miércoles, 12 de octubre de 2011

La Marca de la Bestia. (III)

Abrió los ojos y se incorporó sobresaltada. No estaba en su casa. No percibía el olor de sus padres ni de sus hermanos. Pero sí captaba otros: su padrino y su tía Estella. Y un suculento desayuno.
Se acurrucó en un rincón de la cama de matrimonio y recordó lo que había pasado la noche anterior, sintiéndose culpable por haber revolucionado a aquellas dos personas en mitad de la madrugada, presentándose sin previo aviso y encerrándose en su alcoba... A saber dónde habían pasado la noche. Y también por no haberse dado cuenta antes de la clase de padre que tenía, por haber dejado que se llevasen a sus hermanos, por no haberle plantado cara.
Salió de la cama, vestida como estaba, pues ni se había quitado la ropa del día anterior, y, frotándose los ojos, salió a la sala, donde se encontró a la pareja sentada a la mesa. Les dedicó una forzada sonrisa, a caballo entre el agradecimiento y la disculpa.
-Buenos días, pequeña –le sonrió Estella, ofreciéndole asiento frente a ella y junto a Francis con un gesto de la mano.
Niké se sentó en silencio, respondiendo al saludo con un leve cabeceo y besando la mejilla de su padrino. Se le veía triste y cansada, como si hubiese alcanzado la madurez de un adulto en una sola noche.
-¿Has dormido bien, preciosa? –se interesó el paladín.
Ella asintió, aunque ambos sabían que no era verdad, y se disculpó por haber usurpado su lecho.
-No tiene importancia, Niké. No soy tu padrino sólo para las cosas buenas. Vamos, come algo. Necesitas recuperar fuerzas antes de ir a casa.
-No quiero ir a casa, tío Francis. ¿Puedo quedarme aquí, contigo? –suplicó. –Te prometo que no haré ruido y ayudaré a la tía Estella. Por favor.
-Iremos a hablar con tus padres y, si después de eso, aún quieres quedarte con nosotros, te prometo que así será.
-No quiero hablar con ellos –atajó levantándose de la mesa sin probar el desayuno. –No quiero verlos nunca más. Si no quieres que me quede aquí, no importa. Cogeré a mis hermanos y nos iremos lejos. Donde no puedan encontrarnos.
-Niké, deja de decir tonterías y escucha. ¡Por Onour bendito! ¡Eres igual que tu padre!
La mirada de la muchacha indicó al paladín que había elegido la comparación errónea.
-Niké, cariño –intervino Estella, – ¿no crees que al menos deberías darles la oportunidad de explicarse? Cielo, hay cosas que no pueden fingirse y tus padres te adoran, salta a la vista. Escúchales. Yo me quedaré contigo, si quieres ¿de acuerdo?
-No, no y no. No quiero saber nada más de mis padres. Ni siquiera quiero ser hija suya.
-Niké, no digas eso –la reprendió Francis. –Tu padre ha demostrado en multitud de ocasiones lo que es capaz de hacer por tu madre y por vosotros. Yo he estado con él muchas veces y ha preferido llevarse él los golpes antes de que os hiciesen el más mínimo daño. Y Pallas igual. Se han desvivido por ti y tus hermanos.
-Sí, delante de los demás, pero ayer yo misma lo vi. Y parecía que no era la primera vez. Mi padre mordió a mi madre en el mismo sitio donde tenía la cicatriz. Yo ya le había preguntado de qué era y ella me dio largas. ¡Claro que me dio largas! No quería que supiese que se la había hecho papá.
Francis recordó una vez él también se había fijado en la marca blanquecina que había en el lateral izquierdo del cuello de la hechicera, parcialmente oculta por sus rizos negros. La explicación que había recibido en aquella ocasión era que el culpable había sido un icarionte que, en un enfrentamiento durante la guerra que había tenido lugar en las Islas Enéidicas y por la que se habían visto obligados a huir al continente, los había atacado a ella y a su maestro. Podía no ser la verdad, desde luego, podría haber mentido para proteger a otra persona, pero Clyven era el último que pasaba por su mente para eso.
-No sabes si eso es cierto –insistió la sacerdotisa. –Puede ser una coincidencia.
-Sólo lo sabrás si se lo preguntas a tus padres, Niké.
-No tengo más remedio ¿verdad? Vais a obligarme a hacerlo.
-Sí –sentenció Francis.
-Está bien, pero ya os adelanto que no cambiará nada.
-Espera a saber la verdad antes de decidir eso –insistió Estella.
-Ya sé la verdad.
-No, no la sabes. Sabes la verdad que tú has elaborado en tu cabeza.
-Vosotros sabéis algo que yo no sé, ¿no es así? –preguntó la pequeña licántropo mirándolos alternativamente, con el ceño fruncido.
- No, Niké. Si es algo que venga de atrás, tus padres han sido muy cuidadosos ocultándolo –la voz del paladín escondía un deje de molestia. La falta de confianza en él que demostraban el hombre lobo y la hechicera era como un jarro de agua fría. –Aunque lo más probable es que se trate de una discusión puntual. Antes de que tú nacieses también se peleaban.
Niké nunca supo si esas palabras iban dirigidas hacia ella o si su padrino las decía para sí, para intentar convencerse de que sus amigos no le habían ocultado algo tan importante como lo que parecía, atando los cabos sueltos de las frases que había dicho ella la noche anterior, había ocurrido entre ellos.
Resignada a tener que ver y escuchar a sus padres al menos una vez más, Niké esperó a que Francis y Estella acabasen el desayuno. Ella no tomó nada. Parecía que su estómago se hubiera cerrado a cal y canto.

El camino hacia casa de sus padres le parecía demasiado largo ahora. O tal vez era ella la que caminaba demasiado despacio. Aún no habían alcanzado la mitad de la calle cuando ya notaba su olor. El de Clío y Áyax parecía más cercano. Los dos chiquillos se hallaban fuera de la casa, jugando en la calle junto con otros niños, correteando por las bocacalles cercanas. Al ver llegar a su hermana, dejaron el juego y fueron a reunirse con ella.
-Hola pequeños –sonrió Estella, agachándose para quedar a su altura y recibir un beso de cada uno.- ¿Qué hacéis aquí fuera?
-Papá estaba caliente y mamá nos mandó a jugar a la calle –respondió Clío inocentemente, señalando la casita de piedra y madera que se alzaba al final de la avenida, junto a las murallas de la puerta oeste de la villa, la que daba al camino del bosque.
Estella alzó la ceja y levantó los ojos hacia Francis, que le devolvió una mirada tan desconcertada como la que recibía. El hombre lobo nunca había sido muy cuidadoso con las conversaciones que escuchaban sus hijos, en parte porque tampoco podía evitar que sus finos oídos captasen ciertas palabras, pero tratar esos temas con tanta naturalidad seguía descolocando al paladín, cuya educación, demasiado puritana en determinados aspectos, convertía algunos temas en tabúes.
Desde la casa les llegó el vozarrón de Clyven, aunque ni el paladín ni su mujer pudieron entender exactamente sus palabras.
-Estate quieta de una vez –murmuró Niké, que se había quedado parada, de pie en el medio de la calle, con los puños apretados. Su oído sí había logrado escuchar con detalle lo que ocurría en el interior de su casa y lo repetía entre dientes, como si quisiese asegurarse de que había oído bien.
El ruido de un mueble al arrastrarse por el suelo, el estrépito de varias sillas al caer, la voz de su madre suplicando a Clyven que no lo hiciese de nuevo, el licántropo gruñendo que se estuviese quieta, un nuevo golpe contra un mueble, un quejido de la bruja y varias maldiciones del mercenario.
-¿Qué pasa? ¿Qué ha dicho?
-Estate quieta de una vez –repitió de nuevo las palabras de su padre antes de escuchar el último golpe, seguido del lamento de la bruja.
Para ella todo estaba claro. Se estaba repitiendo lo que había visto en el bosque. Poder, fuerza, opresión, violencia y abuso. Era demasiado horrible. No sabía si ir a detenerlo, si correr hacia el bosque y esconderse en un agujero bajo la tierra o quedarse allí, llorando como estaba, escuchando la respiración agitada de su padre, las súplicas de su madre y la caída de los muebles. 
Francis le limpió las lágrimas con los dedos. Niké fijó la mirada en los ojos del paladín y se mordió el labio inferior.
-La... la está...
Lo que su cerebro estaba deduciendo era demasiado doloroso para pronunciarlo siquiera. Maldijo su sangre lupina, que le hacía escuchar todo aquello. Quiso cerrar sus oídos pero era imposible. Y cubrirlos con las manos no servía de nada. Todo llegaba con demasiada claridad, con demasiado detalle. El ruido, la respiración, los jadeos, el sudor. Se sintió asqueada y sucia y sólo quería irse de allí.
Francis abrió los ojos como platos al comprender lo que su ahijada intentaba decir. Dejó a Estella con los tres pequeños licántropos y se lanzó a la carrera hacia la casa de Clyven y Pallas.

No la había alcanzado cuando la puerta de la casa se abrió y un maltrecho Clyven salió a la calle, apoyándose en los hombros de Pallas para caminar. Tenía los ojos enrojecidos, con marcadas ojeras y el cabello, a pesar de llevarlo corto, se veía revuelto. Si no hubiese sido tan moreno, seguramente hubiese estado pálido como la cera. Saltaba a la vista que el mercenario había conocido noches mejores. Francis se paró en seco a poco menos de tres metros de la puerta.
-Clyven, por favor, no seas cabezón –dijo la hechicera. Por el tono de su voz se notaba que llevaba un buen rato intentando convencer al hombretón para que se quedase en la cama. –Estás que no puedes ni tenerte en pie.
-¡Cielo santo! -exclamó Francis al tocar a su compañero de armas para liberar de su peso a Pallas. -Está ardiendo en fiebre.
Claro, pensó. A eso era a lo que se refería Clío. ¿Pero cómo había podido siquiera pensar en que Clyven estuviese forzando a Pallas? Se rió de sí mismo por haberse comportado de un modo tan infantil, contagiándose de los temores infundados de su ahijada. Lo que Niké había escuchado era al testarudo aquel que tenía como padre tropezando con los muebles para llegar a la puerta.
-Estoy bien, Paladín. ¿Dónde está Niké?
Como respuesta a su pregunta, los ojos de Clyven enfocaron, entre la niebla que le causaba la fiebre, la esbelta figura de su hija, de pie, junto a Estella, alcanzando la entrada de la casa.
-Hala, ya la has visto, cabezón. Ahora será mejor que te acuestes.
-No me digas lo que tengo que hacer, Paladín.
Francis pasó el brazo por la espalda de Clyven para ayudar a Pallas a llevarlo de regreso al dormitorio. Una vez que había visto a Niké, el licántropo se había quedado más tranquilo y parecía dispuesto a dejarse acostar. El paladín notó algo cálido y húmedo en el costado contrario al que él estaba. No hacía falta mirar para saber que se trataba de sangre. Había visto mucha a lo largo de su vida. El bramido de dolor de Clyven cuando sus dedos entraron en la llaga confirmó sus sospechas. La herida era la causa de su estado. Y, sin embargo, que él recordase, nunca había visto a Clyv sucumbir ante una infección.

Lo dejaron en la cama, después de cruzar la sala principal, en la que tuvieron que apartar de su camino las sillas que el hombre lobo había volcado al salir. La hechicera se sentó a su lado y le levantó la camisa, dejando a la vista una herida sangrante, de seis o siete centímetros de largo y no demasiado profunda. Normalmente una herida así hubiese desaparecido del cuerpo de Clyven en una sola noche sin dejar marca alguna, tal era el poder de recuperación que poseía su raza, pero aquella no sólo no se había esfumado, sino que parecía haberse infectado. La piel alrededor de la herida estaba ennegrecida y el círculo que abarcaba crecía lentamente. De seguir así, al día siguiente se habría extendido por todo el cuerpo del mercenario.
-¿Qué es eso? -preguntó Francis, mirando la herida con cierto temor, mientras Pallas empapaba un paño en una palangana que había dejado en la mesilla junto a la cama y la limpiaba con cuidado. El agua y el paño estaban ya manchados de sangre oscura.
-Plata -respondió la hechicera. -No tuve más remedio.
-¡¿Qué?! Pero Pall...
-Cállate, Paladín -gruñó Clyven. -No voy a morirme por esta heridita de nada.
Niké miraba alternativamente a sus padres desde la puerta del dormitorio. Pallas realmente parecía muy preocupada y cuidaba de su padre con devoción. Y, sin embargo, reconocía haber sido la autora de la herida. Nada menos que con plata, sabiendo lo que ocurriría, sabiendo que la herida se infectaría y podría incluso matarle. Y su padre le había cogido la mano con que le estaba limpiando la herida y se la había acariciado con ¿ternura? Aquello sólo lograba confundirla más. Hacía un momento estaba escuchando lo que parecía una agresión, aunque después había comprobado que no había sido más que su imaginación malinterpretando los sonidos y olores que le llegaban. Ahora se hallaba ante dos personas que se gritaban amor con la mirada y, aun así, eran capaces de hacerse daño hasta poner la vida del otro en peligro. Sus ojos buscaron la herida en el cuello de la hechicera. Estaba cerrada, la intervención de Estella había ayudado a que sanase y, aunque aún se notaba reciente y algo abultada, ya cicatriz volvía a mostrar su aspecto casi habitual.
- Niké -la llamó Clyven alargando la mano hacia ella, sacándola de sus pensamientos. –Ven, princesa.
Francis se apartó para dejar paso a su ahijada y siguió a Estella hacia la sala principal. Sus amigos necesitaban un poco de intimidad con su hija y ellos ya tenía suficiente confianza a aquellas alturas de la vida como para no necesitar las atenciones de un anfitrión en aquella casa. Al pasar junto a ella, le dio una suave palmadita en el hombro, transmitiéndole un poco de arrojo para soportar la situación a la que iba a enfrentarse. Niké avanzó despacio hasta situarse cerca de la cama, pero lo suficientemente lejos para que la mano de Clyven no alcanzase a tocarla. El licántropo suspiró, retirando el brazo y dejándolo sobre su pecho, que subía y bajaba al compás de su agitada respiración.
-Siéntate, cariño -le indicó Pallas con un susurro.
Niké obedeció, más por no alargar la conversación que por querer complacer a su madre, y se hizo un hueco a los pies de la cama.
-¿Se pondrá bien? -preguntó a Pallas.
Por muy desagradable o sorprendente que hubiese sido el descubrimiento de la noche anterior, Clyven seguía siendo su padre. No podía dejar de preocuparse por él. Que estuviese enfadada no significaba que quisiese verlo sufrir. Además, ya se había equivocado una vez. Tal vez todo lo que había visto tuviese una explicación, como había dicho Estella. Tal vez... sólo tal vez... debería esperar y escuchar.
-Eso espero. Confiemos en que aguante un poco más.
-¿Os importa no hablar de mí como si ya me hubiera muerto?
-Si sigues siendo tan gruñón no te querrán ni en Astéropes -le replicó Pallas con una sonrisa, dejando el paño de nuevo en el agua. -¿Ves? -añadió dirigiéndose a Niké. -No está tan mal como parece. Mientras mantenga el mal humor, se recuperará.
La hechicera se levantó y, cogiendo de la mesilla el baño con ambas manos, se encaminó hacia la sala. Abrió la puerta empujándola con la cadera y dejó que se cerrase tras ella.

-¿Cómo está? -preguntó la sacerdotisa nada más verla aparecer.
Pallas meneó la cabeza mientras se dirigía hacia la ventana para vaciar el agua en la calle.
-Mal. Lleva toda la noche igual y no hay manera de que le baje la fiebre. He intentado hasta enfriarlo con magia, pero no ha servido para nada. Y tampoco quiero abusar. Está muy débil para resistir ese hechizo mucho tiempo. Y yo tampoco estoy en mis mejores condiciones.
-¿Crees que quizá yo pueda hacer algo?
-Te lo agradecería de por vida, Estella.
 No tienes nada que agradecerme -sonrió la sacerdotisa de Asanda, -y menos ahora, que aún no sabemos si podré sanar esa herida.
Pallas le devolvió la sonrisa al tiempo que dejaba el paño ensangrentado junto al hogar y sacaba uno limpio de un cajón. Llenó el barreño de agua clara y regresó a la habitación. Francis observó a las dos mujeres marcharse de la sala y se dejó caer en una de las sillas, apoyando los codos en la mesa. ¿Sería posible que algo tan nimio como un pinchazo pudiese acabar con la vida de su amigo sólo porque el arma fuese de plata? La herida no era tan grande, ni tan profunda. De haber sido una hoja normal, Clyven se habría limitado a quejarse para atraer sobre él las atenciones de Pallas. Pero aquello era real.

Niké pensó en esperar a que su madre regresase, pero sus dudas eran demasiado grandes para mantenerse callada.
-Dime... -empezó, dejando la palabra en el aire hasta que los ojos de Clyven se encontraron con los suyos un instante y ella desvió la mirada hacia sus pies. -¿Por qué atacaste a mamá? ¿Y a mí?
Clyven respiró profundamente antes de responder.
-Tantos años guardando este secreto que ahora no sé cómo revelarlo. Lo siento, princesa. No pretendía asustarte.
-¿Años?
-Verás... Lo que pasó ayer... No sé muy bien cómo empezar. Niké, nadie más lo sabe y si hubiésemos podido evitarlo, tú tampoco te habrías enterado, al menos no de este modo. Lleva pasando mucho tiempo, desde antes incluso de que tú nacieses, antes de conocer a Francis, a Cyrus, a Sad y a los demás... Antes de que tu madre y yo abandonásemos las Islas.
No sabía qué decir. No estaba segura de si debía enfadarse por descubrir que aquello venía ocurriendo desde hacía tiempo o si sentirse aliviada porque sus padres hubiesen sobrevivido a noches como aquella durante años.
-¿Cuántas veces ha pasado?
-Cada noche de luna nueva desde hace catorce años. Es el precio que tengo que pagar por mis acciones del pasado.
-¿Qué es, una especie de castigo? ¿Una maldición?
El lobo soltó una solitaria carcajada.
-Más bien es una recompensa.


Continúa en: La Marca de la Bestia. (IV)

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