El
casco del Odiseo se dividía en dos partes, separadas por un estrecho pasillo
donde desembocaban las escaleras que descendían de la cubierta, tan bajas que
no podía usarlas sin inclinar la cabeza. A la izquierda, según se descendía,
había dos puertas. La primera de ellas daba a un pequeño cuarto, que Pallas y
él usaban como dormitorio y en el que apenas había una cama con un baúl a los
pies, una mesa y dos sillas de madera, todo ello anclado al suelo. La segunda
puerta daba a una estancia aproximadamente el doble de la primera, donde solían
acomodar una parte de las provisiones y que había servido de habitación a las
mujeres del grupo durante sus travesías a bordo. En el lado derecho había una
única puerta, situada frente a la primera. Tras la hoja de madera se abría una
habitación en la que iban el resto de provisiones. En ella, además, tenían un
rincón con los útiles de cocina y un montón de mantas apiladas, con las que los
hombres se apañaban para dormir.
Cuando
había abandonado por primera vez el archipiélago, aquel navío le parecía
inmenso, una acogedora casa flotante para compartir con ella, Pallas. Fue el
primer sitio que sintió verdaderamente como un hogar, un lugar al que, pasase
lo que pasase, siempre desearía volver.
Luego
vinieron ellos, aquellos desconocidos cuyos caminos se cruzaron con el suyo,
fruto de la casualidad, un guiño del azar. Una apresurada huida que no le
permitió oponerse a que todos ellos se acomodaran sobre las tablas del Odiseo y
tantas cosas compartidas después, insignificantes la mayoría, palabras junto al
fuego, silenciosas guardias, trozos de comida que escaseaban pero que, aun así,
llegaban a todos los estómagos, una palmada en el hombro, una broma a su costa,
o a costa de otro... Batallas perdidas, guerras ganadas. Y aquellas personas se
habían acomodado no sólo en la cubierta de su nave, sino también en sus vidas.
Entonces el Odiseo le pareció demasiado pequeño. Y en verdad lo era para acoger
a todo aquel pintoresco grupo. Tal vez por ello únicamente abandonaban el
exterior para dormir y poco más. Sin embargo, a pesar de las incomodidades de
viajar apiñados, de dormir en el suelo o de tener que compartir el escaso
espacio con las provisiones, ninguno de ellos se había quejado. Ahora que lo
pensaba, él era el único que dormía aparte, con Pallas, en una cama, y ninguno
de sus compañeros había cuestionado el derecho de la pareja a conservar su
intimidad. Sonrió. Sonrió como hacía cuando nadie lo veía. ¿Cuánto hacía que
les conocía? ¿Poco más de un año? No podía precisarlo, pero estaba casi seguro
de que no llegaba a dos. Aunque tal vez se equivocase... Habían pasado tantas
cosas que parecía toda una vida.
Si
lo sopesaba fríamente, no tenía ningún motivo para apreciar a esas personas,
para correr a ayudarlas si se hallaban en peligro, para querer compartir con
ellas la felicidad de tener en sus brazos a su primer hijo, pero, como decía
Pallas, los sentimientos no se razonan, surgen de la nada y cuando eres
consciente de ellos, ya es demasiado tarde para borrarlos.
Se
alegraba. Se alegraba muchísimo de que construir una nueva vida para Pallas
lejos de las Islas hubiese resultado tan sencillo. Él era un lobo solitario y
no le hubiese importado acabar así sus días, pero ella no habría sido feliz.
Ahora se daba cuenta de que los lobos nunca están solos, van en manadas. El
vagar separado de un grupo no era más que el tiempo necesario para pasar de ser
un cachorro en una familia a formar la propia. Y ya había dado ese paso. Había
abandonado una manada al dejar las islas, pero había formado otra. Más extraña.
Con humanos, elfos y hasta un vampiro. Pero suya. Puede que nunca lo supiesen,
pues Clyven no era hombre de demasiadas palabras, muy pocas veces expresaba sus
sentimientos, ocultos bajo la fría expresión del impasible mercenario, bajo sus
malas formas, sus comentarios hirientes, pero les quería. A su modo.
Revisó
la última habitación. Todo estaba bien, podrían partir al día siguiente.
Regresó a cubierta y observó las velas, desplegó una de ellas, sin tensarla
para que no ofreciese resistencia al viento. Estaba bien, la lona era fuerte y
aguantaría el viaje. Se tocó el bolsillo, en el que tintineó un puñado de
monedas. Las sacó y contó aproximadamente cuánto tenía.
–El
arreglo no podrá ser demasiado complicado –murmuró mirando a Esthia, que se
hallaba de pie, a su lado–. Pero al menos tardará un par de días.
–Lo
justo para que vuelvas a empotrarme contra una pared. Pero no me dejes marcas
profundas, que luego Cessy se muere de celos.
–Idiota.
–Pero
me adoras –sentenció, llevándose las manos al pecho en un exagerado gesto, entrelazando
sus dedos. Sin poder evitarlo, estalló en carcajadas.
El
lobo blanco asintió. Clyv devolvió las monedas a su pantalón y asió con ambas
manos la vela desplegada, que se rajó ante un seco tirón de sus fuertes brazos.
Ilo.
La ciudad icarionte que coronaba la isla. Situada al norte, la más alta de
todas. Desde ella se podían ver las otras tres ciudades, el valle que acogía el
bosque en el cráter del acantilado y el mar. Un vasto y profundo océano al
norte y al este, un impoluto e intenso azul hasta la línea del horizonte, y al
sur y al oeste, más agua y espuma coronando las olas. Y tierra. Otras islas.
Eneidia, Aqueloo, Telxiepia. Pequeñas manchas terrosas entre el vaivén azul.
Clyven
avanzaba en silencio, seguido de Kai y Celeno, que hablaban sin parar. Hacía
tiempo que había dejado de prestarles atención, pero ellos se reían y
correteaban por el camino sin importarles. El mercenario los miró con media
sonrisa. No tenía muy claro cuál era más infantil de los dos. Seguramente
Celeno, a pesar de ser bastante mayor que Kai, pues era la que parecía más
ilusionada con la idea de subir a la cima del acantilado y disfrutar de las
vistas.
Pallas
no iba con ellos. Ilo estaba demasiado lejos para hacer el camino a pie en su
estado y no disponían de montura. A pesar de lo mucho que le hubiese gustado
volver a una de las ciudades icariontes, la hechicera tuvo que ceder. No se
podía ganar siempre.
Al
salir del último tramo del camino, excavado en el acantilado, el sol cayó sobre
ellos, deslumbrándoles. Justo delante se alzaba Ilo, con sus casas que parecían
nidos al revés, sus caminos de arena en los que hacía días que no se marcaba
una huella y un constante ir y venir de sombras sobre sus cabezas. Los
icariontes muy pocas veces caminaban. Decían que, si la Diosa les había dado
alas, era para que pudiesen sentir el viento en ellas.
Avanzaron
en silencio, dejándose guiar por su olfato, buscando criadores de pegasos. No
habían alcanzado la mitad de la calle principal, la que continuaba el camino de
subida y llegaba hasta el borde mismo del acantilado, cuando vieron elevarse
media docena de animales por detrás de varias casas. Encaminaron sus pasos
hacia allí.
Una
explanada de hierba se abrió ante ellos. En algunas zonas estaba rala, señal de
que había llenado estómagos. No había cercas ni vallados. No servían para
contener animales que podían cabalgar sobre el viento. En su lugar había
fuertes postes anclados al suelo con largos cabos con los que atar las bridas
que les colocaban cuando los dejaban sin vigilancia.
Las
sombras describían aleatorios giros en el verde suelo. En el centro, un
icarionte los miraba desde abajo, con los brazos cruzados sobre el pecho y las
alas plegadas a su espalda. De un oscuro marrón terroso, el plumaje reflejaba el sol cuando se movía. Era un
hombre alto y fuerte, que ya había superado con creces los cuarenta. Su cabello
tenía el mismo color que sus alas, como si éstas fuesen una continuación de los
mechones que morían en su nuca. Si pudiese librarse de ellas, nada lo
diferenciaría de un humano, más allá de su característica nariz, grande, larga
y aguileña y sus ojos de halcón.
Al
principio no pareció hacerles demasiado caso, dando órdenes a algunos
icariontes más jóvenes para que soltasen al resto de pegasos y vigilasen que no
se disgregase la bandada demasiado. Cuando comprobó que todos estaban haciendo
a la perfección su trabajo, se giró para mirarlos.
–Magníficos,
¿verdad? –Señaló con un cabeceo los alados caballos que aún permanecían volando
bajo–. Es necesario dejar que ejerciten las alas de vez en cuando.
–Magníficos,
sí. Buscamos tres –atajó Clyven.
El
icarionte esbozó una sonrisa complacida.
–¿Para
carga o para pasajeros?
–Pasajeros
y bultos para cuatro días.
–Entiendo.
–La
carga no será demasiada, pero necesito que sean resistentes y rápidos.
–Tengo
algunos que puede que os sirvan –se llevó los dedos a los labios y silbó. Uno
de los icariontes más jóvenes, que volaban junto a los pegasos lo miró, asintió
a sus gestos y fue a buscar un pegaso en concreto. Negro, de crines largas y
brillantes, músculos fuertes. Elegante. Magnífico–. Éste, por ejemplo –acarició
el morro del animal cuando se detuvo a su lado, replegando sus alas–. Es fuerte
y muy rápido. Quizás un poco rebelde, pero estoy seguro de que sabréis domarlo.
–No
– negó con los ojos fijos en el animal–. Necesito que sean tranquilos. Muy
tranquilos.
El
icarionte pareció sorprenderse. No era habitual que un hombre de la talla de
Clyven se quejase porque su montura tuviese un punto salvaje. De hecho, lo más
habitual era que eligiesen ejemplares sobre los que demostrar su destreza y
superioridad.
–Puedo
proporcionaros una hembra, son menos briosas, igualmente rápidas, pero algo
menos resistentes. Ideales si es la primera vez. Por desgracia sólo tengo una
que pueda venderos. Sin embargo, puedo recomendaros animales de carga, que
están entrenados para que, ocurra lo que ocurra, no pierdan lo que hay sobre su
lomo.
El
mercenario asintió. Por supuesto que en otras circunstancias hubiese aceptado
el reto de montar a aquel hermoso pegaso negro, pero ahora tenía que pensar que
no se trataba de una competición, sino de hacer un viaje largo. Un viaje en el
que cualquier medida para garantizar la seguridad de su hijo le parecía poca.
–Perfecto,
entonces.
El
icarionte se giró hacia el muchacho que había bajado al pegaso y cruzó unas
cuantas frases con él. El joven, en apariencia un adolescente, de la edad de
Kai, rubio, con ojos verdes y unas pequeñas alas doradas que resaltaban con su
piel tostada al sol, asintió a cada frase del adulto. Aún le faltaba cambiar
las plumas una vez más para que adquiriesen el tamaño de las de un adulto, pero
le permitían moverse con velocidad. Dejó al pegaso junto a ellos y se marchó
volando hacia la otra punta de la ciudad.
Esperaron
unos minutos hasta que el chico regresó, acompañado de otro icarionte de alas
negras y piel oscura y cuatro pegasos atados con largas tiras de cuero. Se
posaron junto a ellos.
–Permitid
que os presente a Nessla –habló el primer icarionte–. Él tiene los mejores
pegasos de carga de Ilo. No son tan rápidos como los míos, pero si lo que
buscáis son animales dóciles, no los encontraréis mejor entrenados.
–El
chico me ha dicho que necesitáis tres –El licántropo asintió–. He traído
algunos, pero si no os complacen puedo ofreceros más.
–¿Cuánto?
–fue la escueta respuesta del mercenario.
–Veinte
tamaks cada uno. Veinticinco con los aparejos.
El
tamak era la moneda local y equivalía a tres monedas de plata.
–Dieciocho
cada uno con aparejos incluidos –rebatió el lobo, fiel a la costumbre enéidica
de regatear. Si no lo hacía, su interlocutor podría ofenderse.
El
precio final, alcanzado en tres o cuatro frases, fue de veintidós, con
aparejos. Un trato justo y beneficioso para ambos. Nessla entregó a Clyven tres
de los pegasos que había llevado con él.
Clyven
se alejó tras una escueta despedida, con las riendas de las tres monturas en
una mano. Los animales parecían intranquilos e intentaban mantenerse todo lo
lejos de él que le permitían las tiras de cuero con las que los sujetaba el mercenario.
Sentían que aquel hombre no era humano. O al menos era algo más que un humano.
Pero se acostumbrarían.
Ya
había desaparecido tras las casas icariontes cuando Celeno y Kai lo alcanzaron
a la carrera, contándole casi a gritos las extraordinarias vistas que habían
disfrutado al acercarse al borde del acantilado y cómo se les había encogido el
estómago por la altura, repitiéndole una y otra vez que querían bajar volando
sobre los pegasos, como dos niños pequeños que le piden a su padre que les
compre un dulce antes de comer. El mayor de los lobos se negó en rotundo la
primera vez y no volvió a prestarles atención hasta que dejaron de insistir.
Continúa en: El Odiseo zarpa de nuevo. (II)
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