sábado, 3 de diciembre de 2011

JDA I. Buenas nuevas en malos tiempos. (III)

El sol se ocultó en el horizonte y la noche se extendió por cada rincón de la isla. Clyven dejó a la hechicera dormida en el barco y recorrió la pasarela de madera hasta que sus pies descalzos se hundieron en la arena. Caminó hacia la pared de roca de Icarión sin prestar atención al rastro que dejaban sus huellas en la blanca arena, pues se perdería al llegar a tierra más firme. Levantó los ojos al cielo y soltó un amargo suspiro. La Dama de Plata no brillaría esa noche.

Recorrió la calle principal de Karthos hasta salir de la villa por el lado opuesto. Sólo cuando estuvo lo suficientemente lejos de la última casa como para saberse a salvo de miradas indiscretas, el mercenario echó a correr. Sus piernas de humano, fuertes y bien entrenadas en los caminos, le llevaron hasta la pared de roca, pero no pudo llegar más allá. No logró alejarse todo lo que deseaba antes de notar su pulso y su respiración acelerarse por algo más que por la carrera. Las grandes bocanadas de aire que llenaban sus pulmones, haciendo subir y bajar su pecho, no parecían ser suficiente. Sus músculos empezaron a contraerse y relajarse contra su voluntad. Dolía. Dolía demasiado. Apretó la mandíbula para no gritar, pero el dolor de sus huesos adaptándose a su nueva morfología era demasiado intenso. El grito que escapó de su garganta humana terminó convertido en un largo aullido. Sus rasgos se afilaron hasta el límite entre el hombre y la bestia, su cuerpo se cubrió de un espeso pelaje negro en el que únicamente contrastaban sus ojos ambarinos y sus largos colmillos.
Aparentemente era el mismo de siempre, con aquella forma híbrida que empleaba a veces para luchar, pero en su interior algo era diferente. La involuntaria transformación no era sencilla y rápida como las demás. Era lenta y dolorosa, preludio de lo que ocurriría después. Su consciencia humana se veía relegada a un segundo plano, tan oculta bajo la sed de sangre que nada podía hacer para evitar que su demonio interno se adueñase de sus actos. Y cuando resurgía, solía ser demasiado tarde.
Un segundo aullido rompió el silencio de la noche en Icarión. Clyven regresó siguiendo su propio rastro. Hacia ella. Quería sangre. Su sangre. Y si nadie se lo impedía, la tendría. Cuanto más la probaba, más la deseaba. Cuanto más impregnado estaba su olor en su piel, más ansiaba hacerla suya.
Su regreso fue mucho más rápido que su huida, su instinto depredador lo guiaba entre las sombras, rápido y certero. Pronto el calor de la sangre bajaría por su garganta. Y ese pensamiento era suficiente para hacer que se sintiese extasiado y eufórico.
¿Um? Se detuvo en seco, olisqueando el aire. ¿Qué era aquello? Un nuevo olor atrajo su atención hacia las callejas laterales. Siguió el rastro hasta su origen o, más bien, hasta aquellos que lo iban dejando y que nunca alcanzarían su destino. Una pareja, apenas unos chiquillos que no sobrepasaban los quince años, se comían a besos en la oscuridad del callejón. Poco a poco la lujuria se fue haciendo señora de sus cuerpos y fueron desprendiéndose de las prendas que los cubrían, hasta tener libertad suficiente para consumar su pasión. Los jadeos, la concentración hormonal y el sudor llegaron hasta el licántropo con fuerza y una macabra sonrisa asomó a su rostro.
¿Por qué esperar más? Sólo oler aquellos cuerpos y escuchar los acelerados latidos de sus corazones, se le hacía la boca agua. Un aperitivo antes del plato principal.

Se mantuvo entre las sombras y se abalanzó sobre el muchacho, que mantenía a la joven aprisionada entre su cuerpo y la pared, sosteniendo su peso por los muslos, con sus piernas alrededor de la cintura. Ninguno de los dos tuvo tiempo de reaccionar. Las fauces del lobo se hundieron en la carne del joven, abriéndose paso hacia la yugular. Bebió con ansia su sangre apenas unos segundos. Hasta que el grito de la chica le perforó los tímpanos. Dejó entonces caer al joven y se dirigió hacia ella. La tomó del cuello con las garras y le dedicó una sarcástica sonrisa antes de acabar con su vida.
Bebió de su cuello hasta que su corazón se detuvo. La dejó caer sobre el cuerpo de su interrumpido amante al pasar sobre él y emprendió su camino de regreso hacia el Odiseo, donde le esperaba su postre.

–¡¡Cl... Hamal!! –exclamó Pallas al intuir su silueta acercándose en la oscuridad por la pasarela del puerto. Hacía tanto tiempo que no le llamaba por aquel nombre que casi se le había olvidado que debía utilizarlo. Bajó del Odiseo y recorrió las maderas corriendo hacia él. Gracias a la oscuridad del lugar no se percató de que la ropa del licántropo estaba hecha jirones y cubierta de sangre.
Clyven la estrechó con fuerza entre sus brazos, humanos de nuevo, mientras sus músculos, tensos al verse descubierto por la hechicera, se relajaban. Al menos había regresado hasta ella lo suficientemente satisfecho como para poder controlarse.
–¿Cómo se te ocurre irte sin decirme nada? Me tenías muy preocupada –reprendió la hechicera–. ¿Dónde has estado? Estás empapado –dijo ella pasándole las manos por el pecho y descubriendo así la roturas de la camisa–. ¡Por todos los dioses, ¿estás herido?! Ven, vayamos al barco para que te vea –le urgió cogiendo su mano y echando a andar hacia la pasarela que permitía subir al barco.
El licántropo la siguió en silencio. Pensando cómo encarar lo que ocurriría en cuanto la luz de las velas revelase su crimen.
–¡Clyven! ¡Por los ojos de Laetania! ¿Qué ha ocurrido? –preguntó asustada de nuevo al ver su ropa y su piel manchadas de sangre, examinando cuidadosamente cada centímetro de su cuerpo en busca de heridas. Clyven se había limpiado la boca con el antebrazo, pero el resto de sangre seguía pegada a su cuerpo.
–Estoy bien, Pall –explicó él desviando la cabeza cuando la joven le empujó suavemente del mentón para comprobar la integridad de su cuello–. No es mía.
–¿Entonces?
–Lo siento... yo –empezó apartando la mirada de ella.
–Lobito, cuéntame que ha pasado –le animó suavemente ella sin reparar en que aquella noche era más oscura que las demás, pues sus ojos seguían recorriendo el cuerpo de su pareja para estar segura de que estaba ileso–. Dime que no han sido los soldados intentando detenerte.
–Shyd no brilla esta noche en el cielo –sentenció sin despegar la vista de las botas de Pallas.
La hechicera se cubrió la boca con una mano, ahogando una exclamación. La realidad había caído sobre ella como una losa. Había estado tan emocionada con la idea de ser madre que se había olvidado por completo de la última luna llena. Sus dedos bajaron hasta rozar la cicatriz que marcaba la curva entre su cuello y su hombro. Clyven había entrado en aquel estado de inconsciencia que muchos llaman furia, en el que su mente y su cuerpo únicamente clamaban por sangre para sobrevivir, era incontrolable, inevitable, y en el que era incapaz de diferenciar amigos de enemigos, en el que sus colmillos marcaban la piel de Pallas mes a mes.
–Pero, Clyven... –a solas en su barco no importaba qué apelativo emplease.
–¿Qué querías que hiciese? –respondió mirándola a los ojos–. Tú no puedes hacer magia. No puedes defenderte.
Una punzada de culpabilidad se clavó en el pecho de la joven. Al igual que no podía emplear su poder para atacar o defenderse de sus enemigos, tampoco podría hacerlo para detener la sed de sangre del hombre lobo. Clyven la protegía de todo, pero... ¿cómo se protegía de él?
Un inocente había muerto por ella. No una, sino dos veces. Y si no podía recuperar sus poderes, no serían los únicos.
–Si... si intento hacer algo puede ser peligroso para el bebé –alegó dudosa, poniendo las manos sobre su vientre.
–No vas a intentar nada. Vas a asegurarte de tener a mano un arma de plata. Y vas a usarla.
–Ni hablar. No pienso ponerte en peligro de esa manera. La plata podría matarte.
–Será más peligroso si no lo haces, Pall. Yo no podré controlarme y, si tú no puedes hacerlo, es posible que llegue a matarte. Y sabes que no soportaría eso –susurró acariciando su mejilla y obligándola suavemente a levantar la cabeza para mirarla a los ojos.
–Puedo intentarlo.
–Bien –dijo él poniéndole la mano en el hombro y apretando ligeramente–, hazlo. Tenemos que estar seguros de que podrás pararme o buscar el modo de mantenerte lejos de mí.
La joven asintió, se separó un poco de él y cerró los ojos.
–Mitai... –se detuvo. No sentía el cosquilleo que recorría su cuerpo cuando invocaba un hechizo. Se aclaró la garganta carraspeando un poco y empezó de nuevo–. Mitai hemóparkos khiaralampos –recitó de un tirón. Pero nada ocurrió. Abrió los ojos y con un hondo suspiro miró al lobo–. No puedo. Es imposible. Ni siquiera noto el fluir de la magia. ¿Qué vamos a hacer?
–Lo mismo que esta noche, Pall –respondió con la mirada fija en algún punto del infinito. Si tenía que matar lo haría. No sería la primera vez. Ni la última. Hacía años que había aprendido de la manera más dura el peso de la conciencia; soportaría tener algo más pesando en ella–. Tú asegúrate de mantenerte lejos y con plata cerca.
–No, Clyven. Encontraremos otra manera –suplicó agarrándose a los trozos de tela de su camisa.
–Tiene que ser así, Pallas. No puedo evitarlo. Sabías que sería así desde te hice esta cicatriz –acarició con las yemas de los dedos la marca blanquecina que sus colmillos habían dejado en el cuello de la bruja–. Tal vez nunca debiste venir conmigo.
–Nada me hubiese impedido subir a este barco. ¿Me oyes?
–Te mereces algo más que un asesino.
–Pero es a ti a quien quiero, Lobito, con lo bueno y con lo malo –sonrió escondiendo la cara contra el pecho del licántropo.

Cuando el sol se alzó sobre las islas, lo único que quedaba en el Odiseo que recordase lo ocurrido durante la noche eran las cenizas de la ropa del mercenario, que se mezclaban con la espuma del mar bajo la quilla del barco. El revuelo de los soldados yendo y viniendo por la ciudad, siguiendo el rastro de sangre hasta la playa, les hizo salir a cubierta. Se miraron a los ojos, recordando la conversación que habían mantenido de madrugada, entre las sábanas, en la que habían acordado fingir que ninguno de los dos había puesto un pie fuera del navío. Pallas sabía guardar un secreto. Ocultaba más de uno. Clyven estaba demasiado acostumbrado a mentir, pues de ello dependía su supervivencia, y por mucho que en el estado de inconsciencia su parte humana no pudiese tomar precauciones para no ser descubierto, los instintos depredadores del lobo que habitaba en su interior se encargaban de ello. Si mataba por trabajo, era sigiloso, rápido y certero. Si lo hacía por placer, era invisible.

Uno de los soldados que pululaban por el puerto se detuvo en la pasarela ante el Odiseo y levantó la vista hacia ellos.
–Vosotros, bajad del barco –ordenó en un tono lo bastante amable para resultar educado y lo bastante firme para hacerse obedecer–. ¿Hay alguien más a bordo?
Pallas sintió que el pecho se le encogía. La inseguridad la abordó un instante, pero se esfumó al notar los dedos de Clyven entrelazarse con los suyos y tirar suavemente de ella para abandonar su navío.
–¿Ocurre algo? –indagó el mercenario al llegar junto al soldado, echando una mirada hacia la playa, donde se arremolinaba una multitud. A pesar de que sabía perfectamente a que se debía tanto revuelo, aguzó el oído para intentar entender algunas palabras, pero las inconexas frases que lograba hilar no le revelaron hasta qué punto estaban sobre la pista del asesino.
–¿Vuestro nombre? –desvió el tema el soldado.
–Hamal. Ella es Pallas, mi mujer –añadió antes de que el otro hombre tuviese tiempo de preguntar.
El militar hizo una leve inclinación de cabeza hacia la joven, a modo de saludo, que ella devolvió un tanto dubitativa.
–¿Queda alguien en el barco? –insistió el militar volviendo a dirigirse a Clyven.
–No –respondió apartándose de los tablones que permitían subir a la cubierta, sin soltar la mano de Pallas y atrayéndola junto a él, protector–. Podéis subir a comprobarlo si queréis.
El soldado indicó a un compañero que estaba sobre la cubierta de un barco cercano que echase un ojo a la pareja y se adentró en el Odiseo para comprobar que, efectivamente, ellos dos eran los únicos tripulantes.
–Clyv –susurró Pallas pegándose a él, para que únicamente su fino oído de lobo pudiese captar sus palabras–, ¿estás seguro de que todo saldrá bien?
–Claro –respondió él con la mayor seguridad posible–. Tú sólo finge no saber de qué va todo esto y déjame a mí los soldados.
–Bien, no hay nadie –comentó el militar regresando junto a ellos–. ¿Han pasado aquí toda la noche?
Pallas asintió. En su caso era verdad. Clyven también asintió con un seco cabeceo y un afirmativo gruñido.
El soldado los miró alternativamente, como si con su sola mirada pudiese comprobar si decían o no la verdad.
–Mi mujer está embarazada –informó el lobo empujado ligeramente a Pallas por los riñones, para que arquease ligeramente la espalda y se hiciese un poco más evidente la leve curva que empezaba a dibujarse–. No es buena idea que ande trasnochando.
–¿No han escuchado nada raro?
–Nos dormimos temprano, llegamos ayer a las islas y el viaje ha sido muy largo. No hemos oído nada.
–¿De dónde vienen y qué hacen en Icarión? –preguntó el soldado frunciendo ligeramente el ceño un instante.
–Del continente, de Camelot.
–Yo... –intervino Pallas, intentando echar una mano al lobo, sabiendo que ella tenía más imaginación para inventar una excusa creíble–, tengo familia en Láquesis y veníamos a pasar una temporada con ellos. El clima de las islas es más favorable para el bebé.
–¿Va a decirnos qué ocurre? –insistió el mercenario.
–Mis órdenes me prohíben facilitar información, espero que lo comprendan. Buenos días –se excusó antes de marcharse.
Si sospechaba de ellos, no lo dijo. Simplemente se marchó a continuar revisando otros barcos, tal y como se le había mandado.
Pallas y Clyven subieron de nuevo al Odiseo. Pallas renegó entre dientes de los modales del soldado y recorrió parte de su árbol genealógico de no muy buenas maneras al descubrir que había buscado hasta entre su ropa. Clyven se limitó a mirarla alzando una ceja y empezó a recoger algunas prendas que habían acabado en el suelo.
El ir y venir de los soldados no cesó en todo el día. Revisaron cada rincón del puerto y los alrededores de la playa. Incluso se veían icariontes sobrevolando Karthos y acercándose hasta las primeras grutas de la parte exterior de los acantilados, donde, para un humano, el simple hecho de acercarse era, no una temeridad, sino casi un suicidio.
La joven hechicera esbozó una sonrisa al ver a los hombres alados pasar sobre los tejados, pero su gesto estaba empañado por la tristeza. Hacía años ella también había recorrido los cielos con Dangged, su maestro, y recordar el modo en que sus caminos se habían separado no era agradable. Prefería recordar al mago icarionte intentando pacientemente que ella dominase la magia, o escuchando sus interminables peroratas por los caminos.
–Hay demasiado revuelo –comentó minutos más tarde, mientras comían en la misma taberna que el día anterior, mirando a ambos lados antes de abrir la boca, por si había oídos indiscretos–. No sé si es buena idea quedarse aquí.
–Si nos vamos ahora, levantaremos sospechas. Quedémonos un par de días más, hasta que los ánimos se hayan calmado un poco.
–O hasta que te descubran. Les hemos dicho a los soldados que estábamos de paso, que íbamos hacia Láquesis.
–Y nos iremos, pero primero tenemos que conseguir provisiones y descansar unos días. Tú no estás en condiciones de subirte al barco tan pronto.
–Me parece muy mal que uses mi embarazo como excusa –replicó molesta, entrecerrando los ojos, recibiendo como respuesta una gran sonrisa triunfal por parte del lobo, al tiempo que se dejaba resbalar por el asiento de madera hasta el borde el mismo, separando las piernas y con la espalda arqueada contra el respaldo.


Continúa en: II. El calor de la manada.

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