lunes, 26 de marzo de 2012

JDA II. El calor de la manada. (III)

Unos largos minutos más tarde, las dos jóvenes entraron de nuevo en la sala con la comida. Pallas echó un rápido vistazo a las bandejas en el momento en que las dejaron en la mesa. Carne asada. Pero, ¿qué esperaba encontrar en un lugar lleno de lobos? Al menos habían tenido el detalle de cocinarla y no servirla cruda. Y por la cantidad que habían traído, debían de comer tanto como Clyv.
Níoster se sentó junto a la bruja, frente a Esthia, y Celeno en la cabecera de la mesa, entre sus dos compañeros.
–Venga, comed –animó–. Con confianza. A fin de cuentas, ésta sigue siendo la casa de Clyven.
Pallas se sirvió un trozo de carne. Estaba deliciosa. La carne asada era algo simple, pero no podía negarse que era el mejor modo de comerla, como mejor se apreciaba su sabor.
Clyven, en cambio, al igual que los demás licántropos, llenó el plato y empezó a devorar grandes trozos. La hechicera los miró con disimulo, pensando que en pocos minutos les vería abandonar los cubiertos y lanzarse a comer con las manos.
La conversación entre bocado y bocado, naturalmente, se centró en indagar en la vida del recién llegado durante los últimos años y en cómo había llegado a ser un "hombre respetable" a punto de tener un hijo. Clyv contó de nuevo lo ocurrido desde que se separaron, a grandes rasgos, pues había cosas que ni con los miembros de la Manada estaba preparado para compartir, y otras, simplemente, carecían de la relevancia suficiente para que su cerebro las recordase.
Pallas aguantó hasta el final de la comida, interviniendo lo imprescindible en la charla, pero tras un corto periodo de sobremesa, interrumpió la historia para preguntar por un lugar en el que echarse. Se excusó diciendo que estaba cansada y no se encontraba demasiado bien, a causa de su estado. Celeno, sonriente como siempre, la acompañó a la habitación que habían preparado para ellos. Era pequeña y únicamente tenía una cama en la que cabrían los dos muy ajustados y una mesa, que habían llevado desde otra habitación, en la que habían dejado un baño con agua y algunas toallas.
–Lo siento, pero no solemos recibir visitas y es todo lo que tenemos –se disculpó la loba al ver cómo Pallas paseaba los ojos por la estancia.
–No te preocupes. Es más que suficiente –contestó intentado sonar amable y despreocupada, aunque en realidad estaba ansiosa por quedarse sola.
–Si necesitas cualquier cosa no dudes en pedirla, ¿de acuerdo? –Celeno asintió levemente y se marchó con paso ligero, de regreso a la habitación donde sus compañero seguían hablando, para no perderse ni un solo detalle de la historia.

Apenas Celeno se hubo marchado, Pallas se sentó en la cama y se quedó en silencio, con la cabeza gacha, mirándose las manos sobre el regazo, pensando mil cosas al mismo tiempo. La situación que habían dejado atrás en Argorian le preocupaba. Quería evitar a toda costa un derramamiento de sangre innecesario. Había incluso pensado tomar cartas en el asunto, a su manera. Intentar solucionar el problema como habían solucionado todos los que había habido entre ellos, hablando. Las diferencias entre Cyrus y Francis no podían ser insalvables, pero ambos eran tercos como mulas y ninguno estaría dispuesto a ceder. Ni siquiera a escuchar al otro. La bruja se había autoimpuesto la responsabilidad de aclararlo. En parte porque apreciaba a ambos por igual y en parte, porque ni Clyven ni ella estaban dispuestos a romper su relación con uno sólo por la elección del otro. 
Y sin embargo, allí estaba, a cientos de kilómetros de distancia, metida en un agujero en Icarión, oculta del resto del mundo, como una criminal. Ni siquiera estaba en sus planes pasar un tiempo en Láquesis con su familia. Los tenía al alcance de la mano, a un par de días o tres de camino. Hacía años que no los veía, que no sabía si sus padres estaban bien, si sus hermanos seguían vivos, si tenían o no familia. Y no podía ir a verles, porque era demasiado arriesgado para Clyven. Se sentía miserable, sola y desgraciada. Y para rematar, el licántropo no parecía darse cuenta. Toda su atención estaba puesta en sus amigos y ella había pasado a un segundo plano.
Estaba tan acostumbrada a ser el centro de la vida de Clyven, que la posibilidad de que alguien pudiese apartarlo de ella le había caído encima como una losa. Tal vez Clyven quisiera quedarse de nuevo en las islas, con la Manada. Después de todo, ya se había marchado una vez de su lado para unirse a ellos. Si en aquella ocasión eligió a los de su raza por encima de sus amigos... ¿por qué iba a ser diferente ahora? ¿Por qué iba a abandonar la seguridad y la alegría del Refugio para jugarse la vida en una batalla que no era la suya, en la que sólo les involucraba la amistad? Además, eran sus amigos, pero... ¿hasta qué punto eran amigos de Clyven? El lobo era muy desconfiado y había aceptado a los demás sólo por ella. Era cierto que había cambiado, que se mostraba más cercano con ellos, pero, en ese instante, no estaba segura de hasta qué punto habían caído sus barreras.
Y tras ver que el trato cariñoso del mercenario no estaba dedicado exclusivamente a ella, se planteaba incluso si ella misma había sido capaz de colarse entre todos aquellos muros invisibles que rodeaban el alma de Clyven o si, por el contrario, tenía un abismo infranqueable bajo los pies, a punto de lanzarse al vacío para intentar rozar un corazón que estaba demasiado lejos.
Hacía años que el licántropo no veía a aquellas personas y, sin embargo, se comportaba como si nunca se hubiesen separado. Con ella fue tan diferente. Sus encuentros no fueron lo que se dice amistosos. Más bien fueron todo lo contrario: fríos, distantes... agresivos. Ni siquiera entendía cómo había llegado a sentir algo por él después de que hubiese intentado matarla. 
Plic.
Se sorprendió al ver la gota de agua en su mano. Estaba llorando. Necesitaba sacar todas aquellas dudas de su interior y las lágrimas eran un medio tan útil como otro cualquiera. La rabia, la impotencia, el miedo, la soledad. Todos y cada uno de esos oscuros sentimientos resbalaron por sus mejillas. Escondió la cara entre las manos para evitar que los finos oídos lupinos captasen su llanto y, cuando el dolor se alojó en su pecho, se dejó caer hacia el lado y se acurrucó sollozando en silencio hasta quedarse dormida.

Cuando despertó notó algo sobre ella. Alguien había entrado en la habitación y la había arropado. Abrió los ojos y se encontró frente a ella a Clyven, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, apoyado un codo en la rodilla y la barbilla en la mano, mirándola en silencio. Al ver que estaba despierta, el hombre lobo sonrió.
–Clyv –murmuró pasándose los dedos por los ojos–, ¿cuánto tiempo llevas ahí?
–¿Acaso importa? –respondió él mientras se ponía en pie para sentarse junto a ella en la cama–. Me gusta verte dormir. ¿Te sientes mejor?
Pallas asintió para no preocuparlo, aunque no fuese del todo cierto. 
–¿Pero... ? –insistió el lobo. La conocía demasiado bien para que se le pasase por alto que había estado llorando, pues todavía tenía los ojos enrojecidos.
–Estoy bien, Clyv. De verdad.
–Entonces, ¿por qué has llorado? –indagó suavemente, tomándola de la barbilla para que le mirase–. Tienes los ojos hinchados y rojos. Y esa vocecita no es de encontrarse bien.
–Yo no he llorado, será de dormir –respondió la hechicera tajante, apartando la cara con un seco ademán.
–¿Y la mala leche también es de dormir? –espetó el lobo, levantándose de golpe, haciendo gala una vez más de su escasa paciencia y su genio fácil. Habría abandonado la habitación de no ser por el sollozo que escapó de labio de la hechicera.
Pallas se mordía los labios con fuerza. Lo último que quería era confesarle el ataque de celos que le había entrado un rato antes. Estaba muy segura de que Clyven la quería. Se lo había demostrado muchas veces. Aquel hombre era capaz de hacer lo imposible por ella, sin importar si podía morir en el intento.
Sin embargo, todo lo acontecido en los últimos meses tenía su ánimo mermado. Verse huyendo de todo, despojada de los poderes que la habían acompañado desde que abandonase Láquesis, escondiéndose de todo a lo que habría plantado cara, como un ratoncito asustado que huye las afiladas garras del gato y que por mucho que corra acabará por sentirlas en su piel, incapaz de asimilar el cambio que tomaría su vida en pocos meses más. Se sentía frágil e indefensa y quería refugiarse en sus brazos, quitarse la coraza y dejarse proteger.
Clyven suspiró. Podía ser un bruto. Demasiado, la mayoría de las veces. Pero había una cosa que no podía soportar y era ver a aquella mujer sufriendo. 
–Pall –empezó de nuevo, acuclillándose delante de ella, obligándola a mirarle–. Soy yo. A mí no puedes engañarme. Anda, ven –apremió, ocupando de nuevo un sitio en la cama y tirando suavemente de ella para incorporarla y poder abrazarla– y cuéntame de una vez qué es lo que te tiene así desde que regresamos a las islas. ¿No quieres quedarte en Icarión?
–No es eso. Es todo.
–¿Todo? Creo que voy a necesitar que especifiques un poco más, ¿eh? –sonrió intentando quitarle hierro al asunto.
–Es el estar aquí, el no poder usar la magia, el haber dejado a los demás con todo el problema... y mírame, estoy gorda. Y lo que me falta.
–Estás preciosa.
Las mejillas de la bruja ardieron en cuestión de segundos y se perdió en el oscuro abismo de los ojos del lobo, que la miraban como si pudiese ver su alma a través de sus pupilas.
–Todo va a salir bien –continuó él–. Aquí estaremos a salvo hasta que nazca el niño. Esthia, Níoster y Celeno han estado más de media hora discutiendo sobre lo que vamos a necesitar.
Pallas arqueó las cejas un instante, suficiente para que el licántropo percibiese el gesto.
–¿Qué pasa? ¿No te han caído bien?
–No, sí... No... No lo sé. No me gusta el modo en que se cuelgan de tu cuello.
El lobo rió.
–¿Estás celosa?
–No. Yo no estoy celosa –se puso a la defensiva, cruzando los brazos y dándole la espalda.
–Claro que lo estás, aunque no tienes por qué –en el fondo disfrutaba de verla tan molesta–. ¿Tú no sabes que los lobos sólo nos apareamos con nuestra hembra?
–¡Qué bruto eres a veces! –exclamó girando la cabeza para mirarle. A pesar de lo mucho que le molestaban al principio, se estaba acostumbrando a esas referencias a su parte animal.
–Puede, pero me quieres.
–Mucho. No soportaría perderte –reconoció ella en lo que, se dijo a sí misma, era un arranque de debilidad.
–Eso no va a pasar. Yo siempre voy a estar contigo y si algo o alguien intenta impedírmelo, será la última cosa que haga en su vida –la abrazó con firmeza, tomándola en brazos como si acunase a un niño, y dejó un tierno beso en sus labios–. ¿Y qué más te pasa?
–Que no sé qué vamos a hacer la próxima luna nueva.
El gesto del lobo se ensombreció. Aquel era su problema. De un modo u otro lo solucionaría. Y si para ello tenía que elegir una víctima al azar y dejar que su sangre regase la tierra, no le importaba. Mientras tuviese la más mínima oportunidad de mantener a Pallas a salvo un poco más, no la desaprovecharía.
–De eso ya me encargo yo. Estando en el Refugio no tienes nada que temer. Esthia, Níoster y Celeno te protegerán.
–Ellos no tienen ningún motivo para arriesgarse por mí. Sólo soy una humana más.
–Eres mi mujer, Pallas. Si yo soy parte de la Manada, mi familia lo es conmigo. Y la Manada siempre protege a los suyos. No importa quién tenga la razón o cuál sea el peligro. Te protegerán de todo, incluso de mí.
–No quiero que me protejan de ti. Quiero que no haga falta proteger a nadie.
–Pero eso no es posible, así que tendremos que adaptarnos mientras dure esta situación.
Pallas bajó la mirada. Saber que Clyven estaba dispuesto a todo por protegerla, incluso a matar a inocentes, le hacía sentir inmensamente feliz y, al mismo tiempo, inmensamente culpable. No por la sangre que los colmillos del lobo pudiesen derramar, ni por el dolor que por su causa iba a adueñarse de Karthos, sino por pensar que mejor aquellas vidas que la suya. La naturaleza humana, egoísta hasta el extremo, también estaba arraigada en su interior.
–Tampoco es sólo eso, ¿verdad?
La joven negó con la cabeza.
–Estoy preocupada por los demás –dijo para intentar sacar la anterior idea de su mente, aunque únicamente logró dejarla en un latente segundo plano.
–Pall, no puedes echarte encima todas las preocupaciones del mundo.
–No son todas, solamente son las de la gente que me importa.
–Pueden seguir adelante sin nosotros. Sé que no va a gustarte que te diga esto, pero nadie es imprescindible. Y nosotros tenemos cosas más importantes entre manos.
–Pero... ¿y Cyrus? ¿Qué pasa con él?
–Ya son mayorcitos para resolver sus propios asuntos. Han tomado decisiones y ahora tienen que enfrentarse a sus consecuencias. Nadie dijo que fuese fácil.
–Lo sé, pero no puedo evitar darle vueltas a la cabeza. Tal vez hubiésemos podido hacer algo, no sé.
–Sí, darles una paliza a cada uno.
–¿Tú no tienes otra forma de solucionar las cosas?
–Sí, pero ésa sólo la uso contigo –sonrió guiñándole un ojo a la bruja, provocando que sus mejillas se enrojeciesen de nuevo–. No le des más vueltas, ¿de acuerdo? No vale la pena agobiarse por algo que no puedes solucionar. Tú ahora sólo tienes que preocuparte de comer bien y descansar para que nuestro hijo nazca bien.
–Me resulta enternecedor verte así –sonrió con dulzura.
–No te burles.
–No lo hago. Es que te ves tan adorable. Me parece que voy a tener que llevar dos pañitos para las babas –bromeó antes de esconder la cabeza en su pecho, escuchando los latidos de su corazón.
Aún no estaba del todo bien. Su cabeza seguía trabajando intentando encajar todas las ideas que pululaban por su mente. Pero no quería estropear el momento y prefirió, como tantas otras veces, guardar silencio y dejar que el tiempo se hiciese cargo de todo.

Pasaron los días, hasta superar la semana, y las palabras de Clyven parecían cumplirse al pie de la letra. Níoster y Celeno trataban a la hechicera como si toda la vida hubiese estado con ellas. Esthia empezaba a bromear abiertamente en su presencia, roto el hielo inicial y superado el trago de presentarles a Cessy, una auténtica sorpresa para el mercenario. Incluso los lobos a veces se olvidaban de las limitaciones a las que estaba sujeta la humana, sobre todo a la hora de moverse en la oscuridad, y tenían que volver para buscar alguna antorcha al recorrer el interior del acantilado. Entonces, Clyven les seguía con la mirada, meneando la cabeza con una pequeña sonrisa. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía en paz.


Continúa en: III. Lazos incondicionales.

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