martes, 29 de noviembre de 2011

JDA I. Buenas nuevas en malos tiempos. (II)

–Tened cuidado –repitió una vez más en el borde del puerto–. Y... y avisadme en cuánto nazca.
–Paladín, ya te entendí la primera vez que lo dijiste –gruñó el lobo. Desde que todos habían conocido la noticia, parecía que los ánimos estaban un poco más alegres. Una buena nueva que venía a aliviar un poco la tensión de las últimas semanas–. Como tuviese que avisarte por cada vez que lo has dicho tendría que empezar ahora.
–Aparta, pesado –Elanor soltó una risita divertida y empujó suavemente al joven caballero para poder despedirse de sus amigos–. Que los vientos os sean propicios –deseó abrazando a Pallas.
–Gracias, Ela. Cuidaos mucho –sonrió la hechicera soltando a la elfa para atraer junto así al pícaro–. Sobre todo tú, Kai, que tienes que cuidarlos a todos.
El chico asintió con determinación y se apartó para dejar hueco al resto de despedidas.
–Espero que no se parezca a ti, Clyven –comentó Sad.
–¿Y eso por qué, Señorita Colmillos?
–Porque con uno como tú el mundo ya tiene suficiente –bromeó la vampiresa.
–Dí más bien que tú no das para más –rebatió el lobo.
Los abrazos y los buenos deseos se prolongaron unos minutos más, hasta que Clyven y Pallas subieron a la cubierta del barco enéidico que una vez les sacara de las islas y desplegaron sus velas.
El viento infló las lonas y sacó el barco del puerto. Clyven se adueñó del timón y dirigió el barco sobre las suaves olas. Pallas se poyó en la baranda de madera que coronaba la popa, con los ojos fijos en el puerto, donde aún se hallaban sus amigos, hasta que se hicieron tan pequeños en la distancia que no podía distinguir a unos de otros.
–Clyv –murmuró girándose hacia el licántropo–, ¿crees que estamos haciendo lo correcto?
Clyven ancló el timón para mantener el rumbo y se acercó a ella.
–Por supuesto, Pall. Tú no puedes arriesgarte a una batalla y yo no voy a dejarte atrás sola. Todo saldrá bien –animó abrazándola.
–Pues deberías empezar por sacarnos del puerto de una pieza, cariño. Mejor coge el timón, que todavía encallamos en las rocas –rió separándose de él y dándole una palmadita en el culo para que se apresurase a cumplir sus indicaciones.

Clyven apartó con cuidado la cabeza que reposaba sobre su hombro y se levantó de la cama. Se acercó a la ventana para observar el mar en calma reflejando la luz de la luna menguante. Apenas habían pasado un par de días desde que brillase llena en el cielo, pero ya se notaba la sombra que difuminaba su perfecta redondez.
El licántropo volvió sobre sus pasos para arropar a la hechicera antes de abandonar la alcoba, donde aún eran más que evidentes la concentración de hormonas y el sudor después de la apasionada batalla que habían librado. Sonrió, con aquella mueca entre sarcástica y divertida que asomaba a sus labios con mil significados diferentes, dependiendo de la situación. Le resultaba gracioso verla entre las sábanas, dormida con su camisa puesta, como si le avergonzase quedarse desnuda aunque estuviese a solas con él. No lo entendía. No había nada de ella que no hubiese visto antes, pero aun así, Pallas siempre se ponía su camisa después de hacer el amor, se escondía entre las sábanas y se dormía en sus brazos. Era parte del ritual.
Subió a cubierta, sin preocuparse de cubrirse. Era su barco, estaban solos y en mitad del océano. El barco aún guardaba restos del olor de sus compañeros, pero el salitre del mar se estaba encargando de hacerlo desaparecer para dar paso a su característico aroma. Al principio había renegado tanto de tener extraños en su barco... y ahora lo que le resultaba extraño era estar a solas con Pallas. Se había acostumbrado a la presencia del resto del grupo y a tan sólo un par de días de la separación, aún estaban demasiado "presentes".

El viaje de regreso a las Islas Enéidicas no se haría tan largo como habían pensado en un primer momento. Apenas dos semanas después de haber dejado atrás a sus compañeros y casi sin incidentes, salvo los achacables a la marea y alguna que otra discusión sobre el rumbo, que por poco no acaban con el barco a pique, divisaron la primera de las islas: Icarión. Era una enorme columna de roca oscura que surgía de las aguas, con acantilados tan altos y escarpados que resultaba imposible ver su cima. Tan sólo al este había una zona a nivel del mar, con una playa de arena dorada que daba paso a una no muy abundante vegetación que se extendía durante los poco menos de tres kilómetros que separaban la playa de la pared de piedra. La ciudad de Karthos se alzaba junto al puerto, con sus casas pequeñas, de madera y piedra, con tejados de caña cubiertos de pez para que no calase la lluvia. Las tres calles principales eran amplias y discurrían desde el puerto hasta el final de la ciudad, donde comenzaban los caminos que se adentraban en la montaña. Entre una y otra, las pequeñas calles que separaban las casas permanecían siempre a la sombra. Era una ciudad de pescadores y comerciantes, muy próspera puesto que por allí debía pasar todo lo que llegaba a la isla por mar. Siguiendo los caminos excavados en la dura piedra de los acantilados se llegaba al interior de la montaña. Hacia la mitad del trayecto a la cima, la columna de roca se dividía en otras tres, que formaban un cráter en cuyo interior se alzaba un frondoso bosque, con árboles de largos y rectos troncos grisáceos y copas estrechas y puntiagudas, como si miles de lanzas verdes saliesen de la tierra para proteger el Templo que estaba en su centro. Un sencillo edificio de piedra blanca, cubierta de enredaderas por varios sitios, con el tejado a dos aguas y grandes puertas de madera y hierro. En la explanada que se abría ante su entrada, una estatua de la diosa Briseida vigilaba el lugar. Y, por último, al final de los tres caminos, sobre cada una de las cimas de los pilares de piedra, las tres ciudades de los icariontes, los hombres alados. Ilo al norte, Trida al sur y Helenieas al suroeste, eran agrupaciones de construcciones de madera y caña que, desde fuera, parecían enormes nidos que se pegaban por doquier a la roca del acantilado, a los que se accedía por una trampilla en la parte inferior. Sin embargo, en su interior eran algo más parecidas a las casas de los humanos, a pesar de que absolutamente todos carecían de un lugar donde encender el fuego para calentarse o cocinar. Los icariontes se alimentaban de pescado y carne crudos. No había puentes entre las ciudades icariontes, pues no eran necesarios para ellos. La única manera de pasar de una a otra, para los que no eran tan afortunados de volar, era descender por el camino de la montaña hasta el que bordeaba el bosque y, desde ahí, tomar el sendero que subiese hasta la otra parte del acantilado. Para hacer aún más impresionante el paisaje de Icarión, dos cascadas caían desde la cima al mar, provocando que la nube blanca de espuma de mar se elevase varios metros. La primera de ella manaba desde una gruta situada bajo los límites de Ilo. La otra, algo más corta, salía de la mitad de la pared rocosa, justo donde ésta se dividía en las dos columnas que daban soporte a Helenieas y Trida.
–Mira, ahí está Icarión –indicó Clyven señalando la lejanía.
–Ahí, ¿dónde? Yo no veo nada.
–Humana cegata –murmuró Clyven, ganándose una ligera torta en el brazo.
–¡Eh! ¡Que no es mi culpa si no veo a tanta distancia como tú!
–Pall, es una montaña enorme. Hasta tú deberías verla.
–¿De noche? –ironizó alzando la ceja–. Clyven, no pidas peras a los olmos. Ya lo veré por la mañana. ¿Estás seguro de que quieres ir a Icarión primero? –preguntó sentándose en la cubierta, apoyada en la baranda de madera.
Clyven la miró unos segundos antes de responder. Sabía que aquella isla traía muchos recuerdos a la hechicera, algunos de ellos amargos, pero prefería no remover el pasado.
–Si lo prefieres, podemos desviarnos a Telxiepia o, incluso, llegar hasta Parakalia –susurró dejándose caer junto a ella, quedando ambos con la espalda apoyada sobre la borda de estribor–. De ahí a Kálintegth hay apenas dos días de viaje.
–¿Telxiepia? Claro, no ves tú que un lugar habitado por cíclopes es el sitio más seguro de todo el archipiélago.
–Vale, vale, Telxiepia no. Pero Parakalia está bien y queda mucho más cerca de Láquesis.
–No quiero volver a casa aún, Clyv –respondió Pallas apoyando la cabeza en su hombro–. Icarión estará bien. Es sólo que... me preocupa lo que pueda pasar contigo.
–¿Conmigo? ¿Qué va a pasarme a mí?
–¿Se te ha olvidado por qué motivo nos fuimos de las islas? –preguntó la bruja con cierta sorpresa. Clyven no podía haber olvidado eso.
–No, pero mientras no me meta en los dominios de tu querido Galbraith, no tendré el menor problema.
–No es mi querido Galbraith –remarcó ella entrecerrando los ojos.
–¿No? –ironizó a sabiendas de lo mucho que le molestaba a la joven aquella retórica pregunta.
–Aquello lo hice por ti, pedazo de idiota insensible.
–Lo sé –sonrió él, dejando que Pallas apretase los puños con rabia antes de volver a hablar–. Todo va a salir bien, ya lo verás.
–Eso espero. ¿Y no podemos ocultar quién eres o algo?
–No creo que sirva de mucho, pero si te quedas más tranquila.
–Cuando lleguemos a Icarión, veremos.
–Como quieras –el mercenario dio por concluida la conversación depositando un beso en los rebeldes rizos oscuros de la hechicera.

Atracaron en el puerto de Karthos al día siguiente, cuando el sol empezaba a caer en el cielo. Su barco se confundía a la perfección con el resto de embarcaciones que flotaban junto a las largas pasarelas de madera que se adentraban como largos dedos en el mar. Clyven fue el primero en bajar y se acercó a uno de los marineros para saber con quién debía hablar sobre la estancia del barco en el puerto y su vigilancia. Pallas se reunió con él en la pasarela.
–Clyv... –rompió el silencio la hechicera, insegura de lo que iba a decir–. No des tu nombre.
–Pall, un nombre no es nada determinante. Ni que fuera el único Clyven de las islas.
–Por favor.
–Está bien –concedió–. ¿Qué nombre quieres que dé?
–Yo que sé. ¿Hamal? Es un nombre que muy poca gente asocia contigo y que no nos será difícil recordar.
–Hacía mucho que no lo escuchaba –pensó en voz alta con una leve sonrisa. Aquel nombre traía a su mente hechos importantes de su pasado y el recuerdo de un hombre: su padre.
Su mirada se ensombreció. Tenía muy pocos recuerdos de él, difusos. Llevándole sobre su lomo o sentado sobre sus hombros, jugando con él, fingiendo no ser capaz de encontrarle cuando se escondía. Había sido un hombre alto y fuerte, de cabello negro y ojos oscuros. Su tío Corbad decía que se parecía mucho a él, sobre todo en el carácter. Aunque en los últimos años, Clyven se había vuelto mucho más serio y reservado. Recordaba a su madre, hermosa y dulce, de la que había heredado pocos rasgos, pero muy característicos, como la forma de la nariz o la manía de pasearse de un lado a otro como una fiera enjaulada cuando algo le preocupaba. Y tenía grabado a fuego en la memoria el día que los habían arrancado de su vida.
–Ellos estarían orgullosos de ti, Clyven. Estoy segura.
–¿Qué importa eso? Apenas me acuerdo de ellos –mintió.
Casi inconscientemente sus ojos se clavaron en el vientre de Pallas, que se había detenido frente a él, cortándole el paso. No quería que su hijo tuviese la vida que él había tenido, feliz, sí, pero una felicidad incompleta. Por eso prefería ser un cobarde y buscar refugio en las islas antes que quedarse y luchar. Quería verlo crecer, llevarlo en su lomo, enseñarle a caminar, a cambiar de forma, a cazar y rastrear... quería dárselo todo a cambio de nada.
Pallas sonrió tomando su mano antes de echar a andar de nuevo.
–Serás un buen padre, ya lo verás.

Tras abonar las tasas del puerto, Pallas y Clyven se adentraron en la ciudad de Karthos, buscando un lugar para comer. Era aún temprano, pero su precipitada salida había hecho que los últimos días los víveres a bordo del Odiseo escaseasen. Ocuparon una mesa junto a la puerta de la primera taberna que encontraron y pidieron comida y bebida. Pallas saboreó su copa de vino como si hiciese toda una vida que no lo probaba. El vino enéidico era uno de los mejores de toda Arcadia y, aunque se podía encontrar casi en cualquier parte, no había nada como tomarlo en las propias islas, acompañado de aquel suave olor a mar que inundaba cada rincón.
–No tenemos dinero para quedarnos aquí más de un par de semanas –calculó la bruja entre bocado y bocado–. Y eso suponiendo que durmamos en el barco y nos ahorremos pagar una posada.
–¿Estás segura de que no quieres volver a Láquesis todavía? –insistió de nuevo el lobo, sentado frente a ella–. A mí no me importa dormir a bordo y cazar o pescar lo que se pueda cuando se nos acabe el dinero, pero no creo que sea bueno para ti. En Láquesis no te faltaría de nada –argumentó, aunque no le atraía demasiado la idea de presentarse en casa de los padres de Pallas, con una mano delante y otra detrás, después de que ella hubiese abandonado las islas únicamente por seguirle.
–No me trates como si fuese una princesita de palacio que nunca ha puesto un pie fuera de casa –respondió Pallas molesta, dejando la cuchara en el borde del plato–. Hemos dormido muchas veces al raso. No va a pasarme nada por dormir en mi propio barco. –Pero necesitas comer. Y comer bien, no cualquier cosa que improvisemos por ahí.
–Pues en lugar de pagar las comidas en la posada compraremos algo en el marcado y nos apañaremos. Y tú buscarás un trabajo que no haga que los demás quieran matarte y nos mantendrás a tu hijo y a mí –zanjó, mirándole con aquella expresión que dejaba claro que no admitiría réplica.
–Como quieras –cedió no muy convencido. 
No tenía ganas de discutir y su mujer estaba especialmente susceptible últimamente, así que prefería darle la razón. Total, estaba seguro que hiciese lo que hiciese, ella terminaría saliéndose con la suya.


Continúa en: Buenas nuevas en malos tiempos. (III)

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