jueves, 24 de noviembre de 2011

JDA I. Buenas nuevas en malos tiempos. (I)

–¡Flarem! –exclamó la hechicera dirigiendo sus manos hacia uno de los enemigos que corrían hacia ella, esperando ver aparecer una bola de fuego entre sus dedos, que saldría despedida con fuerza y se estrellaría contra su pecho, haciéndole caer–. ¡Flarem! –repitió al ver que nada ocurría.
Sorprendida, Pallas Atenea se miró las manos un instante y volvió a atacar.
Tampoco en esta ocasión tuvo éxito.
–¡¡Maldita sea!! ¿Qué demonios me ocurre? ¡Flarem!... ¡¡FLAREM!!
Los tenía ya encima. No entendía por qué su cuerpo no respondía, por qué no notaba la magia fluir hacia sus manos, por qué no podía conjurar algo tan sencillo como una bola de fuego. Podía ver los rostros de sus dos atacantes sonriendo al saberla indefensa. Y cerró los ojos, esperando el golpe fatal.
Sus párpados apenas estuvieron unidos unos segundos, pues un gruñido salvador, seguido de varios golpes, le hicieron abrirlos para ver ante ella la imponente figura de Clyven, con el oscuro pelaje manchado de sangre.
Sonrió aliviada. Iba a darle las gracias, cuando el licántropo se giró hacia ella, visiblemente enfadado.
–¿A qué coño estás jugando? –bramó mirándola directamente a los ojos.
–No estoy jugando. No me sale.
–¿Cómo que no te sale? ¿Y te das cuenta ahora? –gruñó el lobo.
–Es la primera vez que intento hacer magia en días, Clyv –se excusó ella.
Las últimas jornadas habían transcurrido tranquilas y la hechicera no había tenido necesidad de emplear ninguno de sus poderes, por lo que no se había percatado de su situación hasta que no se había metido de lleno en una pelea. Y habría estado a punto de costarle la vida de no ser porque Clyven nunca le quitaba un ojo de encima.
En ese instante agradeció su instinto protector con ella, que tantas veces había criticado alegando que era lo suficientemente capaz de cuidarse sola. Por suerte, el hombre lobo nunca le hacía caso al respecto y permanecía todo lo atento a ella que podía. Protegerla era una obligación y una devoción al mismo tiempo, su misión en la vida.
–¡¡Cuidado!! –escucharon la voz de Francis, que llegó junto a ellos, apartando a un tercer enemigo que intentó aprovechar su discusión para atacarles–. ¿Qué hacéis? ¿Queréis dejar la discusión para luego? Tenemos cosas importantes entre manos –les increpó antes de volver a centrar toda su atención en la batalla.
–¿Tampoco puedes defenderte? –quiso saber el mercenario, pero el meneo de cabeza que dio por respuesta la hechicera le confirmó sus sospechas–. Entonces no te separes de mí.
Pallas asintió y se mantuvo en todo momento lo suficientemente cerca del hombre lobo como para garantizarse protección mientras durase aquella trifulca.

–¿Qué te ha pasado? –preguntó el licántropo cuando, varias horas después, mientras los demás sanaban sus heridas, se quedó a solas con la bruja–. No hueles a sangre, así que no estás herida –pensó en voz alta, tratando de encontrar un motivo para la súbita incapacidad de la hechicera.
–Tampoco ha sido magia, creo. Que yo recuerde no he recibido ningún hechi... –se calló súbitamente y abrió los ojos sorprendida durante un instante.
La imagen de un icarionte llegó fugazmente al recuerdo de Pallas. Alto, esbelto, fibroso. De cabellos castaños, que se agitaban con el viento cuando volaba. Alas grandes, casi tan oscuras como su cabello. Tantas veces había volado en sus brazos en las islas, cuando era apenas un aprendiz que absorbía como una esponja todo lo que Dangreg tenía que enseñarle.
Le parecía ver de nuevo aquellos ojos verdes y la enorme sonrisa pícara que tenía. De no haber muerto, contaría ya treinta y cinco años, pero Pallas estaba segura de que su maestro seguiría comportándose como si tuviese veinte.
Recordaba cómo le había explicado, armándose de mucha paciencia, cómo ejecutar cada conjuro, cómo poner las manos, qué palabras pronunciar, cómo hacer pociones y ungüentos...
Y, entre todos los conocimientos que le había transmitido antes de morir, un pequeño dato al que nunca había dado demasiada importancia, se convirtió en crucial. Greg le había explicado que cuando una hechicera quedaba encinta, su magia se anulaba como medida para proteger la vida que crecía en su interior. En aquel momento, se había reído y había dicho que faltaban demasiados años para eso. Pero ahora, no le parecía una idea tan descabellada.

Miró a Clyven a los ojos. El licántropo alzó la ceja al tiempo que cruzaba los brazos. No le gustaba que le dejaran las frases en el aire.
De repente, Pallas soltó un gritito de alegría y se colgó de su cuello. ¿Había llegado el momento? ¿Estaba embarazada? Sí, tenía que ser eso, pues no se le ocurría ningún otro motivo para que su magia hubiese desaparecido tan de repente.
El sorprendido licántropo tuvo que dar un paso atrás para mantener el equilibrio.
–¡¡Es maravilloso!! –exclamó besando al lobo–. ¡¡Genial!! ¡¡Perfecto!!
Clyven no la entendió, pero tampoco hizo nada para interrumpirla mientras le besaba. Cuando la bruja lo miró esperando su reacción, él sólo preguntó:
–¿Qué es tan maravilloso?
–¿Cómo que qué? ¡Pues todo! –El lobo ladeó la cabeza sin entender su súbito arranque de euforia–. Estoy embarazada –explicó ella.
–¿Qué? Pero... ¿cómo?
–Pues ¿cómo va a ser, Clyven? Tú, yo, cama... ¿te suena? –rió ella.
–Ya sé cómo ha sido –gruñó él entrecerrando los ojos–. Me refiero a cuándo.
–Umm... supongo que la última vez... A ver, ha sido hace... –empezó a echar cuentas con los dedos separándose del lobo.
–Ayer.
–De ayer no creo que sea. Tiene que haber sido de antes, ¿no?
–Supongo.
–Bueno, ¿qué más da? –Se giró hacia él sonriente–. ¿Es que eso es todo lo que vas a decir? –indagó fingiendo pena, enlazando los dedos a la espalda.
–Sí –sonrió de medio lado el lobo, tomándola de la cintura y acercándose a besarla–. Sabes que soy más de hacer que de decir.
Ya habían perdido la noción del tiempo, cuando Clyven se separó y la miró a los ojos.
–Pall... ¿Estás segura? No quiero que dentro de unos días, si sangras, te lleves un sofocón.
–Creo que sí. Es uno de las causas por las que una hechicera pierde su capacidad para emplear su poder. Y ahora no puedo hacer nada. Ni siquiera una pequeña bolita de luz.
–¿Y no puede ser por otro motivo?
–No lo sé, hasta ahora siempre había podido hacer uso de mis poderes a pesar de estar enferma o herida. Y ahora estoy perfectamente. Sólo se me ocurre eso.
–Entonces no diremos nada hasta que no lo hayamos confirmado, ¿de acuerdo? –La bruja asintió–. Y si hay jaleo te pegas a mí como una lapa, ¿entendido? –insistió él enmarcando su cara con las manos.
–Te lo prometo –sonrió ella antes de fundirse con él en un largo abrazo.

Los días pasaban y el secreto de la pareja enéidica parecía confirmarse día a día, pues la hechicera veía cumplido su deseo de no amanecer ensangrentada. La tarde antes de hacerse a la mar, de nuevo a bordo del Odiseo, Pallas y Clyven se habían separado de sus compañeros para ver a una anciana curandera que vivía cerca del puerto. Había examinado minuciosamente a la bruja y había disipado sus dudas. Iban a ser padres. Aun así, únicamente sacaban el tema cuando estaban a solas, como aquella noche, en el camarote que compartían bajo las tablas del Odiseo.
–Mañana voy a decírselo, Pall. Tenemos que irnos –sentenció el lobo, poniendo fin a una conversación sobre los pros y los contras de seguir adelante con su viaje.
–Pero no podemos irnos ahora.
–Tú no puedes hacer nada. Prácticamente sólo estorbarías. Y yo no voy a dejarte ni un minuto sola. No voy a arriesgar la vida de mi hijo.
–Está bien –suspiró la hechicera después de tomarse unos segundos para pensar–. Nos iremos en cuanto los dejemos en el puerto.

La brisa nocturna mecía las aguas del vasto océano y, con ellas, el Odiseo, acunando a sus tripulantes, que dormitaban bajo la cubierta. Todos menos uno, que se hallaba en la proa, inclinado hacía delante para poder apoyar los antebrazos en la borda, mirando al horizonte, bajo la tenue luz de la luna menguante.
–Clyven, ¿qué haces aquí? –preguntó una voz a sus espaldas. No se giró para mirar a su dueño, pues ya sabía que se trataba del paladín desde que éste puso el primer pie sobre la cubierta.
–Supongo que lo mismo que tú.
–¿No puedes dormir? –sonrió el joven caballero de Onour–. Creía que no había nada que te quitase el sueño. Salvo Pallas, claro.
Su pequeña broma únicamente recibió como respuesta el silencio. Hasta que unos largos segundos más tarde, el licántropo lo rompió, sin dejar de mirar al infinito.
–Francis... –empezó, dejando el vocativo en el aire, como si buscase las palabras oportunas para continuar la frase.
Su compañero lo miró un tanto alarmado. Muy pocas veces le hablaba empleando su nombre. Y, siempre que lo hacía, era por algo grave.
–Pallas y yo nos iremos en cuanto lleguemos a puerto –espetó Clyven mirándolo de reojo.
–¿Qué? Pero... ¿por qué?
–Las cosas han cambiado. Después de lo de Cyrus... –se calló un segundo, no le gustaba dar explicaciones demasiado largas. Y tampoco era necesario, ya que nadie sabía mejor que Francis a qué se refería. Bufó y optó por ir al grano–. Me llevo a Pall de regreso a las islas.
–Y nos dejas a nosotros en la estacada ¿verdad? –contestó el paladín, visiblemente molesto–. Te tenía por algo más que un cobarde saco de pulgas, Clyven, pero veo que me equivocaba contigo. En cuanto las cosas se han puesto feas de verdad huyes con el rabo entre las piernas. Por eso llevas unos días tan raro, que hasta evitas las peleas. Porque estabas esperando el momento para largarte. ¡Con amigos como Cyrus y como tú, no necesitamos enemigos!
–Mira, paladín –respondió airado el licántropo, agarrando a Francis de la ropa y levantándolo en vilo, fijando sus oscuros ojos en los del caballero de Onour–. No te atrevas a tacharnos de cobardes. Pall ya se ha expuesto demasiado por todos vosotros. Por si no te has dado cuenta, no puede hacer magia. Pero tú estás demasiado ocupado mirándote el ombligo para darte cuenta de lo que pasa a tu alrededor.
–¿No puede hacer magia? ¿Y eso por qué? –interrumpió Francis, sorprendido por aquella noticia.
Clyven dejó de nuevo al joven sobre la madera, con un leve empujoncito que le obligó a dar un paso atrás para mantener el equilibrio, instante que aprovechó el lobo para darle la espalda, resoplando, y comenzar a caminar hacia los escalones que conducían a los camarotes. Había esperado que el paladín lo entendiese... Pero, ¿qué cabía esperar de alguien para quien la paternidad era algo tan sumamente lejano? Si por él fuese, se quedaría y lucharía hasta quedarse sin fuerzas, pero ahora tenía algo mucho más importante que proteger.
– Espera, Clyven –le llamó Francis–. ¿Qué es lo que le ocurre a Pallas? ¿Está enferma?
El hombretón se volvió hacia él desde la mitad de la escalera que bajaba a la bodega.
–Está embarazada –dijo dando por concluida su conversación y continuando su descenso hasta la habitación que compartía con la hechicera, dejando al paladín sobre la cubierta, con la misma sensación que si le hubiesen echado un cubo de agua helada sobre el lecho en mitad de la noche.
De repente se sentía tremendamente culpable. Quería contar con el apoyo de sus camaradas en aquella delicada situación, pero no se había dado cuenta de que había en juego algo más que sus propias vidas. Tenía que dejar que se marchasen. Más aún, tenía que obligarles a ello. La vida de ese bebé era algo sagrado que no podían involucrar en aquella guerra. Si Onour quería que siguiese adelante sin Pallas y Clyven, él lo haría.


Continúa en: Buenas nuevas en malos tiempos. (II)

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