miércoles, 9 de mayo de 2012

JDA IV. Paladines y reglas estúpidas. (II)

–Veréis... Íbamos hacia Astaroth, después de que os marchaseis vosotros por lo del embarazo de Pallas... Al principio todo parecía ir bien. Se suponía que alcanzaríamos la Ciudad de los Paladines sin apenas contratiempos, pero la cosa se complicó un poco. Llevábamos un par de semanas de camino, íbamos a buen ritmo y, según nuestros cálculos, sería un tercio del trayecto. Pero, al llegar a una aldea cercana a nacimiento del río Numénessë, nos enteramos de que los Lobos de Obsidiana habían estado por la zona.
–Y el paladín se fue de cabeza a por ellos, ¿no es así? –dedujo Pallas.
Elanor asintió.
–¿Quiénes son esos Lobos de Obsidiana? –preguntó Celeno.
–Unos amigos con los que ya hemos tenido alguna que otra fiesta –respondió Clyven antes de explicarle someramente que se trataba de un grupo de guerreros y mercenarios, liderados por Cyrus, quien había sido compañero suyo con anterioridad, y con los que se habían enfrentado en varias ocasiones.
–¿Os encontrasteis con él? –indagó Pallas para retomar el curso de la conversación tras el inciso del mercenario. No hacía falta especificar que se refería a Cyrus.
Elanor asintió de nuevo antes de retomar su relato.
–Francis y él –parecía que ni quería pronunciar su nombre- acabaron peleando. Ya sabéis cómo son. Era un asunto entre ellos y no querían que ninguno se metiese. Así, que tanto los Lobos de Obsidiana como nosotros, nos limitamos a mirar. Francis hizo lo que pudo, pero llevábamos varios días caminando a marchas forzadas para alcanzarles, apenas habíamos dormido y...
–El samurai le dio una buena paliza al paladín –acabó la frase Clyven con una sonrisa sarcástica.
–Clyv, no es momento para bromas –le reprendió la hechicera.
–En realidad sí que se la dio –intervino el pícaro–. Casi lo mata.
–Así es –la voz de Elanor parecía indicar que su mente la había transportado de nuevo a ese momento–. La pelea se estaba alargando demasiado. Cyrus empezaba a poner en serios problemas a Francis. Después de un rato entrechocando espadas, Francis cayó. Cyrus estaba de pie, frente a él, mirándolo con esa socarrona sonrisa que pone siempre. Ambos estaban heridos, pero Francis se había llevado la peor parte. Intentó atacar desde el suelo, pero Cyrus golpeó su hoja con la no-dachi y la mandó algo más de un metro más allá, con la misma facilidad que si espantase una mosca de la comida. Todos pensamos en intervenir. Sobre todo Sad, que había estado conteniéndose y, la verdad, no sé ni como; estuvo a punto de saltar sobre Cyrus. Pero entonces, él simplemente se echó la espada al hombro, nos dio la espalda y se marchó caminando tan tranquilo seguido de los suyos.
–Jajajajaja –rió Clyven–. Si no hiciese algo así, no sería Cyrus.
–¿Tú de parte de quién estás? –frunció el ceño la elfa.
–¿Yo? De ninguna, Elanor. Conocí a Francis y a Cyrus a la vez, he vivido exactamente lo mismo con cada uno de ellos y confío en ellos en la misma medida. De acuerdo que el trato es diferente. Pero ellos también son como la noche y el día. Yo no tengo motivos para ponerme de parte de uno u otro en esta guerra.
–¿Qué? –Elanor se puso en pie, apoyando las manos en la mesa de madera–. ¿Me estás diciendo que no te importa una traición?
Clyven sonrió antes de responder.
–Una traición sería si su objetivo fuese destruirnos, matarnos a todos y cada uno de nosotros. Pero no es así.
–¿Ah, no? ¡Entonces, ¿por qué cada vez que nos encontramos con él y sus Lobos de Obsidiana acabamos medio muertos?!
–Cyrus tiene una meta y quiere conseguirla a toda costa. Nosotros no somos más que una piedra en su camino. Si nos mantenemos al margen, no nos hará nada –alegó, encogiéndose de hombros–, pero si nos interponemos, no dudará en teñir la no-dachi con nuestra sangre.
–Ha sido un error haber venido hasta aquí –espetó la princesa elfa tras sostener la mirada del hombre lobo unos intensos segundos. De repente su rostro había adquirido la frialdad del mármol y su mirada se había vuelto más autoritaria que de costumbre. Realmente sí que parecía una orgullosa princesa degradando a un oficial de su ejército por no haber acertado a colocarse la espada con el ángulo adecuado. Inclinó levemente la cabeza ante sus anfitriones, pero en ningún momento bajó la mirada–. Muchas gracias por vuestra hospitalidad. Kai –añadió saliendo de entre la mesa y la silla– nos vamos.
–¿Queréis dejar de comportaros como niños? –La voz de Pallas detuvo los pasos de la joven y borró la sonrisa del rostro de Clyven. 
Ambos la miraron. Su ceño fruncido indicaba que no era buena idea intentar llevarle la contraria, así que los dos esperaron en silencio a que la hechicera dejase de mirarlos alternativamente y hablase de nuevo.
–Elanor, siéntate, por favor. Y escucha. Clyven tiene razón. Que nosotros entendamos la postura de Cyrus no quiere decir necesariamente que aprobemos lo que hace o cómo lo hace ni que nos hayamos puesto en contra de Francis. Simplemente no consideramos a Cyrus un enemigo. No puedes obligarnos a sentir lo mismo que tú o a ver las cosas del mismo modo. 
La elfa le sostuvo la mirada, orgullosa. ¿Cómo era posible que no se sintiesen traicionados? ¿Cómo podían hablar de él como si el samurai tuviese motivos legítimos para hacer lo que hacía? ¿Acaso no importaban los enfrentamientos con los Lobos de Obsidiana? ¿Es que Clyven y Pallas podían pelear un día con ellos a muerte y al siguiente actuar como si nada hubiese pasado? ¿Tan volubles eran los mercenarios? Según su lógica, deberían estar de parte de sus amigos, de su parte. Y eso implicaba estar en contra de Cyrus. ¿Es que pretendían estar a favor de ambos bandos?
–Ela –continuó Pallas, suavizando su tono–, Cyrus es tan importante para nosotros como lo es Francis, o tú o Kai o cualquiera de los otros. No se deja de querer a una persona porque alguna vez te haga daño –los ojos de la bruja se cruzaron con la mirada del lobo y le dedicó una sonrisa. 
La joven enéidica sabía muy bien lo que era querer hasta las últimas consecuencias. En el lateral izquierdo de su cuello estaba la marca permanente de los colmillos del lobo. Una cicatriz que indicaba que prefería arriesgarse a morir entre sus fauces a vivir lejos de él.
–Se supone que los amigos no se hacen eso –insistió Elanor, para quien aquellos detalles seguían siendo desconocidos.
–No. No se supone nada –corrigió Clyven–. Los amigos son amigos y punto. Yo confío en Francis, lucharía junto a él hasta la muerte si fuese preciso. Pero también confío en Cyrus. Exactamente de la misma manera. Es así de sencillo –sentenció cruzando los brazos sobre el pecho.
–Ela –retomó Pallas–, Cyrus no es la cuestión, sino Francis. No habéis hecho todo el camino hasta aquí sólo para preguntarnos de parte de quién estamos, ¿verdad? Olvídate del samurai y cuéntanos qué es lo que os ha traído hasta aquí, por favor.
La joven elfa suspiró. No tenía más opciones. Había arrastrado a Kai a un largo viaje únicamente porque confiaba encontrar ayuda y no podía marcharse de allí ante el primer golpe. Habían estado dando tumbos de isla en isla durante días hasta que habían encontrado el Odiseo y, con él, una esperanza. Francis les necesitaba. A todos. Pallas estaba en lo cierto, se dijo, Cyrus no era lo importante ahora. Regresó sobre sus pasos y se dejó caer pesadamente en la silla; todo lo pesadamente que puede dejarse caer un elfo.
–Está bien. ¿Por dónde iba?
–La paliza al paladín –recordó el pícaro con una sonrisa que le valió un gesto de enfado de la joven elfa, quien se tomó unos largos segundos antes de continuar.
–Francis estuvo días enteros debatiéndose entre la vida y la muerte. El agotamiento físico y las heridas no ayudaban en su recuperación. Buscamos un Templo de Asanda, un curandero, lo que fuese, pero no había manera de detener la infección. Sus poderes de paladín lograban frenarla un poco, pero lo dejaban exhausto. Y no había mucho que los demás pudiésemos hacer –sus ojos pasaron de los del lobo a los de la bruja. Él permanecía serio, como siempre, como si nada ni nadie pudiese perturbar su semblante. Ella había fruncido ligeramente el ceño, como hacía siempre que algo le preocupaba–. Finalmente llegamos a otra aldea donde había dos o tres sacerdotisas de Asanda. Al saber que se trataba de un paladín de Onour parecieron afanarse un poco más y Francis se recuperó en algo más de una semana.
La hechicera enéidica soltó el aire que había estado reteniendo en sus pulmones, aliviada por la recuperación de su amigo.
–Creímos estar a salvo entonces –continuó la princesa del Reino Dorado–, pero los problemas no habían hecho más que empezar. Una patrulla de paladines nos interceptó cuando nos disponíamos a abandonar la villa. Llevaban siguiendo nuestros pasos varias semanas, puede que incluso pudiese contarse por meses, y el tiempo que Francis estuvo convaleciente les permitió alcanzarnos.
–¿Que os seguían paladines? –Quiso asegurarse Clyven, como si no pudiese creer a los soldados de Onour capaces de perseguir a uno de los suyos–. ¿Y qué cojones querían?
–Llevarse a Francis –explicó Kai en un corto inciso.
Pallas y Clyven se miraron en una muda y recíproca pregunta que no halló respuesta hasta que Elanor habló de nuevo.
–La Orden de Onour había puesto a Francis en busca y captura. Lleva ya más de un mes en un calabozo.
–¿Qué? ¿Pero cómo coño van a meter al paladín entre rejas? –preguntó el licántropo–. Si no da un paso sin sopesarlo primero y estar seguro de que su dios no va a encabronarse con él.
–Pues lo han hecho. Llegaron con un documento firmado por los tres dirigentes de la Orden, con el sello de Onour lacrado y todo.
–¿Y lo aceptasteis así, sin más? –se extrañó Pallas.
–¡Por supuesto que no! Nos cerramos todos en torno a él, dispuestos a luchar, pero estábamos en clara desventaja. No nos importó. Hemos salido de situaciones peores. Kai y yo nos ocupamos de un par de ellos, Sad de otro... Como siempre. Pero nos redujeron –su voz reflejó la rabia contenida que le hacía arrugar la frente y apretar los dientes al hablar–. Parecían saber todos y cada uno de nuestros puntos débiles. Y, casi sin darnos cuenta, estábamos derrotados. Los paladines dijeron que no tenían órdenes de arrestarnos al resto y que, si Francis se entregaba sin oponer resistencia, nos dejarían marchar. Y como el paladín es tan estúpidamente noble, se entregó.
–Dí más bien que es noblemente estúpido –gruñó el lobo.
Pallas sonrió. Aquella reacción era tan típica del paladín que, si no la hubiese tenido, habría pensado que no se trataba del verdadero Francis.
–Obviamente, no íbamos a dejarlo solo. Después de todo, nos dirigíamos hacia Astaroth desde un principio. Allí las cosas no están bien para él –siguió Ela–. Se le acusa de convivir con seres oscuros, ayudar a vampiros, licántropos, demonios y demás familia. Y creo que han añadido también el vivir como mercenario, pues acepta dinero a cambio de ayudar a los demás.
–¡No pretenderán que lo hagamos por amor al arte, ¿no?! –Gruñó otra vez Clyv, con una expresión más seria de lo que era habitual en él, señal de que estaba empezando a enfadarse–. ¡Por los fuegos del Abllos! Estos paladines no son más anormales porque no se entrenan para ello. ¡¡Menuda gilipollez!!
–Pues por esa gilipollez van a juzgar a nuestro amigo. Van a someterlo a un Concilio de Paladines. Es una especie de tribunal supremo, cuyas decisiones son inapelables. Podrían expulsarlo de la Orden o incluso... –la voz de la elfa se quebró y no pudo seguir hablando. Sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia.
Todos los presentes entendieron, sin embargo, las implicaciones de aquella frase dejada en el aire. Los paladines, no sólo los de Onour, se caracterizaban por la rectitud de sus actos y por una defensa a ultranza del orden y la ley. No importaba cuál fuera, no admitían excepciones. Parecían pensar que, si ellos no defendían la ley de los dioses por encima de todo, nadie lo haría. Con el resto del mundo se permitían ser piadosos, como un privilegio que se concede a aquellos que no puede evitar desviarse del camino correcto. Pero entre sus filas eran demasiado intransigentes. Era todo o nada. No se perdonaban errores, no se permitían faltas.
A pesar de que en los últimos años muchas de esas estrictas exigencias se habían relajado, enfrentarse a un Concilio era estar cara a cara con la ley de los dioses, desarmado, con el alma desnuda, pues ninguno de tus actos encontraría una justificación lo bastante fuerte para rozar el perdón.
–El juicio estaba previsto para hace tres semanas –Elanor rompió el tenso silencio que se había adueñado de la gruta, perturbado únicamente por el romper de las olas del mar en el exterior–, pero logramos convencer a los dirigentes de la Orden para aplazarlo un poco más. Queríamos reunir toda la ayuda que pudiésemos. Tenemos que interceder por él. Estoy segura de que si, en lugar de ser nosotros, Francis viajase con un puñado de aprendices de paladín o, simplemente, que fueran humanos, nada de esto estaría pasando. No es justo que se enfrente a un Concilio sólo porque no aprueben a sus amigos.

Continúa en: Paladines y reglas estúpidas. (III)

2 comentarios:

  1. Excelente relato! Está muy muy bien narrado, y los diálogos muy bien porque son muy naturales, a mi me cuesta mucho darles esa naturalidad. Bueno, pues me alegro de que te haya gustado el prefacio de mi libro. Pásate por mi blog y c¡verás los cambios que he hecho jeje. Además he añadido y quitado algunas cosas del texto, cambiando así lo que no me gustaba. Pues eso, que aquí seguimos escribiendo y que a ver si me explicas como poner el widget ese de "seguidores". Besos! :)

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  2. Jeje Gracias! Pues sip, a ver si me voy aclarando ya. Por cierto, he decidido cambiar el título de la historia de "El Último Atlante" a "El Heredero de la Atlántida". El primer título ya estaba cogido por otro tío que se me ha adelantado jeje, pero seno, "El Heredero de la Atlántida" viene a expresar más o menos la misma idea y encima queda como más misterioso xD

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