lunes, 19 de marzo de 2012

JDA II. El calor de la manada. (II)

Pallas no cabía en sí de su asombro. Tanto que apenas fue capaz de decir su nombre. Desvío los ojos hacía Clyven, en un mudo interrogante sobre quién era ese hombre al que saludaba tan efusivamente y del que, sin embargo, jamás había oído hablar. O si lo había hecho, no lo recordaba.
–Esthia es parte de la Manada.
Y fin. Ésa era toda la explicación que parecía dispuesto a darle. La hechicera puso los ojos en blanco. La Manada había sido muy importante para Clyven años atrás, lo sabía, pero había esperado un poco más de detalle. Una esperanza absurda, por otra parte, porque Clyven nunca hablaba de su pasado, ni siquiera con ella. Ni de su pasado, ni de su futuro. Lo poco o mucho que sabía era porque le había sonsacado con mucho esfuerzo o bien porque las circunstancias habían propiciado que tuviese que contárselo.
Con la Manada no era mucho más explícito. Allí había aprendido a luchar por unos ideales, el valor de la vida de las personas y el peso de la conciencia. Pero poco más sabía de ella. Había escuchado algunos nombres, pero el único que se repetía con asiduidad era Viktor, su líder, su mentor, el hombre cuya muerte no podía perdonarse.
–¿Parte? Ahora yo controlo la situación en Icarión –añadió Esthia, henchido de orgullo, soltando la mano de Pallas y encarando de nuevo a su antiguo compañero de armas–. Hubo muchos cambios desde que te largaste, pero ya tendrás tiempo de ponerte al día. Porque vas a quedarte, ¿no? Los dos –añadió, volviendo a clavar los ojos en los de la hechicera, un instante, buscando su apoyo.
–Un par de días al menos. ¿Cómo supiste que estábamos aquí?
–No fue difícil. Me crucé con ella en el mercado por casualidad –indicó señalando a Pallas con el pulgar por encima de su hombro.
–Pero tú no la conocías, no podías saber que tenía algo que ver conmigo.
–Huele a ti por todas partes, amigo –explicó como si se tratase de la cosa más natural del mundo y, de hecho, para ellos sí que lo era. Los licántropos se identificaban de ese modo. El olor corporal era algo único, cada raza tenía uno característico, y dentro de cada raza, cada individuo poseía un matiz diferente.
La joven frunció el ceño con enfado. Para ella, la frase y el tono con que fue dicha escondían una connotación mucho más sexual.
–Es de mala educación ir olisqueando por ahí a la gente –reprendió.
Sin embargo, el comentario arrancó sonrisas en ambos lobos, que reanudaron su conversación como si no hubiese pasado nada, provocándole un sentimiento de vacío que no recordaba haber experimentado con anterioridad. Estaba completamente fuera de lugar. Clyven parecía haber olvidado que ella estaba allí, de pie, detrás de Esthia. Incluso parecía pasar por alto el hecho de que con ella no mantenía conversaciones tan largas.
–Casi no te reconozco. Ahora hasta pareces un hombre. ¿Cómo es que te has cortado el pelo? Creía que nada te haría desprenderte de tu melena. Estabas tan –alargó la vocal con cierto deje de burla– orgulloso de ella.
–Me apetecía cambiar, ya sabes.
–Ya. Seguro –sonrió al ver cómo Esthia desviaba la mirada. Podría haber pasado tiempo, pero algunas reacciones no cambiaban y se estaba mostrando igual que cuando Athos y él habían descubierto que ya no era un niño inocente. Le removió el pelo, para molestarle.
–¿Por qué no os quedáis en el Refugio? –propuso Esthia, apartándose de Clyven. –Está cerca de Karthos, a medio camino entre el puerto y el bosque que sube hasta Trida, en las grutas del acantilado.
–No sé si... –empezó a hablar la bruja.
–Venga, Clyven. Estaremos encantados de teneros. Níoster y Celeno se alegrarán mucho de verte.
–¿Aún siguen contigo? ¡Eso tengo que comprobarlo! No me puedo creer que te sigan aguantando.
–Hacemos un gran equipo, ya lo sabes. No es lo mismo que cuando estábamos todos, pero seguimos en nuestra línea. Entonces, ¿qué? ¿Os quedáis? ¡Di que sí! –rogó como un crío chico que pide que le dejen comerse un dulce antes de cenar.
–Claro.
Pallas intentó hablar, pero la sorpresa la había dejado sin palabras. Al contrario de lo pudiese pensarse, Clyven había aceptado sin reparos. Volver a reunirse con sus compañeros de armas era una oferta demasiado tentadora para rechazarla.
–¡Pues venga! ¡Vayamos a por vuestras cosas! –Esthia empujó por el hombro a Clyven para que echase a andar de vuelta a la plaza–. ¿En qué taberna estáis?
–En ninguna. Nos quedamos en el barco.
–¿En el barco? ¡Tú estás loco! ¿Se te han olvidado cómo son aquí las tormentas? Anda, tira para el puerto.
Pallas tuvo que alcanzarlos acelerando el paso. Cuando había querido reaccionar, ellos ya estaban de nuevo bajo los rayos del sol en la plaza. Se mantuvo unos pasos por detrás de ambos hombres. La extraña actitud de Clyven le sorprendía y molestaba a partes iguales. Podía entender que tuviese una gran afinidad con Esthia, pues los dos eran licántropos y habían pasado muchas cosas juntos, y que por eso fuese más abierto con él que con el resto del mundo. Pero ¿y ella? ¿También era más afín con su manada que con ella? Se suponía que era su mujer, aunque nunca se hubiesen casado. Iban a tener un hijo. ¿Es que eso no era motivo de confianza?
Aquellos pensamientos no abandonaron su cabeza en todo el camino hasta el Refugio. No habló mientras recogían lo más indispensable del Odiseo: algo de ropa, su daga de plata y algún libro donde podía consultar remedios caseros para cuando sintiese naúseas o mareos, que por ahora no había sentido. Tampoco dijo nada durante el camino hasta el pequeño bosquecito que crecía entre las columnas de oscura roca de Icarión. Ni siquiera cuando distinguieron dos figuras entre los árboles, que Esthia y Clyven reconocieron como sus dos compañeras. Una de ellas era de su estatura, delgada, con el cabello castaño cayendo en lisos mechones sobre sus hombros y los ojos oscuros. La otra era más bajita, le llegaría a la altura de los ojos, con el cabello castaño claro, con un mechón rubio sobre la frente, que le caía hacia el lado izquierdo, y los ojos verdes.

Se miraron entre ellas. No esperaban ver regresar a Esthia con compañía.
–¿Clyven? –preguntó Níoster.
Celeno arqueó las cejas, no muy convencida, mientras escrutaba a las personas que acompañaban a Esthia. A la mujer no la conocían, pero él... No, no podía ser. ¿O sí?
–¡¡Clyven!! –gritó, echando a correr hacia él, seguida al punto por Níoster.
Una gran sonrisa asomó al rostro del mercenario cuando las dos mujeres se abalanzaron sobre él, colgándose de su cuello y provocando que los bultos que llevaba acabasen en el suelo.
–¿Qué haces aquí?
–¿Cuándo has vuelto?
–¿Por qué no has avisado?
–Me alegro tanto de verte.
–Te has puesto muy guapo ¿eh?
–¿Es bonito el continente?
–¿Qué has hecho todo este tiempo?
–¿Quién es ella? ¿Es tu mujer?
Clyven sólo pudo reír. Níoster y Celeno decían tantas cosas y a tal velocidad que no tenía tiempo ni de escuchar una pregunta cuando ya se había formulado la siguiente. Ni siquiera sabía quién había pronunciado cada una de ellas.
Las dos mujeres lo arrastraron tirándole de los brazos hacia el interior del Refugio, cuya entrada se disimulaba entre la vegetación, pasando desapercibida para todo aquel que no conociese su ubicación o se fijase demasiado en la forma en la que se recortaban las piedras, para seguir la línea irregular que trazaban aquellas que servían de cerrar el acceso. Esthia cogió los bultos que Clyven había dejado caer, murmurando por lo bajo entre risas y los siguió.

Pallas los vio desaparecer y apretó los puños, mordiéndose el labio inferior con rabia. ¿Estaba celosa de aquellas dos chicas? No, no eran celos. Ella no era una persona celosa, estaba convencida... ¿o sí lo era? No podía negar que las dos lobas eran llamativas, quizás no tan hermosas como las elfas, pero sí eran fuertes, esbeltas, de piernas largas y torneadas y ojos profundamente hipnotizantes, capaces de mostrar mil y una emociones o esconderlas todas bajo un muro de hielo, como todos los de su especie. La misma enigmática profundidad en la mirada que había hecho que ella se enamorase de Clyven. Se sintió insignificante en ese momento, insegura, perdida, olvidada. Y permaneció allí parada, en la entrada, mirándose las manos, colocadas sobre el vientre, que ya empezaba a mostrarse un poco abultado. La voz de Clyven llamándola desde la puerta la sacó de sus pensamientos. Forzó una sonrisa y los siguió al interior del Refugio.
–Así que tú eres la que le ha echado el lazo a este grandullón –bromeó Celeno al verla entrar, sin soltarse del brazo del recién llegado mercenario, quien no había perdido la sonrisa. Pequeña y sarcástica, como era habitual, pero sonreía.
–¡Eh, eh, eh! ¡Tampoco tanto! –atajó Clyv poniéndose serio–. Que sólo vamos a tener un hijo.
¿Sólo? Pallas clavó los ojos en su nuca, con tanta intensidad como si quisiese grabar con todo lujo de detalles cada milímetro de ella en su memoria. ¿Eso era lo único que contaba? Respiró con profundidad. Una, dos, tres veces. El aire no pasaba hasta su pecho. El nudo en su garganta le impedía llegar. Se le empañaron los ojos y bajó la mirada a las puntas de sus pies, parpadeando para evitar que las lágrimas brotasen.
–¿Y te parece poco? –rió la joven licántropo–. No sabía yo que te habías vuelto tan sinvergüenza que ibas repartiendo hijos por ahí –reprendió en tono jocoso.
–Ah, pero... ¿no habéis pasado por el Templo? –se sorprendió Níoster, mirando hacia atrás a la hechicera, que contestó con una negación de cabeza, más para sí misma que para la loba, pues no se había percatado de que la estaban mirando.
–¿Un Templo? Ni de coña. Antes muerto que desposado con Dioses y todo –sentenció Clyven.
–Muy mal hecho, Clyv –le regañó Níoster, soltándose de su brazo y poniéndose las manos en las caderas–. Deberías haberte casado con ella antes de haberle puesto un solo dedo encima. ¡Vais a tener un hijo, por todos los dioses!
–Níoster, no empieces a darme el coñazo, que acabo de llegar.
Pero ella no le escuchó y siguió con su alegato sobre lo que consideraba correcto mientras recorrían un pasillo excavado en la roca hasta una sala, iluminada por la luz que entraba por un respiradero.
La hechicera observó la estancia. Lo único que había en ella era una gran pila de leña. No vio ninguna antorcha o vela, ni ninguna otra cosa que pudiese servir para iluminarla cuando el sol se ocultase. Cayó entonces en la cuenta de que los ojos de todos los que habitaban allí podían distinguir en la penumbra con mayor facilidad que ella. No las necesitaban.

Continuaron por otro pasillo que se bifurcaba en varias ocasiones hasta llegar a una enorme gruta que bajaba hasta el nivel del mar. El agua y el viento habían esculpido la roca y los licántropo habían añadido pasarelas de madera para comunicar plataformas y corredores. Habían ampliado algunos huecos para poder convertirlos en habitaciones para los miembros de la manada o para guardar armas y herramientas. Pallas pudo incluso distinguir, tres niveles más abajo del lugar por el que ellos habían entrado, un amplio saliente de roca donde varios pegasos mordisqueaban las algas que dejaban las olas cuando subía la marea.
Los llevaron a lo largo de un robusto puente de madera que bajaba hasta el siguiente nivel y de allí, por dos puentes más pequeños, hasta la sala principal. Era la más grande de todas las que allí había –como comprobarían después–, tenía una larga mesa de madera oscura rodeada de una decena de sillas en el centro y estaba abierta al mar por el lado contrario, hacia el norte. Era luminosa, pues recibía luz durante todo el día, pero también estaba expuesta a las inclemencias del tiempo.
Pallas observó en una esquina los restos de un fuego apagado no hacía demasiado tiempo y un pequeño montón de leña. Sin embargo, dudaba que fuera suficiente para aguantar allí en las largas noches de mediados de invierno. Incluso en esos momentos, a pocas semanas de la primavera, cuando en las islas ya empezaba a calentar el sol y se alargaban las tardes, no sería suficiente si el viento soplaba del norte.
–Sentaos –indicó Celeno, ofreciéndoles asiento con un gesto de la mano–. Níoster y yo iremos a por algo de comer y a prepararos un cubil.
–¿Un cubil? –murmuró la hechicera para sí misma, olvidando por un segundo que sus palabras serían escuchadas.
–Es como llamábamos a las habitaciones –explicó Clyven dejándose caer sobre una de las sillas–, pero tranquila, serán habitables –sonrió–. Además, hemos dormido en sitios peores.
La bruja lo fulminó con la mirada por haberla puesto en evidencia y se sentó frente a él, enfadada.

Esthia meneó la cabeza. Le resultaba extraño ver a su amigo allí de nuevo, con una mujer y a punto de tener un hijo. No era el primero. Y tampoco sería el último. Se estaban haciendo mayores, tenía que asumirlo.
–Bueno, Clyven, ¿vas a contarme que fue lo que te hizo salir con el rabo entre las piernas y qué es lo que te ha traído de vuelta a las islas después de tanto tiempo? –preguntó para desviar la conversación, sentándose junto a su antiguo compañero de correrías.
–Ella –respondió el aludido señalando con un ligero cabeceo en dirección a la hechicera–. Ella tiene la culpa de todo –bromeó.
Y, respondiendo a la mirada asesina de su mujer con una cómplice sonrisa, le contó a Esthia una versión bastante escueta de por qué habían abandonado las islas pocos años antes y cómo habían acabado pateando los caminos a lo largo y ancho del continente de Argorian.
– ... y terminamos huyendo del puerto con esa panda de locos.
–Muy bonito, Clyven –gruñó Celeno entrando en la sala con una bandeja en las manos, sobre la que había platos y cubiertos para todos–. Nosotras preparando la comida y tú contandole a Esthia tu vida –reprendió dejando la bandeja en la mesa–. Más te vale esperar a que estemos Níoster y yo y empezar desde el principio o te dejo toda una semana sin comer.
–Está bien, está bien. Sigues siendo tan exigente como siempre, ¿eh?
–No, empeora con los años, te lo digo yo –dijo Esthia enfatizando la resignación en su voz, pasando el brazo por los hombros del otro lobo.
–Cállate, Esthia. O le diré a Cessy que te has estado metiendo conmigo –amenazó, esgrimiendo una sonrisa triunfal, como quien sabe que tiene la batalla ganada de antemano.
–¿Quién es Cessy? –indagó Cyven.
No fue necesaria una respuesta verbal. La forma en la que Esthia saltó sobre Celeno para taparle la boca con la mano, mientras ella reía, intentando escaparse, fueron demasiado elocuentes; Esthia tenía una nueva conquista.
Celeno corriendo de un lado a otro, Níoster procurando que todo el mundo estuviese a gusto, Esthia comportándose como un chiquillo travieso y tomándose la vida como si todo tuviese un lado positivo. Nada había cambiado. Sólo faltaban Athos con sus libros y sus disertaciones y Akari, la pequeña pelirroja, con sus ganas de repartir vísceras ajenas por la tierra, y su manada estaría completa. No estaba tan mal volver a casa.


Continúa en: El calor de la manada. (III)

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