sábado, 19 de mayo de 2012

JDA V. El Odiseo zarpa de nuevo. (II)

El viento soplaba propicio aquella mañana, la tercera tras la llegada de Elanor y Kai a Icarión, y la mar estaba en calma, ideal para navegar. Apenas hacía unas horas que había salido el sol, pero el Refugio ya era todo un hervidero de actividad. Las cuatro mujeres empaquetaban y apilaban provisiones en la cocina. En realidad, sólo tres de ellas empaquetaban y una se dedicaba a mirar, puesto que cada vez que intentaba levantarse para llevar un paquete junto al montón en el que estaban poniendo los demás, al lado de la puerta, o para coger nuevas provisiones que empaquetar, una de sus compañeras le arrebataba de las manos lo que quiera que llevase en ellas y hacía el trabajo en su lugar.
–Chicas, me parece que os estáis pasando.
–Vais a estar casi un mes en alta mar, necesitareis mucha comida –dijo Níoster con su habitual tono amable.
–Clyv es bueno cazando –rió Celeno, apoyando a su compañera–, pero la pesca se le da así, así. Es mejor que llevéis de más, por si acaso.
–Pero os vais a quedar casi sin nada vosotros.
–Bobadas –le quitó importancia la alegre licántropo de ojos verdes, dejando el último paquete que había cerrado junto a los demás.
–Nosotros podemos comprar más, vosotros no –añadió la otra loba.
–Al menos dejaréis que os lo paguemos, ¿verdad? –Las palabras de la bruja sonaban a advertencia.
–Este... No –rió Celeno.
–¿Cómo que no? Es mucho dinero.
–¿Y qué? –Celeno se encogió de hombros–. Siempre se ha hecho así. Cuando seamos nosotros los que estemos en vuestra casa, vosotros nos daréis provisiones para el camino.
Provisiones para el camino. Una costumbre que Pallas había encontrado raramente en el continente, pero que en las Islas Enéidicas estaba muy arraigada. Cuando un enéidico acogía un huésped en su casa, corría con todos los gastos de su manutención durante su estancia y, además, cuando partía de su morada, se le obsequiaba con alimentos para una jornada de viaje, lo que normalmente se tardaba en llegar al siguiente puerto, donde el viajero podría aprovisionarse por sus propios medios. Se consideraba una ofensa tanto el no ofrecerlas, como el no aceptarlas.
–Una cosa son provisiones para el camino –rebatió la bruja señalando el montón– y otra que nos llevemos todo eso. Me niego –cruzó los brazos sobre su abultado vientre.
–No puedes rechazarlo. Nos estarías ofendiendo –Celeno sonrió ante la mirada entrecerrada de la hechicera.
Elanor las miró alternativamente. No conocía todos los detalles de la cultura enéidica, pero coincidía con Pallas en que era un abuso llevarse tantos alimentos sin dejarles siquiera un puñado de monedas para poder reponerlos.
–No lo estoy rechazando, te estoy diciendo que no voy a considerar todo eso como un regalo. Separaremos una parte y el resto os lo pago.
Y, tras mucho insistir, ése fue el acuerdo.

La bodega del Odiseo estaba cargada y los dos pegasos que había usado para bajar los fardos se hallaban atados a uno de sus palos con sogas lo suficientemente largas para permitirles volar y demasiado gruesas para que pudiesen partirlas. Clyven se acercó a uno de los animales, el que había decidido que montaría él, y le pasó la mano por el cuello. El equino se removió, como cada vez que el mercenario estaba cerca, y, de no haber estado sujeto por aquella soga, se habría encabritado. Lo único que pudo hacer fue abrir las alas para intentar alejar al licántropo de él una vez más. Su instinto lo reconocía como un depredador. El hombre lobo sonrió y palmeó el cuello del animal suavemente.
–Tranquilo. Esto me gusta tan poco como a ti, así que vamos a llevarnos bien. Tú y tus amigos nos lleváis hasta Astaroth y no volvéis a vernos en lo que os queda de vida –Sus negros ojos sostuvieron la mirada ambarina del pegaso, que se removió un poco y replegó las alas, como si en verdad hubiese entendido sus palabras–. Buen chico.

Celeno ayudó a Pallas a acomodarse en el último de los pegasos, una hembra parda que había demostrado ser el más dócil de los tres. Ni siquiera la presencia de cuatro lobos parecía alterarla. Descendieron por el sendero de tierra, en el que se marcaban dos franjas hundidas a causa del habitual tránsito de personas y carros desde la ciudad portuaria hasta las icariontes. Atravesaron el tramo de vegetación que se extendía entre la pared rocosa y las primeras casas karthienas y entraron por fin en la ciudad. Las calles estaban en pleno apogeo de gente caminando de un lugar a otro, niños jugando y marineros que buscaban una taberna donde refrescarse después de cargar y descargar las bodegas de sus barcos. La dura tierra que formaba las calles dio paso a la blanda arena de la playa, donde los cascos del pegaso dejaban redondas huellas, rodeadas de las pisadas del resto del grupo. Clyven les esperaba al inicio de la pasarela de madera que llevaba al Odiseo.
–Hola –dijo pasando entre sus amigos para llegar hasta la hechicera, tomándola por la cintura para bajarla de la montura y sostenerla entre sus brazos, todo lo cerca que le permitía su hijo entre ellos. –¿Cómo estás? ¿Has hecho bien el camino hasta aquí?
–Estoy embarazada, Clyv, no enferma –sonrió ella, dándole un suave beso en los labios, sonriendo indulgente–. Te preocupas demasiado.
–No podré convencerte de que no viajes, ¿verdad? –Insistió por última vez en su oído mientras caminaba a su lado.
–No, no puedes –aclaró sin perder la sonrisa–. Además, ¿qué pasaría si a tu hijo le da por nacer y tú no estás? No querrás perdértelo, ¿no?
El hombre lobo negó con la cabeza con resignación y caminó junto a ella los escasos metros que le separaban del Odiseo, murmurando entre dientes.
–Tsk. ¿Por qué siempre tengo que acabar salvándole el culo al gilipollas del paladín? Más le vale que no pase nada o no tendrá ciudad para correr.
–¿Ya está todo? –Quiso asegurarse Níoster antes de que subiesen al barco. 
–Eso parece –confirmó Esthia.
–En ese caso será mejor que nos vayamos. Cuanto antes partan, antes llegarán.
–Gracias por todo –Pallas sonrió a los tres licántropos.
–Para eso están los amigos, preciosa –le devolvió la sonrisa Esthia, pasándole el brazo izquierdo por los hombros y apretándola contra su pecho.
–¡Eh! Las manos donde yo pueda verlas, Esthia, que te conozco –gruñó Clyven por detrás de ellos.
Las risas acompañaron el estrecho abrazo de los lobos. El más joven de ellos escondió el rostro contra el pecho del mayor para que nadie pudiese ver su gesto de dolor, pero el olor a sangre no pasó inadvertido para sus congéneres.
–No deberías haber venido –susurró Clyven sin soltarle.
–Tonterías, estoy perfectamente. No muerdes tan fuerte.
–Gracias por todo –añadió, remarcando su última palabra para hacer referencia a sus heridas.
–Vamos, vamos. No te me pongas sentimental, que no va contigo.
Se separaron. Esthia le guiñó un ojo y se apartó para que Níoster y Celeno pudiesen despedirse de su amigo y trató de ocultar la sangre que empezaba a manchar su ropa. La noche anterior había sido luna nueva y el motivo por el que Clyven había querido retrasar su partida hasta ese día con la excusa de tener una vela que arreglar. Habían apurado el tiempo. Ahora únicamente les restaba rezar para que los vientos les permitieran llegar a tierra antes de la siguiente noche sin luna, pues no había escapatoria sobre las tablas del Odiseo.
Ya desde la cubierta, Clyven y Esthia cruzaron silenciosas miradas mientras el barco hinchaba sus lonas para sacarlos del puerto. La primera intentaba mostrar agradecimiento y, quizás, un poco de arrepentimiento; la otra sólo era el reflejo de la gran sonrisa que adornaba el moreno rostro de Esthia, bajo su negro cabello.
–Que Briseida os guíe entre los vientos, que Héliades ilumine vuestro camino y nunca os falte su calor, que Laetania mantenga las aguas en calma a vuestro paso... –murmuró Níoster mientras el barco se empequeñecía en el horizonte; aquella vieja letanía en la que uno a uno se nombraba a todos los dioses enéidicos, con la que siempre se despedía a los barcos y que a lo largo de los siglos había quedado reducida a tres pequeñas frases–. Que Shyd nunca te abandone, Clyven –añadió como un deseo personal de que la Dama de Plata protegiese a aquel hombre que era como un hermano para ella.
Luego se dio la vuelta y echó a correr para alcanzar a sus compañeros, que ya habían emprendido el camino a casa.

Continúa en: El Odiseo zarpa de nuevo. (III)

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