sábado, 19 de mayo de 2012

JDA V. El Odiseo zarpa de nuevo. (I)

El sol caía tras Icarión cuando regresaron, cubriendo Karthos y la playa con la sombra del alto acantilado. La fresca brisa del mar hacía ondear su ropa, acariciando su piel. Clyven había bajado al puerto a revisar que todo en el Odiseo estuviese listo para la marcha. No quería tener ninguna sorpresa desagradable una vez hubiesen zarpado. Comprobó los cabos, las velas, incluso bajó a la bodega para cerciorarse de que no hubiese filtraciones de agua, tabla por tabla. Tenían por delante varias semanas de navegación en mar abierto, sin ningún lugar en el que poder atracar en caso de que surgiesen complicaciones y, aunque se consideraba una persona con recursos para la supervivencia, no iba a arriesgarse innecesariamente.
El casco del Odiseo se dividía en dos partes, separadas por un estrecho pasillo donde desembocaban las escaleras que descendían de la cubierta, tan bajas que no podía usarlas sin inclinar la cabeza. A la izquierda, según se descendía, había dos puertas. La primera de ellas daba a un pequeño cuarto, que Pallas y él usaban como dormitorio y en el que apenas había una cama con un baúl a los pies, una mesa y dos sillas de madera, todo ello anclado al suelo. La segunda puerta daba a una estancia aproximadamente el doble de la primera, donde solían acomodar una parte de las provisiones y que había servido de habitación a las mujeres del grupo durante sus travesías a bordo. En el lado derecho había una única puerta, situada frente a la primera. Tras la hoja de madera se abría una habitación en la que iban el resto de provisiones. En ella, además, tenían un rincón con los útiles de cocina y un montón de mantas apiladas, con las que los hombres se apañaban para dormir.
Cuando había abandonado por primera vez el archipiélago, aquel navío le parecía inmenso, una acogedora casa flotante para compartir con ella, Pallas. Fue el primer sitio que sintió verdaderamente como un hogar, un lugar al que, pasase lo que pasase, siempre desearía volver.
Luego vinieron ellos, aquellos desconocidos cuyos caminos se cruzaron con el suyo, fruto de la casualidad, un guiño del azar. Una apresurada huida que no le permitió oponerse a que todos ellos se acomodaran sobre las tablas del Odiseo y tantas cosas compartidas después, insignificantes la mayoría, palabras junto al fuego, silenciosas guardias, trozos de comida que escaseaban pero que, aun así, llegaban a todos los estómagos, una palmada en el hombro, una broma a su costa, o a costa de otro... Batallas perdidas, guerras ganadas. Y aquellas personas se habían acomodado no sólo en la cubierta de su nave, sino también en sus vidas. Entonces el Odiseo le pareció demasiado pequeño. Y en verdad lo era para acoger a todo aquel pintoresco grupo. Tal vez por ello únicamente abandonaban el exterior para dormir y poco más. Sin embargo, a pesar de las incomodidades de viajar apiñados, de dormir en el suelo o de tener que compartir el escaso espacio con las provisiones, ninguno de ellos se había quejado. Ahora que lo pensaba, él era el único que dormía aparte, con Pallas, en una cama, y ninguno de sus compañeros había cuestionado el derecho de la pareja a conservar su intimidad. Sonrió. Sonrió como hacía cuando nadie lo veía. ¿Cuánto hacía que les conocía? ¿Poco más de un año? No podía precisarlo, pero estaba casi seguro de que no llegaba a dos. Aunque tal vez se equivocase... Habían pasado tantas cosas que parecía toda una vida.
Si lo sopesaba fríamente, no tenía ningún motivo para apreciar a esas personas, para correr a ayudarlas si se hallaban en peligro, para querer compartir con ellas la felicidad de tener en sus brazos a su primer hijo, pero, como decía Pallas, los sentimientos no se razonan, surgen de la nada y cuando eres consciente de ellos, ya es demasiado tarde para borrarlos.
Se alegraba. Se alegraba muchísimo de que construir una nueva vida para Pallas lejos de las Islas hubiese resultado tan sencillo. Él era un lobo solitario y no le hubiese importado acabar así sus días, pero ella no habría sido feliz. Ahora se daba cuenta de que los lobos nunca están solos, van en manadas. El vagar separado de un grupo no era más que el tiempo necesario para pasar de ser un cachorro en una familia a formar la propia. Y ya había dado ese paso. Había abandonado una manada al dejar las islas, pero había formado otra. Más extraña. Con humanos, elfos y hasta un vampiro. Pero suya. Puede que nunca lo supiesen, pues Clyven no era hombre de demasiadas palabras, muy pocas veces expresaba sus sentimientos, ocultos bajo la fría expresión del impasible mercenario, bajo sus malas formas, sus comentarios hirientes, pero les quería. A su modo.

Revisó la última habitación. Todo estaba bien, podrían partir al día siguiente. Regresó a cubierta y observó las velas, desplegó una de ellas, sin tensarla para que no ofreciese resistencia al viento. Estaba bien, la lona era fuerte y aguantaría el viaje. Se tocó el bolsillo, en el que tintineó un puñado de monedas. Las sacó y contó aproximadamente cuánto tenía.
–El arreglo no podrá ser demasiado complicado –murmuró mirando a Esthia, que se hallaba de pie, a su lado–. Pero al menos tardará un par de días.
–Lo justo para que vuelvas a empotrarme contra una pared. Pero no me dejes marcas profundas, que luego Cessy se muere de celos.
–Idiota.
–Pero me adoras –sentenció, llevándose las manos al pecho en un exagerado gesto, entrelazando sus dedos. Sin poder evitarlo, estalló en carcajadas.
El lobo blanco asintió. Clyv devolvió las monedas a su pantalón y asió con ambas manos la vela desplegada, que se rajó ante un seco tirón de sus fuertes brazos.

Ilo. La ciudad icarionte que coronaba la isla. Situada al norte, la más alta de todas. Desde ella se podían ver las otras tres ciudades, el valle que acogía el bosque en el cráter del acantilado y el mar. Un vasto y profundo océano al norte y al este, un impoluto e intenso azul hasta la línea del horizonte, y al sur y al oeste, más agua y espuma coronando las olas. Y tierra. Otras islas. Eneidia, Aqueloo, Telxiepia. Pequeñas manchas terrosas entre el vaivén azul.
Clyven avanzaba en silencio, seguido de Kai y Celeno, que hablaban sin parar. Hacía tiempo que había dejado de prestarles atención, pero ellos se reían y correteaban por el camino sin importarles. El mercenario los miró con media sonrisa. No tenía muy claro cuál era más infantil de los dos. Seguramente Celeno, a pesar de ser bastante mayor que Kai, pues era la que parecía más ilusionada con la idea de subir a la cima del acantilado y disfrutar de las vistas.
Pallas no iba con ellos. Ilo estaba demasiado lejos para hacer el camino a pie en su estado y no disponían de montura. A pesar de lo mucho que le hubiese gustado volver a una de las ciudades icariontes, la hechicera tuvo que ceder. No se podía ganar siempre.

Al salir del último tramo del camino, excavado en el acantilado, el sol cayó sobre ellos, deslumbrándoles. Justo delante se alzaba Ilo, con sus casas que parecían nidos al revés, sus caminos de arena en los que hacía días que no se marcaba una huella y un constante ir y venir de sombras sobre sus cabezas. Los icariontes muy pocas veces caminaban. Decían que, si la Diosa les había dado alas, era para que pudiesen sentir el viento en ellas.
Avanzaron en silencio, dejándose guiar por su olfato, buscando criadores de pegasos. No habían alcanzado la mitad de la calle principal, la que continuaba el camino de subida y llegaba hasta el borde mismo del acantilado, cuando vieron elevarse media docena de animales por detrás de varias casas. Encaminaron sus pasos hacia allí.
Una explanada de hierba se abrió ante ellos. En algunas zonas estaba rala, señal de que había llenado estómagos. No había cercas ni vallados. No servían para contener animales que podían cabalgar sobre el viento. En su lugar había fuertes postes anclados al suelo con largos cabos con los que atar las bridas que les colocaban cuando los dejaban sin vigilancia.
Las sombras describían aleatorios giros en el verde suelo. En el centro, un icarionte los miraba desde abajo, con los brazos cruzados sobre el pecho y las alas plegadas a su espalda. De un oscuro marrón terroso, el plumaje  reflejaba el sol cuando se movía. Era un hombre alto y fuerte, que ya había superado con creces los cuarenta. Su cabello tenía el mismo color que sus alas, como si éstas fuesen una continuación de los mechones que morían en su nuca. Si pudiese librarse de ellas, nada lo diferenciaría de un humano, más allá de su característica nariz, grande, larga y aguileña y sus ojos de halcón.
Al principio no pareció hacerles demasiado caso, dando órdenes a algunos icariontes más jóvenes para que soltasen al resto de pegasos y vigilasen que no se disgregase la bandada demasiado. Cuando comprobó que todos estaban haciendo a la perfección su trabajo, se giró para mirarlos.
–Magníficos, ¿verdad? –Señaló con un cabeceo los alados caballos que aún permanecían volando bajo–. Es necesario dejar que ejerciten las alas de vez en cuando.
–Magníficos, sí. Buscamos tres –atajó Clyven.
El icarionte esbozó una sonrisa complacida.
–¿Para carga o para pasajeros?
–Pasajeros y bultos para cuatro días.
–Entiendo.
–La carga no será demasiada, pero necesito que sean resistentes y rápidos.
–Tengo algunos que puede que os sirvan –se llevó los dedos a los labios y silbó. Uno de los icariontes más jóvenes, que volaban junto a los pegasos lo miró, asintió a sus gestos y fue a buscar un pegaso en concreto. Negro, de crines largas y brillantes, músculos fuertes. Elegante. Magnífico–. Éste, por ejemplo –acarició el morro del animal cuando se detuvo a su lado, replegando sus alas–. Es fuerte y muy rápido. Quizás un poco rebelde, pero estoy seguro de que sabréis domarlo.
–No – negó con los ojos fijos en el animal–. Necesito que sean tranquilos. Muy tranquilos.
El icarionte pareció sorprenderse. No era habitual que un hombre de la talla de Clyven se quejase porque su montura tuviese un punto salvaje. De hecho, lo más habitual era que eligiesen ejemplares sobre los que demostrar su destreza y superioridad.
–Puedo proporcionaros una hembra, son menos briosas, igualmente rápidas, pero algo menos resistentes. Ideales si es la primera vez. Por desgracia sólo tengo una que pueda venderos. Sin embargo, puedo recomendaros animales de carga, que están entrenados para que, ocurra lo que ocurra, no pierdan lo que hay sobre su lomo.
El mercenario asintió. Por supuesto que en otras circunstancias hubiese aceptado el reto de montar a aquel hermoso pegaso negro, pero ahora tenía que pensar que no se trataba de una competición, sino de hacer un viaje largo. Un viaje en el que cualquier medida para garantizar la seguridad de su hijo le parecía poca.
–Perfecto, entonces.
El icarionte se giró hacia el muchacho que había bajado al pegaso y cruzó unas cuantas frases con él. El joven, en apariencia un adolescente, de la edad de Kai, rubio, con ojos verdes y unas pequeñas alas doradas que resaltaban con su piel tostada al sol, asintió a cada frase del adulto. Aún le faltaba cambiar las plumas una vez más para que adquiriesen el tamaño de las de un adulto, pero le permitían moverse con velocidad. Dejó al pegaso junto a ellos y se marchó volando hacia la otra punta de la ciudad.
Esperaron unos minutos hasta que el chico regresó, acompañado de otro icarionte de alas negras y piel oscura y cuatro pegasos atados con largas tiras de cuero. Se posaron junto a ellos.
–Permitid que os presente a Nessla –habló el primer icarionte–. Él tiene los mejores pegasos de carga de Ilo. No son tan rápidos como los míos, pero si lo que buscáis son animales dóciles, no los encontraréis mejor entrenados.
–El chico me ha dicho que necesitáis tres –El licántropo asintió–. He traído algunos, pero si no os complacen puedo ofreceros más.
–¿Cuánto? –fue la escueta respuesta del mercenario.
–Veinte tamaks cada uno. Veinticinco con los aparejos.
El tamak era la moneda local y equivalía a tres monedas de plata.
–Dieciocho cada uno con aparejos incluidos –rebatió el lobo, fiel a la costumbre enéidica de regatear. Si no lo hacía, su interlocutor podría ofenderse.
El precio final, alcanzado en tres o cuatro frases, fue de veintidós, con aparejos. Un trato justo y beneficioso para ambos. Nessla entregó a Clyven tres de los pegasos que había llevado con él.
Clyven se alejó tras una escueta despedida, con las riendas de las tres monturas en una mano. Los animales parecían intranquilos e intentaban mantenerse todo lo lejos de él que le permitían las tiras de cuero con las que los sujetaba el mercenario. Sentían que aquel hombre no era humano. O al menos era algo más que un humano. Pero se acostumbrarían.
Ya había desaparecido tras las casas icariontes cuando Celeno y Kai lo alcanzaron a la carrera, contándole casi a gritos las extraordinarias vistas que habían disfrutado al acercarse al borde del acantilado y cómo se les había encogido el estómago por la altura, repitiéndole una y otra vez que querían bajar volando sobre los pegasos, como dos niños pequeños que le piden a su padre que les compre un dulce antes de comer. El mayor de los lobos se negó en rotundo la primera vez y no volvió a prestarles atención hasta que dejaron de insistir.

Continúa en: El Odiseo zarpa de nuevo. (II)

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