miércoles, 23 de noviembre de 2011

Llamas y Sangre. (II)


Díara alzó la espada, asiéndola con ambas manos para imprimirle más fuerza al golpe, si tenía oportunidad de asestarlo. Ante ella estaba el enemigo. Demasiado alto para golpearlo, demasiado lejos para vencer, demasiado cerca para escapar. Y la apuntaba con una ballesta. Sabía el que el virote era de plata sin necesidad de verlo. Tenía uno clavado en la espalda. Sentía el ardor en la herida, la sangre que empapaba sus ropas, negra, envenenada por el blanco metal. Le dolía respirar. La infección se iba extendiendo poco a poco por su cuerpo y ya había alcanzado sus pulmones.
El jinete disparó. Díara dejó caer el arma cuando sintió el virote atravesar su brazo, de parte a parte, y clavarse tras ella. Clyven comenzó a llorar más fuerte, asustado, aferrándose a su pierna como si quisiese fundirse con ella. La mujer se apretó la herida con fuerza, gritando de dolor, apretando los dientes para no seguir dejando escapar maldiciones. El pegaso descendió hasta estar a un metro escaso del suelo. Cerca de ella. Díara respiraba con dificultad mientras la sangre escapaba de su cuerpo y se iba acumulando a sus pies, poco a poco. El jinete se tomó la libertad de descender de su montura, sabiendo que ella no podría defenderse y, mucho menos, el pequeño. Sonreía bajo la tela oscura que ocultaba su rostro. Con una mano, asió la daga que le colgaba al cinto. Con la otra, se descubrió el rostro.
Varón, rondaba los cuarenta años, de barba poblada y castaña, ojos pequeños y hundidos. En la oscuridad de la noche, la mujer no supo determinar si eran azules o verdes. Sonreía, dejando a la vista unos dientes desiguales. Díara intentó golpearle, pero fue inútil. El humano le devolvió el golpe, un revés en el rostro, como un latigazo, que la hizo caer sobre Clyven.
—Ni lo intentes. O puede que haga algo que no quieras que tu bastardo vea.
La agarró del pelo, tirando con fuerza hacia arriba. Díara no supo sin sentir temor o asco ante aquella mirada cargada de significado. Tampoco tuvo tiempo de decidirlo, pues cayó de nuevo, arrastrada unos metros por el impulso que había dejado a su enemigo bajo una mole de pelaje parduzco.

Talos notaba la tierra bajo sus pies descalzos. Pedazos apelmazados que se deshacían bajo su peso, paso a paso. Había salido de casa con lo puesto, que no era mucho. Tan sólo un pantalón y una camisa tan fina que ni le quitaba la sensación de frío cuando soplaba el viento. Y eso que el propio aire abrasaba. 
—Corre, Alala, date prisa. 
—No puedo correr más rápido. Deberíamos haber ido hacia el templo. 
—¿El templo? ¿Estás loca? Eso es una ratonera. Si nos encerramos allí no habrá por donde escapar.
—Pero no se atreverán a levantarse contra Shyd. Ella nos protegerá.
—Prefiero no comprobarlo. Vamos, un poco más y llegaremos a la plaza.
Acomodó a Celeno en su hombro, ancho y fuerte, propio de un hombre como él, grande, robusto, de gesto serio en la batalla y risa fácil en tiempos de paz. Una risa que no se escucharía aquella noche. Se apartó con la mano libre los mechones oscuros que el sudor pegaba a su frente, sobre sus ojos claros. 
Su hija, una linda niña de dos años, con el cabello castaño claro y un mechón rubio sobre la frente, tan rubio que al sol pareciera blanco, de piel clara y ojos verdes, era un pequeño saco pataleante y asustadizo. Pero Talos corría más cómodo con ella ahí que contra su pecho.
Aunque apenas llegaron a doblar la esquina. Frente a ellos, en mitad de la calle, estaban tres figuras embozadas. Una en tierra, dos a lomos de monturas icariontes. Y les habían visto.
Los gritos provenientes de la casa junto a la que se encontraban, indicaron a Talos que habían encerrado a sus ocupantes para que muriesen devorados por las llamas. Y conocían a aquella familia. Tenían dos niños, de la edad de su pequeña. Estaban allí. Prefirió desechar la imagen que acudió a su mente. Aquel pequeño cuerpo que notaba contra el suyo cubriéndose de ampollas enrojecidas, de llagas sangrantes, el olor a carne y pelo quemados, los gritos de dolor y agonía y la impotencia de no poder hacer nada para impedirlo. La apretó contra su hombro, inconscientemente. 
Celeno se quejó y pataleó, aunque agradecía sentir la fuerza de su padre alrededor de ella. Estaba asustada, no entendía qué pasaba, pero sentía a sus padres demasiado nerviosos. Y eso la alteraba. Se aferró a su madre cuando Talos la dejó en sus brazos para poder plantarse frente a aquellos desconocidos y aguantar hasta que Alala pudiese huir.

La tela se rajó por incontables sitios ante la presión ejercida por sus músculos. Cambiar de fase era un proceso rápido en los adultos, aunque les dejase unos segundos indefensos. El pelaje castaño que cubría su piel se apretaba bajo los jirones de tela hasta que los hizo caer al suelo con las manos, coronadas de firmes garras. Pasó la lengua por los colmillos, fuertes, recios, afilados, dispuestos a desgarrar a su presa. Los restos de saliva los hicieron brillar un instante, reflejando la luz de las llamas.
Sin pensárselo demasiado, se lanzó a la carrera, sobre la figura a pie. Cayó sobre ella como una losa demasiado pesada para que pudiese salir ileso. Sintió el chasquido del hueso bajo él, el grito de dolor que acalló a puñetazos y el olor a sangre al hundir sus garras en la yugular. No tenía tiempo para florituras.
Mientras se levantaba, las plateadas armas de los jinetes cayeron sobre él. Un hacha de hoja sencilla le hizo un corte profundo en la espalda, arrancándole un largo aullido de dolor. La espada corta fue interceptada por sus manos.
Dolía demasiado, pero no tenía más opciones que aguantar. Aguantar lo que pudiese para dar una mínima oportunidad a su hija. Porque sabía que tanto él como Alala harían todo lo que estuviese en sus manos por salvar a Celeno. Por ello apretó los dientes hasta que rechinaron, tiró con fuerza del arma, sintiendo cómo su filo se hundía en la carne, y arrastró con él al jinete.
El pegaso, un animal grande y majestuoso, azabache, se encabritó y galopó unos metros, hasta poder aletear para levantar el vuelo.
Alala tomó entonces una decisión temeraria. Se lanzó contra el cuerpo del pegaso, justo por delante de las alas, y aferró las crines con la mano libre, echándose sobre él.
—Celeno, agárrate fuerte —ordenó a la pequeña.
El animal, asustado, trató de hacerlas caer, pero Alala no cedió en su empeño. Se arriesgó a soltar a su hija sobre la cruz de la montura para poder encaramarse a su lomo. Rápidos reflejos evitaron que Celeno cayese al suelo cuando el pegaso se removió de nuevo, inquieto al notar otra vez peso sobre él. Trotó, galopó, voló. Voló alejándolas del lugar donde Talos retenía a sus embozados atacantes.
Voló alejándolas del bosque, de los humanos y licántropos con los que convivían, de cualquier posibilidad de ayuda.
A varias decenas de metros del suelo, Alala se vio rodeada por otra media docena de jinetes. Demasiados para ella sola. No tenía escapatoria, estaba a demasiada altura para desmontar y no podría huir de todos aquellas figuras embozadas. No sabía si eran hombres o mujeres, estaba casi segura de que serían humanos, pero hasta de sus sentidos empezaba a desconfiar. Apretó a Celeno contra su cuerpo y se lanzó, en un vano intento de atravesar el irregular bloqueo que construían los pegasos, a diferentes alturas, en torno a ella.
Relinchos y bufidos de dolor. Olor a sangre. Espasmos. Alas quebradas, empapadas de brillante rojo. Las lanzas, largas y manchadas de granate de víctimas anteriores, atravesaron el cuerpo del pegaso azabache que la mantenía en el aire. 
Y cayó. Cayó desde tan alto que el sonido de su propia voz le pareció eterno al gritar. Se revolvió, buscando inútilmente una salvación que no llegaría. No había nada ni nadie que pudiese evitarlo. El suelo cada vez más cerca. Más grande.
Un golpe sordo, chasquido de huesos, desgarro de carne. Un leve instante de notar el sabor de su propia sangre inundando su boca. El silencio de su propio corazón. Oscuridad.
Y allí quedaría, tendida en una postura antinatural a causa de la caída, olvidada, la que había sido durante años una mujer hermosa, con un gesto de desesperación congelado en el rostro, la sangre escapando de su cuerpo, lamiendo el suelo mientras se extendía, empapando la tierra.

El licántropo tenía más fuerza que el oscuro jinete y contó con el factor sorpresa de atacarle por un lateral, mientras estaba ocupado intentando acabar con Díara. Ambos rodaron por el suelo, pero Corbad logró acabar encima de su enemigo, a horcajadas sobre sus caderas, de modo que no le permitía mover demasiado las piernas. La daga había quedado junto él, pero lejos de sus dedos. El dolor que sentía en las manos cada vez que golpeaba con todas sus fuerzas aquel cuerpo, compensaba cada uno de los golpes que recibía, en un desesperado intento del humano por liberarse. 
No fue consciente de en qué momento su oponente dejó de devolver los golpes, ni cuándo había dejado de golpearle alternativamente con los puños para pasar a tomar su cabeza con las manos y estrellarla repetidas veces contra el suelo.
—Cordab, déjale ya. Está muerto. 
La voz de Díara, envuelta en sollozos infantiles, le hizo detenerse. Al volver los ojos hacia su hermana, Corbad contempló a una guerrera de mirada feroz, con los labios apretados con decisión, arrodillada en el suelo. Con el brazo sano, sujetaba a Clyven contra ella. El niño escondía la cara contra el hombro de su madre, abrazado a su cuello. 
Se reunió con ella, sin preocuparse de recuperar su apariencia humana. La ayudó a levantarse y cogió al pequeño en brazos. El niño se mostró reacio a soltar a su madre, hasta que se vio envuelto por el pelaje de su tío.
—¿Estáis bien? —indagó mientras revisaba al pequeño. Por suerte, la sangre que le cubría no era suya. Observó entonces a su hermana—. Díara…
—Estoy bien, Corbad. Y nunca me había alegrado tanto de verte —sonrió, acariciándole la mejilla—. Tienes que irte. El Río ya está cerca, puedes llegar a los botes. Vete.
—No. Soy un guerrero, ya tengo edad para luchar y no voy a huir como un cobarde.
—Corbad, por favor. Tienes que llevarte a Clyven.
—Pero…
—Eres su padrino. Juraste que le protegerías. Yo… —se le quebró la voz, no podía poner en palabras lo que sentía. Iba a morir, lo sabía.
—Pero Di… —no pudo continuar hablando, la mirada de súplica de su hermana se lo impedía.
—Cuida de él, por favor. Y tú también cuídate mucho.
El joven licántropo asintió. Abrazó a su hermana con todo el cariño que sentía por ella. Díara le besó la peluda mejilla y luego hizo lo mismo con su pequeño.
—Clyven, mi vida. Ahora vas a irte con el tío Corbad. Mamá va a ir a buscar a papá y luego iremos a buscarte —mintió—. Haz caso a tu tío en todo y conviértete en un muchacho bueno y valiente como él y luego en un hombre fuerte y cariñoso como tu padre. Te quiero. Y papá también te quiere —acariciándole la mejilla, marcada con los surcos de las lágrimas y los restos de sangre, lo besó por última vez. Un beso que sabía a despedida, pero que él, en sus cortos años, no sabía interpretar—. Adiós, mi niño —sonrió sin poder evitar empezar a llorar.
—¿Mami tiene pupa? —indagó el pequeño, alargando la manita para limpiar la mejilla de su madre—. Mami ya no llora. Yo te cuido.
Ni ella ni Corbad pudieron evitar la sonrisa enternecida. Díara volvió a mirar a su hermano menor. 
—Vete.
Se separaron. Corbad echó a correr hacia los árboles que limitaban con la villa, hacia el río, con su sobrino en brazos. 
Clyven se asomó por encima del hombro de su tío para ver cómo su madre le decía adiós con la mano un instante antes de caer al suelo, sin saber que ése sería el último recuerdo que tendría de ella.
—¡Mamá! —gritó, pataleando, para que su padrino le soltase.
Corbad se volvió, deteniéndose un instante, y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para dejar a su hermana morir sola. Era imposible que sobreviviese a las heridas que había sufrido. Desoyendo las protestas y los lloros de Clyven, echó a correr de nuevo hacia la cala oculta. 

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