la mañana siguiente en cualquier rincón de la bodega, cubierto de sangre, y seguir el rastro de mis propias pisadas para encontraros descuartizados en la cubierta. Porque sabes que es lo que ocurriría, Pall –sus pupilas se encontraron de nuevo–; tú no puedes hacer magia, Elanor y Kai tampoco tienen fuerza suficiente para detenerme y, te conozco, sé que no usaras las armas de plata –sus oscuros ojos se dirigieron un instante hacia el arcón que había a los pies de la cama, donde, bajo su ropa, se escondían un puñal y un hacha de mano que el hermano mayor de Pallas le había dado a la joven hechicera cuando ella decidió abandonar las islas para seguir al licántropo hacia sólo los dioses sabían dónde.
–Esto no deja de ser una huida.
–¿Y qué? 
–Tú no eres de huir y esconderte hasta que pase la tormenta.
–Lo hago cuando tengo que hacerlo, Pall. No es la primera vez ni será la última. No soy un caballero de brillante armadura, y lo sabes; sólo soy un superviviente.
–Está bien –se rindió la bruja–. Pero prométeme que nos veremos en tierra firme. Prométemelo aunque sea mentira.
–Te lo prometo –sonrió atrayéndola hacia sí y besando su cabeza cuando la notó sobre su pecho desnudo–. Y sabes que haré todo lo que esté en mi mano para cumplir mi palabra.
Por toda respuesta, la joven hechicera se acurrucó a su lado, delineando los músculos de su abdomen en silencio, hasta que se durmió acunada por el mar.

El sol calentaba sus cuerpos en la cubierta del Odiseo mientras preparaban los aparejos del pegaso que Clyven iba a llevarse.
–Ya está –dijo el lobo cuando hubieron acabado.
Kai lo observó un instante. No comprendía por qué Clyven le había pedido ayuda para preparar al animal si luego lo había hecho prácticamente todo él solo y la única misión del chico había sido tener en la mano la camisa del hombre lobo.
–¿Por qué no vamos todos juntos?
–Porque no nos queda ni una sola moneda. Hemos gastado todo lo que teníamos Pallas y yo y todo lo que Elanor y tú habíais traído. Aprovecharé la ventaja que puedo sacaros con el pegaso para intentar conseguir un poco de dinero con el que pagar los víveres que necesitaremos y puede que alguna que otra noche en una posada en el camino hacia Astaroth.
–Yo puedo conseguir dinero fácilmente –murmuró, casi pensando en voz alta, un instante antes de notar la mano de Clyven en su hombro, apretándole suavemente. Siguió su brazo con los ojos, hasta encontrarse con la oscura mirada del licántropo, que fruncía el ceño con desaprobación.
–Deja que yo me encargue de eso, ¿de acuerdo?
El muchacho asintió y abrió la boca para añadir algo más. Sin embargo, la llegada de las dos mujeres a la cubierta interrumpió su conversación. Traían en sus manos dos paquetes, que le dieron nada más llegar hasta ellos.
–Éste tiene comida para ti y éste para el pegaso –indicó la elfa señalando los paquetes–. Supongo que tendrás bastante para llegar.
Pallas se limitó a mirarle, arqueando la cejas. Ya no le quedaba nada que decir y el silencio era su mejor opción.
–Nos veremos en un par de días –dijo a modo de despedida, revolviendo el cabello del muchacho con la mano que había posado en su hombro. Kai fue consciente en ese momento de cuánto pesaba.
Clyven besó a su mujer, se puso la camisa que Kai le entregó y subió a su montura mientras el pícaro la desataba.
–Ten cuidado –dijo la hechicera, alejándose con Elanor para que el animal pudiese desplegar las alas.
Por respuesta obtuvo un leve asentimiento con la cabeza, un instante antes de que los cascos del pegaso golpeasen la cubierta, trotando hacia la proa unos muy escasos metros antes de elevarse sobre la inmensidad azul del mar.

Faltaban pocas horas para la salida del sol. El trayecto era mayor de lo que había calculado y tanto Clyven como su montura estaban agotados. No habían tenido descanso, pero tampoco podían permitirse parar. El frescor que precede al alba refrescaba el cuerpo del mercenario, calmando la quemazón provocada por la larga exposición al sol. En la oscuridad no podía verse, pero su piel se había enrojecido, incluso a pesar del oscuro vello que la cubría. Sus ojos buscaron la luz de la luna e, inconscientemente, soltó un quedo suspiro de alivio al descubrir que aún quedaba un hilo de plata en la oscuridad del cielo. 
El sueño había intentado vencerle en más de una ocasión, pero él se había mantenido firmemente despierto. Estaba exigiendo mucho del animal que lo llevaba cabalgando sobre los vientos y permanecer despierto para proporcionarle alimento cada cierto tiempo era su modo de demostrarle agradecimiento. En el silencio de la noche, el mercenario y su alada montura había establecido un código: cada vez que el animal giraba el cuello, Clyven alargaba la mano hasta colocar la comida a su alcance. El volar sin descanso había hecho que las exigencias de alimento fuesen cada vez más cercanas.  El licántropo volvió a llenarse la cavidad de la mano con grano y se lo acercó al hocico al pegaso, como hacía algo menos de una hora, pensando que a ese ritmo, no tendría comida suficiente para legar a tierra.
–Espero que te guste la carne en salazón, porque es lo que te va a tocar comer de aquí en adelante –murmuró, rompiendo por primera vez el silencio que los había acompañado todo el día, a excepción del murmullo de las olas.

Continúa en: El Odiseo zarpa de nuevo. (IV)

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