lunes, 17 de octubre de 2011

La Marca de la Bestia. (IV)

Cuando Pallas y Estella entraron en la habitación, Niké se apartó de la cama y siguió con los ojos cada uno de los movimientos de su madre mientras dejaba el recipiente sobre la mesilla, escurría el trapo y lo pasaba con suavidad por la herida. El rostro de Clyven se contrajo de dolor. 
–Tranquilo, Lobito –susurró Pall, para luego dirigirse a la niña, –Niké, vete al salón con Francis o a la calle con tus hermanos.
–Pero… –La joven licántropo iba a protestar. Ella quería una explicación. Se la merecía. 
–Obedece –insistió su madre.
La muchacha frunció el ceño, del mismo modo que hacía Clyven, y les dio la espalda para dirigirse a la sala. Su padre necesitaba que lo atendiesen y la charla podría esperar. Antes de abandonar la alcoba, dirigió una última mirada al mercenario, que le dedicó una leve sonrisa, apenas una mueca.
–Tío Francis... –llamó la atención de su padrino, dejándose caer abatida, en la silla contigua a la que éste ocupaba. El interpelado levantó los ojos de la veta de madera que había estado estudiando y la miró. –Se va a morir ¿no es cierto?
–No, Niké. No se va a morir. Se necesita algo más que un corte para acabar con tu padre.
–He oído cuando mamá hablaba con la tía Estella y contigo. No intentes engañarme. Sé muy bien lo que pasa cuando un licántropo recibe una herida de plata. Se infecta y te mueres.
–No intento engañarte, pequeña. Tu padre es fuerte. Saldrá de ésta –la animó, a pesar de no estar él demasiado convencido de sus palabras. 
–¿Y si no lo hace?
–No pienses en eso ahora –dijo intentando sonar tranquilizador, a la vez que cogía a su ahijada de la mano y tiraba suavemente de ella. Niké se levantó de su silla para acomodarse en las rodillas del paladín, apoyando la cabeza en su hombro, como hacía con él o su padre cuando era pequeña y algo la asustaba. –Estella y tu madre lo están atendiendo. Todo va a salir bien.
–¿Cómo ha podido mamá hacerle eso? ¿No podía defenderse de otra forma?
–Cielo, tu madre seguramente lo ha hecho porque no tenía otra opción. 
Una vocecita les llegó desde la puerta.
–Niké, tengo sed.
Con una sonrisa, la mayor de los tres hermanos se levantó de las piernas de su padrino y se acercó a su hermanito, revolviéndole cariñosamente el pelo antes de darle un vaso con agua, que el pequeño apuró con voracidad.
–¿Vienes a jugar con nosotros?
–No puedo, Áyax. Papá está malito y tengo que quedarme aquí.
–¿Por qué?
–Porque le duele mucho aquí –explicó señalándose el lugar donde su padre tenía la herida, –pero mamá y tía Estella lo van a curar, no te preocupes.
–Entonces, ¿por qué no puedes jugar con Clío y conmigo?
–Porque mamá puede necesitar ayuda.
–Pero ya está el tío Francis –insistió el lobezno.
Niké miró a su padrino pidiendo ayuda para explicar al niño por qué tenía que quedarse en casa. Él, en cambio, asintió y se puso de parte del niño.
–Vete y juega con ellos, Niké. Estella y tu madre tardarán un rato. Así te despejarás. 
–Está bien –concedió, agarrando la manita del niño, –pero jugaremos cerca de casa y en cuanto mamá y tía Estella terminen, volveré.
Y salió a la calle a jugar con sus hermanos.

La puerta de la habitación se abrió una vez más en ese día para dejar paso a una de las dos mujeres que atendían al herido. Llevaba en sus finas manos el barreño con el paño flotando en el agua ensangrentada. El sol comenzaba a caer y apenas habían probado bocado. Francis se había encargado de llevarse a los niños a comer a la taberna, en la plaza. Y de nuevo los había dejado jugando en la calle, a cargo de su hermana mayor.
–Estella –murmuró el paladín cuando la vio aparecer, poniéndose en pie y encargándose él de vaciar el agua, –¿Cómo ha ido?
–Hemos hecho lo que hemos podido, Francis –explicó su mujer ocupando una de las sillas. –He intentado curarlo, pero no sé si dará resultado. Ni siquiera el poder de Asanda puede con todo. Ahora depende sólo de él.
–Entonces se recuperará. Mala hierba nunca muere –bromeó.
–Sigue teniendo demasiada fiebre y no hay modo de bajársela. No quiero ser pesimista, pero ya sabes lo que implica la plata para un hombre lobo.
–¿Crees que no va a salir de ésta? Estella, he visto a Clyven sobrevivir a situaciones peores, no creo que...
La frase quedó interrumpida por la entrada de Niké.
–Tía Estella, ¿cómo está papá?
–Se ha dormido, cariño. Debes dejar que descanse –le explicó la sacerdotisa con una sonrisa.
La joven licántropo asintió con un ligero cabeceo y se acercó a la puerta de la habitación de sus padres. La abrió hasta la mitad y se asomó al interior. Su padre estaba tendido en el centro de la cama, respiraba despacio y profundamente. Bajo su arrugada y ensangrentada camisa se veía un vendaje, improvisado con paños, sobre la herida. Junto a él estaba Pallas, sentada en el borde del lecho. La hechicera levantó los ojos hacia la puerta y sonrió a su hija. Niké entró y se acercó. 
–Tranquila, se pondrá bien –dijo Pall, intentando parecer más confiada de lo que en verdad estaba. Aunque Niké notó que le temblaba la voz, se hizo la loca y dejó que su madre pensase que la había convencido.
Se sentó al otro lado de la cama, junto a los pies de su padre y se quedó mirándolo en silencio. Un incómodo silencio que parecía separarlas como un muro de cristal.
–Estábamos en guerra –empezó Pallas.
–¿Uh? ¿Qué guerra? –preguntó un tanto descolocada su hija.
–En las Islas. Estábamos en guerra. Una guerra llevada a cabo en la sombra entre varias facciones, desconocida por la mayoría, pero no por ello menos cruenta.
Niké no entendía muy bien el motivo de contarle aquella historia de nuevo. Ella ya sabía que sus padres procedían de las Islas Enéidicas, a las que ella había ido en un par de ocasiones, que habían luchado en bandos diferentes y que habían huido juntos con la ayuda de sus tíos, los de verdad, los hermanos de su madre, no aquellos a los que llamaba así pero a los que no le unían lazos de sangre.
–Aunque más que guerra debería llamarlo cacería. Fue una verdadera masacre. Arrasaron Hárpago, Parakalia y Telxiepia. Incluso atacaron las colonias existentes en otras islas. Un grupo de locos decidió que había razas en las islas que merecían ser eliminadas. Cíclopes, neptarios –una raza de seres anfibios que habitaban bajo las extensas aguas de rodeaban las islas, – y licántropos fueron los más castigados. No hacían distinciones. Todo aquel que se interpusiese en su camino era eliminado. Daba igual que se tratase de humanos, enanos o icariontes. Ni siquiera respetaban a los niños.
>>Los neptarios abandonaron la tierra y regresaron a las aguas, al reino submarino de donde tanto tiempo les costó emerger. Y dudo que vuelvan a hacerlo. Mucho menos a dejar a otro entrar a los dominios de Laetania.
Los cíclopes fueron los peor parados. Apenas quedan ya unos pocos. Dudo que lleguen al medio centenar. Y están relegados a Telxiepia. Nadie va allí, no se les permite salir. Es posible que quede alguno escondido en las montañas de Doobrad o en los picos de Eneidia, pero si es así, se cuidan muy bien de que alguien los descubra.
>>Y los lobos… Parakalia fue reducida a cenizas. Los clanes, disueltos. Ni siquiera respetaron el Templo de Shyd. En las islas podemos ser muy brutos, pero respetamos a nuestros dioses. Nadie había atacado nunca la casa de un Dios. Nadie había osado jamás derramar sangre inocente en sus piedras. Pero en aquella ocasión, esperaron a que se refugiasen allí y lo quemaron. Decenas de niños, como tú y tus hermanos, murieron devorados por las llamas. Es una muerte horrible.
>>Pero a diferencia de cíclopes y neptarios, los lobos podéis mezclaros con los humanos. Podéis adoptar esta forma y nadie notaría la diferencia. Los clanes se dividieron, se repartieron por las islas, creando los Refugios. Los pocos supervivientes de Parakalia y los que habitaban en otras islas se fueron organizando poco a poco, en la sombra, sin que nadie fuese consciente, para devolver el golpe que habían recibido. Fueron muchos años los que pasaron hasta que la Manada volvió a estar lista para atacar. Iban a recuperar su isla e iban a vengar a sus familias asesinadas.
>>Ahora vendría la parte de historia que ya conoces. Tu padre y yo luchábamos en bandos separados, enfrentados, hasta el punto de que intentó matarme dos veces.
–Diré en mi defensa que tú solita te lo buscaste. Eras odiosa –murmuró Clyven.
–Habló –rebatió la bruja con una sonrisa, acercándose más a él para revisar la herida. –¿Cómo te encuentras?
–Cansado. Pero sigue, me estaba gustando tu cuento.
–Idiota.
Niké sonrió. Aquellos eran sus padres. Los que se lanzaban pullas e insultos cariñosos mientras se preocupaban el uno del otro. Eso era lo que ella conocía y no lo que había visto la noche anterior. ¿Por qué no podían ser así siempre? Suspiró. Sabía que estaba a punto de enterarse.
–El caso es que tu padre –continuó Pallas– estaba en ese bando, fingiendo traicionar a los suyos, para poder acabar con la mujer que los dirigía, Verana. Sólo los miembros de su Manada conocían la verdad, por lo que el resto de licántropos lo veía realmente como a un traidor. Sobre todo tras la muerte de Viktor. Tanto que se vio atacado y acosado por aquellos a los que estaba protegiendo aun a riesgo de su vida.
>>Finalmente, en la batalla de Copellia, si es que a eso se le puede llamar batalla, pues apenas éramos un puñado de inconscientes luchando hasta las últimas consecuencias, desatamos un poder que no podíamos controlar. Acabamos con Verana, sí, pero tuvimos que pagar un alto precio. Perdimos a muchos compañeros y amigos. Y se desató la furia del lobo. Cuando la Dama de Plata no brilla en el cielo para protegernos, el cazador se despierta. Y busca una presa. En esos momentos, no hay consciencia en él, es sólo una bestia que necesita sangre para poder controlarse y sobrevivir. Y yo se la doy. Porque de ese modo no atacará a nadie más. ¿Lo entiendes? Papá y yo hacemos esto por protegeros, Niké. A ti, a Clío y a Áyax y a todos aquellos que nos importáis. Porque ninguno de los dos nos perdonaríamos que os pasase algo.
–¿Y siempre usas plata para defenderte?
–No, princesa –intervino su padre–. Nunca antes la había usado. Pero precisamente para eso se la di, para que la usase si era necesario. –Le indicó que se acercase y, cuando la tuvo sentada a su lado, le tomó la mano y añadió– Prefiero mil heridas de plata a volver a ver el miedo en tus ojos.
–Si tú no hubieras aparecido en el claro, podría haber bastado con mi magia. Pero al verte allí, se descontroló más. Tenía que detenerle.
–¿Se va a morir por mi culpa? –miró a su madre, asustada.
–No, mi niña, no me voy a morir y mucho menos es tu culpa. No tienes que preocuparte ¿de acuerdo? –Clyven sonrió apartándole un mechón de pelo de la cara y atrayendo los ojos de su hija sobre él–. Todo está bien. Mamá y yo sabemos cómo superar esto.
–Pero os hacéis daño. ¿No se supone que cuando quieres a alguien no le haces esas cosas?
–Cuando quieres a alguien, lo aceptas tal y como es, aunque haya partes de él que te lastimen –rebatió Pallas–. Aunque tengas que arriesgar todo para estar a su lado. Ya lo entenderás cuando crezcas. Pero no hay nada, escúchame bien, no hay nada que tu padre quiera más que a su familia, así que quítate de la cabeza todas esas tonterías de que va a haceros daño y de que nacisteis sin ser buscados. ¿De acuerdo? 
Niké asintió dos veces, despacio. Miró a su padre. Todo el mundo decía que se parecía a él. Que era su vivo retrato. Sonrió. Aquel hombre era bastante bruto y tenía mal carácter, pero era el hombre que le había dado la mano para aprender a caminar, el que había pasado noches en vela cuando estaba enferma, el que la había acompañado en sus juegos en el bosque, el que la había peleado contra todo aquel que se atreviese a hacerle daño, el que había asustado en su forma animal a los niños que la tachaban de cobarde y la había llevado sobre su lomo, el que le había contado una leyenda enéidica cada noche antes de dormir. ¿Qué importaba que no todo en él fuese perfecto? ¿Qué importaba que tuviese que ganarse la vida como mercenario para llevar cada día comida a su mesa? ¿Qué importaba que una vez en cada luna lo arriesgase todo para salvarse, si el resto del tiempo lo hacía por cuidarlos a ellos, a todos, a su madre, a Clío, a Áyax y a ella? Nada, no importaba absolutamente nada.

Pallas se puso en pie y salió de la habitación, dejándola a solas con su padre. En la sala, la hechicera contó al paladín y a Estella la misma historia que había contado a su hija. Ya que les habían ayudado tanto, tenían derecho a saberlo. Después de la somera explicación, Pallas se dispuso a preparar la comida. El día había sido verdaderamente agotador y a todos les vendría bien algo caliente en el estómago.

–Papá...
–Dime, princesa –murmuró Clyv en un susurro, algo adormecido.
–¿Tú de verdad me quieres?
El licántropo la miró a los ojos y asintió con un leve cabeceo.
–Por supuesto, mi pequeña. Mucho.
Niké se inclinó sobre su pecho y lo abrazó llorando. Clyven le acarició con suavidad la cabeza.
–Y yo a ti, papá. Yo también te quiero mucho.

Cuando por fin todo estuvo tranquilo, después de que Francis y Estella se hubiesen marchado y los tres niños estuviesen dormidos, Pallas se metió en la cama, acurrucándose junto al licántropo, con cuidado de no tocar la herida. La fiebre le había bajado durante la tarde y, si todo iba bien, en un par de días la herida acabaría de sanar. Quedaría una cicatriz, pero era un mal menor. El poder de regeneración de los licántropos tenía sus limitaciones, aunque gracias a Estella, sacerdotisa de Asanda, había podido superar una herida que, en otras circunstancias, podría haberle costado la vida. 
–¿Cómo te encuentras?
–Mejor. Te dije que no tenías de qué preocuparte.
–No te las des de fuerte ahora conmigo, Lobito. Tenía tanto miedo.
–Y yo. No hubiese podido soportar haceros daño.
–Lo sé. Siento lo de la plata. ¿Me perdonas?
–Dame un beso y me lo pienso.
Y, por fin, aquel día había acabado.

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