lunes, 7 de mayo de 2012

JDA IV. Paladines y reglas estúpidas. (I)

El tiempo seguía su inexorable transcurso. Los días en Icarión eran tranquilos, casi aburridos, y sólo las noches de novilunio suponían una ruptura de la monotonía.
Los días de mercado eran una excusa para salir a pasear entre el gentío, aprovechando la afluencia de forasteros con los que confundirse, pues no podían dejarse ver demasiado en una isla en la que casi nadie sabía de su existencia.
Pero las últimas semanas la hechicera había preferido quedarse en el Refugio. Bajar desde el acantilado a Karthos la agotaba. Aquellos días de mediados de primavera empezaban ya a ser cálidos, como siempre en las Islas Enéidicas, a mediodía el calor invitaba a todos a llenar las tabernas y hacer correr la cerveza o echarse un rato bajo la sombra de un árbol, agradeciendo a Briseida que paliase la presencia de Héliades. Así pues, Níoster, Celeno y ella permanecían en la fresca penumbra del acantilado. Por mucho que insistía en que no era necesario, las dos lobas nunca la dejaban sola. Se habían autoimpuesto el deber de velar por su bienestar, hacerle compañía y ayudarle a preparar todo lo necesario para la llegada de su hijo.

Clyven había salido temprano con Esthia para llegar a Karthos antes de que el sol estuviese demasiado alto en el cielo. Querían ser los primeros en elegir entre las mercancías que llegarían durante esa mañana al puerto. 
Las primeras naves ya habían atracado cuando divisaron la playa. El ir y venir de los marineros descargando cajas y fardos los fue envolviendo conforme se acercaban a la orilla, pero no prestaban especial atención a ninguno. Tendrían que esperar a que las mercancías estuviesen expuestas en la plaza para poder adquirir los víveres que necesitaban.
Apenas había puesto un pie en una de las pasarelas de madera, que se adentraban en el mar para permitir acceder a las embarcaciones más grandes, cuando Clyv se paró en seco.
–¿Qué ocurre? –preguntó Esthia extrañado al notar la mano de su amigo sobre su brazo. Él no percibía nada fuera de lo normal.
–Sígueme –fue todo lo que recibió como respuesta antes de que Clyven diese media vuelta para volver a la arena y adentrarse por la pasarela siguiente, aquella que llevaba hasta su barco.
Unos segundos más tarde, como si hubiese tardado en convencerse de que no recibiría más información, Esthia lo siguió, acelerando un poco el paso hasta alcanzarlo en la playa. Tendría que descubrirlo por sus propios medios, pensó. Se detuvieron junto al Odiseo. La rampa de madera estaba colocada hasta su cubierta y se escuchaban voces en ella. Por los aromas que desprendían sus cuerpos, Esthia supo que se trataba de dos individuos, uno de raza élfica y otro humano. Y por la voces, que había una mujer y dudaba si otra mujer o un niño. Aunque no sabía qué voz correspondía a cada olor. 
Las maderas crujieron bajo el peso de Clyven y el suyo propio cuando subieron a la cubierta del navío enéidico, pero el sonido fue ahogado por el suave romper de las olas. Sobre las tablas, en la popa, se alzaban de espaldas a ellos dos figuras que no parecieron percatarse de su presencia. Una joven elfa y un muchacho, confirmó Esthia antes de escrutar el rostro de Clyven, surcado por una media sonrisa. Supuso que los conocía por dos motivos. El primero, porque en las islas era costumbre respetar los barcos ajenos. Si eran enéidicos, le conocerían, y si no lo eran, debían de conocerle para haber llegado hasta allí y aparecer precisamente en el Odiseo. El segundo, porque conocía a aquel hombre y no dudaba que, de no ser así, la elfa y el joven humano ya estarían chapoteando junto al casco, escupiendo agua salada. Dudó si debía tratar al recién llegado como un hombre o como un niño. Según los cánones de su raza, aún le faltaban un par de años para ser un adulto, pero si era fiel las costumbres lupinas, aquel chaval era ya un hombre hecho y derecho desde hacía tiempo y debía tratarlo como a un adulto. Decidió esperar a ver cómo actuaba Clyven y seguir su ejemplo.
El lobo blanco no pudo más que alzar las cejas y esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Cuando vio que Clyven estaba lo bastante cerca para poder tocarlos simplemente alargando la mano, le escuchó decir: 
–En las islas colgamos a los polizones por los tobillos de la popa del barco.
La elfa y el pícaro se giraron de golpe, sobresaltados por el gruñido que había salido de su garganta.
–¡Clyven! –exclamó Elanor con un suspiro de alivio al comprobar que era el hombre lobo el que se encontraba tras ellos. Al instante sus ojos se entrecerraron, fulminando al mercenario-. Me has asustado, idiota.
–Si no te colaras en mi barco no tendría que asustarte. ¿Para qué cojones quieres esas orejas picudas si no las usas para saber si te atacan por la espalda? –se permitió bromear, aunque con su habitual tono serio que impedía estar seguro de si era o no parte del juego. Kai sonrió, cortando a tiempo su carcajada para no enfadar a elfa. El lobo le dedicó un rápido guiño antes de hablar de nuevo–. ¿Qué hacéis vosotros aquí? Creía que ibais a quedaros un tiempo en Astaroth con el paladín.
–De allí venimos. Por cierto, ¿cómo está Pallas? –se interesó la joven elfa mirando alrededor, esperando ver aparecer a la bruja en cualquier momento. Sus ojos se detuvieron sobre Esthia unos segundos, pero no hizo preguntas acerca de él. Dio por sentado que era amigo de Clyven, pues habían llegado juntos. Después de todo, el hombre lobo era de allí. Era lógico que tuviese amigos en las islas, igual que ella los tenía en el Reino Dorado.
–Gorda –respondió sin demasiado entusiasmo, encogiéndose de hombros, tan parco en palabras como siempre. Aunque le agradaba volver a encontrarse con ellos, el mercenario no era dado a demasiadas muestras de cariño en público, salvo contadas excepciones–. Se alegrará de veros. Seguidme.
No insistió en saber por qué estaban allí, pero estaba seguro de que no era únicamente para hacerles una visita, así que, fuese lo que fuese lo que los había llevado tan lejos, no era para tratarlo en mitad de la cubierta. El Refugio sería un lugar más apropiado, lejos de miradas y oídos indiscretos. Por un instante dudó si Esthia lo consentiría. Pero si él confiaba en ellos, Esthia no tenía ningún motivo para hacer lo contrario.
Al pasar junto al lobo blanco, éste puso la mano su pecho, deteniéndolo.
–¿Qué pasa? –indagó Clyven. De repente la idea de que Esthia se opusiese a llevarlos al Refugio no le pareció tan descabellada. Se suponía que nadie ajeno a la Manada conocía aquel lugar. Sus ocupantes iban rotando cuando había el menor indicio de peligro para evitar ser descubiertos. Aceptarlos a él y a Pallas ya suponía un riesgo. Meter a más personas sería un suicidio. La caza del lobo aún estaba abierta en algunos puntos del archipiélago.
–No irás a llevarlos al Refugio ya, ¿verdad?
–Pues... –Sí, lo cierto era que sí había pensado eso.
–¡Hoy hay mercado, Clyven! –El gruñido del mercenario le hizo corregirse–. Perdón, Hamal. Cambias tanto de nombre que ya se me olvida.
–No cambio tanto de nombre. Un día de estos tus despistes nos van a costar el cuello a más de uno.
–Bah. Sabes que cuando se trata de cosas importantes siempre estoy a la altura –rebatió, guiñándole un ojo-. Entonces... ¿Vamos al mercado?
Clyven alzó la ceja, como si no pudiese dar crédito a la respuesta que estaba recibiendo. Esthia no había cambiado en absoluto; seguía siendo despreocupado, alegre y dicharachero como un niño pequeño. Y como un niño pequeño le miraba en ese momento. Resopló. ¡Qué remedio!

–Ya están aquí –informó Níoster, poniéndose en pie para ir hacia la entrada del Refugio a ayudar a los dos hombres con los víveres para la semana.
Tenían un sencillo pero efectivo sistema para saber cuándo alguien entraba o salía de las grutas. Tan simple como una cuerda tensada que, al abrir la entrada, hacía sonar una campanita cerca de la sala principal. 
-Pall, tú espéranos aquí, entre los cuatro podemos con todo, seguro –se escuchó a Celeno ya fuera de la estancia, corriendo tras Níoster.
No bien habían llegado a la entrada del corredor que llevaba hasta la salida cuando la alegre muchacha se encontró con el brazo de su compañera cortándole el brazo. Buscó su mirada con un mudo interrogante.
-Vienen con alguien más –fue la respuesta, en un susurro casi inaudible.
La loba de ojos verdes se tensó. Podía tratarse de un ataque si habían descubierto que había licántropos en Icarión. Olisqueó el aire, para ver si podía descubrir algo más.
–¿Elfos? ¿Huele a elfos?
–Eso parece –confirmó Níoster mientras se perdía en la oscuridad del pasillo excavado en la oscura piedra–. Un elfo y un humano.
–No parece que haya peligro si solo hay dos. Esthía y Clyven podrían con media docena ellos solos.
–Por si acaso, vayamos a ver.
Celeno asintió y ambas se mantuvieron en silencio para avanzar en la oscuridad del la fría piedra, para no delatar su presencia.

–Kai, si sigues agarrándome así, la vamos a tener –escucharon quejarse a Clyv.
–Es que nadie parece darse cuenta de que soy el único que no ve ni un palmo por delante de sus narices aquí dentro.
–Eso no te da derecho a meterme mano, chaval –sus secas palabras fueron seguidas de una jocosa sonrisa que nadie pudo ver.
–No te estoy metiendo nada. Únicamente intento no comerme la pared –se defendió el pícaro con tono molesto, aflojando el agarre.
Apenas había separado las manos unos centímetros del cuerpo del mecenario cuando notó como las fuertes manos del licántropo le agarraban de las muñecas para devolverlas a su lugar anterior. Kai sonrió. A pesar de que Clyven no entendía el irracional temor humano a moverse en la oscuridad, no iba a dejarlo a su suerte, así que continuó avanzando asido a sus costados hasta que la luz al otro lado del corredor de piedra fue lo suficientemente intensa para permitirle ir con un mínimo de autonomía.

–Chicas, podéis salir, son amigos –dijo Esthia unos metros más adelante, con el mismo tono que emplearía un padre que le explica a un niño pequeño que puede dejar que las olas le alcancen los pies en la orilla del mar. Al momento, lo que se asemejaban a dos sombras más en la piedra del corredor se separaron de la pared con la que parecían haberse fundido y cobraron forma humana –¿Qué hacéis aquí? ¿No estabais con Pallas?
–Vinimos por si os hacía falta ayuda –informó Celeno sonriente.
–¿Contra una mujer y un niño? – sthia alzó la ceja un instante antes de adoptar un gesto ofendido–. ¿Por quién me has tomado?
–Sólo nos preocupábamos por vosotros –alegó ella, cruzando los brazos y sacándole la lengua con mohín infantilón.
Esthia pasó los brazos por los hombros de sus compañeras.
–Pero si ya sabéis que yo estoy aquí para protegeros, bobas.
–Pues menuda protección –rió Celeno antes de separarse de él y seguir a Níoster hacia la salida del corredor, de regreso a la gruta donde les esperaba Pallas, al pie de la pasarela de madera.
Se había acercado para intentar saber qué ocurría, pero en el último instante le había dado miedo cruzar el puente colgante sola y aventurarse en la oscuridad hacia un laberinto de pasillos que no conocía todavía. Cuando vio salir de nuevo las figuras de ambas lobas al otro lado del puente se sintió aliviada.
Tras ellas salió Esthia y, junto a él, Elanor. ¿Elanor?, se preguntó, ¿qué hacía Ela en las Islas Enéidicas? Parpadeó varias veces, para descartar que se tratase de un parecido demasiado alto que la hubiese llevado a confundirse de persona en la suave penumbra que inundaba la cueva. Pero no había lugar a dudas. Aquella larga melena dorada cayendo a su espalda, sus ojos almendrados, su forma de caminar, casi etérea. La ropa que ya le había visto en más de una ocasión. Esa joven era Elanor. Y ver aparecer tras ella a Kai, asomándose al interior de la caverna por detrás de Clyven, sólo sirvió para acrecentar su sorpresa.
–¡¡Pall!! –saludó el pícaro con la mano al descubrirla–. ¡¡Hola, Pall!!
Su entusiasmo le llevó a apoyarse en la barandilla de madera que delimitaba la plataforma anclada a la roca, sacando más de medio cuerpo sobre el vacío. Y a punto estuvo de perder el equilibrio, lo que le valió un bufido y una colleja de Clyven.
Desde aquella distancia no podía entender qué decían, pero los gestos eran más que suficiente. Níoster se inclinó hacia adelante para besar las mejillas de Ela. Por la posición en la que estaban, dedujo que Esthia acababa de presentarlas. El amable y educado saludo de Níoster nada tuvo que ver con el entusiasta abrazo con que Celeno obsequió a los recién llegados cuando le fueron presentados. Pallas sonrió. En aquellas pocas semanas que llevaban en el Refugio se había dado cuenta de lo diferentes que eran. Una tenía siempre una amable y tranquila sonrisa en los labios y sólo en los momentos críticos dejaba salir toda su fuerza. Era siempre cortés, pero desconfiada hasta descubrir las intenciones de los demás. La otra era expresiva y cariñosa, bastaba mirarle a la cara para descubrir sus emociones, tomaba aprecio a los demás rápidamente y, aunque había aprendido a ser precavida, tardaba poco en confiar. Tal vez el éxito de aquel trío era su complementariedad.
Pallas los había visto en el Refugio, donde eran una verdadera familia, y luchando contra Clyven. En ese momento se había percatado de que cada uno conocía perfectamente su papel en cada movimiento. Los ataques, las defensas, todo parecía milimétricamente estudiado. No importaba quién fuera el adversario. No había huecos por los que escapar. O al menos ella no era capaz de descubrirlos. De todos los adversarios a los que había visto enfrentarse a Clyven, aquellos eran los que más rápidamente lo había reducido. A pesar de su estado de furia, de que su fuerza hubiese aumentado y de que la sed de sangre le hiciese aún más letal, Clyven tenía las mismas opciones frente a ellos que ante una veintena de enemigos armados hasta los dientes.

El crujir de la madera la sacó de sus pensamientos. Uno tras otro, los licántropos, Elanor y Kai cruzaban la pasarela de madera para llegar hasta ella. Fue entonces cuando se fijó en los paquetes que Esthia y Clyven cargaban y que algunos habían pasado a manos de Celeno. Kai cruzó con paso vivo las tablas y abrazó a Pallas, quien le revolvió el pelo con una sonrisa maternal, como hacía siempre. Se había encariñado mucho con aquel jovencito, tal vez por ser el más joven del grupo, por las difícil niñez que había tenido, por antojársele el más indefenso o, simplemente, porque era el que más ternura le inspiraba.
–¡Hala, qué gorda estás ya!
–¿A que sí? ¿Quieres sentir cómo se mueve? –preguntó llevando la mano del pícaro hacia la zona de su vientre donde empezaba a notar alguna que otra patadita del bebé.
–Pallas –saludó Elanor con una sonrisa.
–Ela –le devolvió el saludo la bruja, besándole en ambas mejillas, como era costumbre en las islas–. Me alegro mucho de veros. ¿Qué hacéis aquí?
–Es una larga historia.
–Pues entonces será mejor que me siente porque la espalda me duele horrores si estoy mucho tiempo de pie.
–Celeno y yo prepararemos algo para comer –ofreció la loba castaña, con la amable sonrisa que siempre adornaba su rostro–. Podéis sentaros en la sala principal, si queréis.
–Gracias, Níoster –asintió la bruja siguiéndola hasta la gruta más grande, que se abría al mar, la misma donde ellos habían comido nada más llegar al Refugio.

La conversación durante la comida no fue demasiado profunda. Parecía que ninguno se atrevía a abordar directamente la pregunta que rondaba en todas las mentes: ¿qué hacían Elanor y Kai en las Islas Enéidicas?
Finalmente, cuando los platos se hubieron vaciado y la paciencia de Clyven ya hacía rato que se había agotado por completo, el hombre lobo carraspeó. Había llegado el momento de ponerse serios. La joven elfa le dedicó un ligero asentimiento al mirarle y descubrir que tenía los ojos puestos en ella, aunque al instante sus ojos se desviaron hacia los otros tres licántropos.
–Esto... –empezó Níoster, poniéndose en pie–, Celeno, vamos a recoger la mesa.
–¿Ahora? ¿No podemos reposar un ratito?
–Vamos, mujer –insistió con una sonrisa amable, mientras le tiraba suavemente de la ropa hacia arriba–, si no te cuesta nada. Esthia, échanos una mano a llevar las cosas.
Para la observadora Níoster, el gesto de la princesa del Reino Dorado indicaba que prefería hablar a solas con sus amigos. Lo entendía. Seguramente se tratara de un tema delicado, pues, de otro modo, no habrían hecho un viaje tan largo. 
–Quietos –los detuvo Clyven cortando con el brazo la trayectoria que recorría su compañera hacia la plataforma de roca que comunicaba aquella gruta con otra más pequeña donde guardaban víveres y enseres. Sin embargo, los ojos del mercenario estaban fijos en Elanor, con el rostro tan serio como de costumbre–. Ela, puedes hablar sin problemas. Se enterarán de todos modos, se lo digas tú ahora o se lo cuente yo después.
–Clyven, no es neces... –intentó hablar Níoster, pero él no la dejó acabar.
–Sí es necesario. Vosotros os estáis jugando mucho acogiéndonos aquí y tenéis derecho a saber qué ocurre.
–Clyv, de verdad que no hace falta –apoyó Esthia–. Eres de los nuestros y eso es suficiente para que las puertas del Refugio estén abiertas para ti y los tuyos.
–He dicho que os sentéis.
La tensión en el ambiente se pudo cortar con un cuchillo durante unos largos segundos, los que tardaron los tres miembros de la Manada en volver a sus asientos. Todas las miradas se centraron en la joven elfa, que sintió como miles de afiladas agujas le atravesasen el alma y, con un suspiro, comenzó a hablar.

Continúa en: Paladines y reglas estúpidas. (II)

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