martes, 24 de enero de 2012

JDA II. El calor de la manada. (I)

Durante los dos días siguientes no dejaron de llegar barcos de muy diverso tamaño, desde el lugar más recóndito de las islas, para traer mercancías a la ciudad. Como cada tres semanas, las calles de Karthos se llenarían de gente que venía a vender y comprar todo tipo de productos, desde alimentos cultivados en la fértil tierra de Aqueloo hasta artesanía de Hárpago. Y, como no podía ser de otro modo, los briosos pegasos criados en la cima de Icarión, en la que se alzaba Ilo.
Los icariontes los bajaban al mediodía, volando en formación, unidos unos a otros con cintas de colores vivos y haciendo complicadas combinaciones en el aire. Un auténtico espectáculo que paralizaba toda la actividad de la ciudad, donde todos los ojos seguían el vuelo de hombres y caballos alados.
Pallas llevaba tanto tiempo sin ver aquella maravillosa danza en el aire que en cuanto el sol la sacó del reino de los sueños, se aseó y se vistió, lo más silenciosamente que pudo, para no despertar a Clyven, y abandonó el barco en dirección a una de las calles principales.
Estuvo un rato mirando los puestos, sin adquirir nada, a pesar de la insistencia de los comerciantes y, cansada de abrirse paso entre el gentío que poco a poco había ido abarrotando la calle, encaminó sus pasos hacia la plaza, en busca de un banco para sentarse al sol. Encontró uno vacío y se sentó en la parte que no quedaba a la sombra de la casa cerca de la que estaba, echando la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, disfrutando del alegre calorcillo del sol. Las voces a su alrededor le indicaron que los pegasos habían hecho su aparición y abrió los ojos, mirando al cielo con una sonrisa embelesada en los labios.
Sus pupilas no se separaron de las figuras que poco a poco iban descendiendo, ni su mano del bolsillo de su pantalón, donde guardaba unas pocas monedas. El entusiasmo de la multitud la hacía ser descuidada y, por ello, blanco de pequeños ladrones que aprovechaban el momento.

Cuando los icariontes replegaron sus alas y agruparon a los pegasos para evitar que golpeasen accidentalmente a alguien, retomó su paseo alejándose de las calles bulliciosas.
En mitad de un estrecho callejón que comunicaba la calle principal con una de las paralelas se detuvo, miró de reojo hacia atrás y dijo, alzando la voz:
–Si es algo de valor lo que pretendes sacarme, ni te molestes, no llevo nada.
Una solitaria carcajada divertida confirmó sus sospechas, alguien le seguía. Se giró despacio y llevó su mano derecha hacia su espalda, donde escondía su daga.
–Maldición –masculló. La daga no estaba allí. Las islas eran un lugar medianamente tranquilo y no creyó necesitarla para pasear por el mercado.
Frente a ella se alzaba ahora un hombre joven, de aproximadamente su edad, alto y atlético, de cabellos oscuros, que caían en mechones revueltos, mojados, y ojos azules, entrecerrados al tener el sol de cara, apenas visibles en su tez morena. Bien parecido, con una gran sonrisa confiada que daba la sensación de que mantendría conversación hasta con las piedras. Sus ropas, sencillas, hacían pensar que, si bien su posición no era acomodada, tampoco le faltaban recursos para vivir. O sabía administrarlos. Un hombre, en apariencia, normal. Casi se arrepintió de que sus primeras palabras hubiesen sido tan secas.
-Vamos, señorita, no se asuste, que no muerdo –indicó, caminando hacia ella. Por fin la sombra alcanzó su rostro y pudo abrir los ojos normalmente-. O sí –añadió, guiñando el izquierdo hacia la hechicera-. No soy un ratero. ¿Tengo pinta de ser de los que atacan a una mujer sola e indefensa?
¿Indefensa? Pallas frunció el ceño. ¿Quién era indefensa? Aunque tuvo que reconocer que sí, que esos momento los era, pues no podía usar la magia. Y ni siquiera llevaba la daga con ella. Aunque poco podría haber hecho incluso empuñándola. El cuerpo a cuerpo era cosa de Clyven, no de ella. No tenía ni la fuerza, ni la resistencia, ni la habilidad necesaria para tener una mínima posibilidad contra aquel joven, cuyos músculos, fibrosos y bien definidos, se intuían en los lugares donde la tela mojada de la camisa se pegaba a ellos. Su daga de plata no le serviría. Era un metal endeble para hacer armas, pero muy efectivo para la misión que tenía encomendada.
Chasqueó la lengua apenas el desconocido se detuvo junto a ella, apoyando el antebrazo en la pared que tenía más cerca. Una actitud chulesca que muchos hombres mostraban ante las mujeres, como si estuviesen seguros de que iban a sucumbir a sus encantos. Sintió ganas de poner los ojos en blanco y resoplar.
–Entonces, ¿por qué me sigues? –indagó procurando que su voz sonase amable, pero firme. Intentaba aparentar tener más sangre fría de la que en realidad tenía. Su único pensamiento se centraba en cómo evitar una situación que pudiese acarrear el más mínimo daño para la criatura que se iba desarrollando en su vientre.
–Para que me lleves hasta él.
Esas palabras la dejaron helada. La tranquilidad y seguridad con que habían sido pronunciadas, la sonrisa que no se borraba de aquel rostro, el brillo predador en esos ojos azules como el mar que rodeaba Icarión. Contuvo la respiración. La única persona a la que ella podría llevarle era hasta Clyven. ¿Tan rápido habían descubierto que estaba allí? Es más, ¿todavía mantenía Galbraith el precio sobre su cabeza? El hombre alzó la mano, apartando un rizo de la frente de Pallas y llevándolo hacia engancharlo tras su oreja, sin perder la sonrisa. Hasta que una voz les interrumpió.

Cuando Clyven despertó, se encontró la otra mitad de la cama vacía y que faltaba la ropa de la hechicera. La había escuchado levantarse y vestirse, pero no le había dado importancia. Pallas siempre se despertaba mucho antes que él. Había dado por sentado que subiría a cubierta y se pondría a disfrutar del sol o a leer algún libro de los que llevaba a bordo, y se había dado media vuelta para seguir durmiendo. Pero ahora no captaba su olor con la intensidad necesaria para asegurar su presencia en el Odiseo. Su aroma lo impregnaba todo, pero sólo era un rastro.
Se levantó soltando una ristra de palabras malsonantes y se vistió con la misma ropa que había llevado el día anterior y que Pallas había recogido del suelo y dejado doblada sobre la silla. Se pasó las manos hacia atrás por el pelo, dando con eso por concluido su aseo y salió a buscarla. No sabía cuánto tiempo hacía que se había ido, por tanto podía estar en cualquier parte. El bullicio de la gente en el mercado hacía casi imposible seguir su rastro. Muchas personas habían estado junto a ella en algún puesto o se habían tropezado con la bruja, llevando con ellos restos de su olor, lo que dificultaba aún más su tarea, pues le ofrecían falsas señales. Maldijo entre dientes, haciendo una lista de todos los vocablos aprendidos durante sus largos días de mercenario, y continuó buscando.
Al llegar a la plaza, junto a un banco, su rastro se hizo más intenso. Se sintió un tanto aliviado. Había estado allí sentada y había evitado el gentío moviéndose pegada a las fachadas de las casas, dejando una estela mucho más perceptible. Poco a poco fue aumentando su seguridad de que estaba cerca, pues el olor se hacía más fuerte.
Y entonces la vio. Estaba al otro lado de la plaza, en un pequeño callejón con un desconocido. ¿Quién demonios era ese tipejo y qué hacía con su mujer? ¿Por qué la tocaba de esas maneras, como si la conociese? ¿Y por qué se dejaba ella? Los celos del licántropo, siempre prestos a aparecer en situaciones como aquella, unidos a su afán sobreprotector con la bruja, hicieron que apretase fuertemente los puños y se encaminase hacia ellos con grandes zancadas, sin importarle si arrollaba a alguien en el proceso ni pararse a ofrecer disculpas.
Conforme cruzaba la empedrada plaza, su fino olfato fue separando los olores que lo rodeaban. Esbozó una sonrisa al reconocer por fin el que pertenecía al hombre que se interponía entre él y la hechicera. Había cambiado mucho su aspecto. Tanto que a simple vista nunca lo hubiese reconocido, pero el olor era algo que nada ni nadie podía cambiar.
–¿Tanto te cuesta encontrar a una mujer que tienes que perseguir a la mía? –dijo, deteniéndose tras él.
Pallas se sintió inmensamente aliviada al escuchar la voz del hombre lobo y soltó un quedo suspiro, liberando el aire que retenían en los pulmones. Mas al instante se le encogió el corazón de nuevo. Sin quererlo, le había dado al desconocido lo que buscaba.
–Sabía que ella me llevaría hasta ti –respondió, dando media vuelta para mirarlo–. Maldito cabrón, me sorprende que aún tengas la cabeza sobre los hombros. Podías haberme enviado un mensaje antes de venir y te hubiese preparado un buen recibimiento.
Ante el asombro de la mujer, ambos hombres se fundieron en un amistoso abrazo; estrecho, fraternal, casi podía decir que había oído crujir las costillas de alguno de los dos. Era muy extraño ver a Clyven tener esas muestras de afecto tan efusivas con alguien que no fuese la hechicera. Y, no contento con eso, dejó un beso en cada mejilla del otro varón, recibiendo igual saludo a cambio; una costumbre enéidica que Pallas se había empeñado en mantener aun a pesar de estar lejos del archipiélago, pero que Clyven había relegado al olvido desde que partieran en el Odiseo al exilio. De modo que cuando dejaron de palmearse las espaldas y se giraron hacia ella, la encontraron con la ceja alzada, los brazos cruzados y todo el peso de su cuerpo apoyado en una pierna, mientras con la otra, golpeaba suavemente el suelo.
–¡Clyven! –exclamó sorprendida, sin acordarse que no debía emplear aquel nombre–. ¿Quién se supone que es éste?
–Pero, ¿cómo? ¿No le has hablado de mí? –interrumpió el desconocido sin dar tiempo a Clyven a intentar pronunciar una sílaba siquiera. Chasqueó la lengua molesto, mirando de soslayo al mercenario y, dándole la espalda, con un exagerado gesto de desprecio, volvió a dirigirse a Pallas con la mejor de sus sonrisas–. Mi nombre es Esthia Vikórida –informó con galantería, tomando delicadamente la mano de la joven y depositando en ella un suave beso con una reverencia.


Continúa en: El calor de la manada. (II)

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