jueves, 29 de septiembre de 2011

La Marca de la Bestia. (II)

Estella salió de la habitación apenas escuchó las voces de los tres niños, poniéndose una fina batita de lino, más por decoro que por frío, y se llevó a los dos pequeños a la cocina, sentándolos encima de la mesa antes de empezar a rebuscar por la alacena algo que darles de comer.
-Tía Estella –empezó Clío, girando la cabeza para tratar de ver a su hermana a través del hueco de la puerta. – ¿Qué le pasa a Niké?
-Nada malo, cielo. No te preocupes –respondió la pintora suavemente, con una amable sonrisa cargada de cariño. Después de todo, conocía a aquellos niños desde que habían nacido. –Necesita hablar con el tío Francis, eso es todo.
-¿Y por qué llora? –insistió la niña.
-Porque se ha "pupao" –le explicó Áyax, con la misma convicción que si fuese una verdad universal, tan obvia que su hermana debía de ser tonta para no haberse dado cuenta.
Estella sonrió de nuevo, pasando la mano por el rebelde cabello castaño del chiquillo, quien trató de apartarse, frunciendo el ceño, emitiendo un quejido lastimoso, como aquel que lleva soportando una tortura durante horas, y sacudiendo la cabeza como un cachorrillo mojado. No podía evitarlo. Lo llevaba en la sangre.
-Es probable que tengas razón, Áyax, pero ya veréis como el tío Francis la va a curar y en un ratito dejará de llorar. Nosotros, mientras, vamos a comer un poco de pan y leche aquí y a jugar a algo, ¿os apetece?
-¡Sí! –exclamaron los dos niños a la vez.
Áyax saltó con tanto ímpetu al levantar los brazos entusiasmado, que se hubiese caído de la mesa si Estella no lo hubiese sujetado. Lo dejó en el suelo por precaución y se dispuso a preparar unas rebanadas de pan con aceite y unos cuencos de leche para los niños, mirando de reojo por el hueco de la puerta que los separaba de la sala en la que estaban en paladín y su ahijada, aún abrazados.

-Niké, ¿qué ha pasado? –preguntó Francis cuando consiguió que la muchacha se calmase y el llanto remitiese lo suficiente para entender lo que decía ente sollozos.
La llevó de la mano hasta el butacón que había junto a la chimenea y se sentó en una silla a su lado. Viendo el estado de la muchacha, Francis temió por sus amigos, pues era extraño que los tres niños hubiesen ido hasta su casa solos, a esas horas y con Niké hecha un mar de lágrimas. Sin embargo, prefirió esperar a que Niké hablase.
-Papá... Mamá –empezó ella en un susurro entrecortado, acrecentando los temores de su padrino. Se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar más fuerte de nuevo. La mano de Francis entre su pelo le recordó que no estaba sola y que podía contar con su ayuda, como había hecho desde que tenía memoria.
 -¿Se encuentran bien? ¿Ha pasado algo? –volvió a preguntar el paladín, serio, preocupado.
Niké negó con la cabeza y, limpiándose los ojos con los dedos al retirar las manos, continuó:
-Se estaban peleando.
-¿Peleando? –quiso asegurarse Francis. Las disputas entre la hechicera y el hombre lobo eran algo muy habitual, pero siempre acababan en reconciliación. Que él recordase, nunca los había visto enfadados más de unas pocas horas. Tal vez por eso se sintió algo aliviado. Aunque aquella sombra de sospecha no le abandonaba. Niké, al igual que él, estaría ya acostumbrada a aquellas situaciones. Tal vez la pelea había sido más fuerte. –Niké, tus padres se pasan la vida discutiendo. Lo arreglarán. Siempre lo hacen.
-¡No! ¡No lo entiendes! ¡¡Papá la había mordido!! ¡Iba a matarla! ¡Y mamá también le estaba atacando! Usó uno de esos conjuros que congelan a la gente. Me dijo que me fuese. Y luego.... luego...
-¿Luego qué? –la animó a continuar Francis, sin dejar de pasar la mano por su cabeza, como si de un cachorrillo asustado se tratase. A fin de cuentas, no distaba mucho de lo que era en realidad. Si era verdad lo que decía su ahijada, tendría que darse prisa para evitar que Clyven hiciese algo de lo que se arrepentiría toda su vida.
La muchacha estalló en llanto de nuevo y el paladín apenas pudo entender sus siguientes palabras, que lo dejaron petrificado.
-Intentó matarme a mí.
Todos los músculos del defensor de la luz se tensaron. Frunció el ceño y a punto estuvo de salir con la ropa de dormir, espada en mano, para decirle con ella cuatro cosas a ese animal. ¿Pero qué demonios le pasaba a ese lobo? ¿Se había vuelto loco o qué? No, no era posible. Tranquilidad. Seguro que todo aquello tenía una buena explicación. Intentó mantener la calma y averiguar qué pasaba realmente.
-No lo creo, Niké. Tu padre siempre te ha protegido. A ti, a tu madre, a tus hermanos... Daría su vida por cualquiera de vosotros.
-¡¡Eso es mentira!! –chilló enfadada –¡¡Él no nos quiere!! Ni a mí, ni a mis hermanos, ni a mamá. La había mordido –repitió. –Aquí –añadió señalándose el lado izquierdo del cuello. –Y sangraba mucho.
Por el lugar donde, según contaba la niña, el licántropo había hecho presa, Francis tuvo la certeza de que, efectivamente, iba a matar. Lo conocía bien, después de tanto tiempo, y sabía que sólo mordía cuellos por tres motivos. El primero de ellos era causar una muerte rápida, quebrándolo entre sus fauces. El segundo, para una muerte lenta y dolorosa, desangrando a su víctima. Y el último, el que le llevaba a morder el cuello de la bruja, no precisamente con intenciones de matarla.
Niké se quedó pálida como la cera, mirando hacia la puerta de entrada, como si el mismísimo Necreonte acabase de atravesarla.
-... papá y mamá –se escuchó decir a Clío desde la cocina con una risita.
-Están ahí –dijo Niké mirando a Francis con ojos suplicantes, cogiendo la mano de su padrino entre las suyas. –Diles que no estoy. Escóndeme. Por favor.
Francis sonrió con cierta indulgencia, pasando los dedos por su mejilla, hacia el mentón.
- Niké, mentir a tu padre sobre eso es imposible. Sabe perfectamente que estás aq...
Los fuertes golpes en la puerta ahogaron la voz del caballero.
-¡¡Paladín!! ¡¡Abre la puerta!!
-¡Ya voy, estúpido lobo, deja de aporrearla, que me la vas a tirar! –le respondió desde dentro, alzando la voz, molesto por la impaciencia de la que siempre hacía gala su amigo. –Tranquila, cariño, todo irá bien –dijo a su ahijada, acariciándole la mejilla.
Apenas había girado el picaporte cuando Clyven empujó la hoja de madera y entró como una exhalación al interior, directo hacia su hija, quien, como alma que lleva el diablo, es escondió tras su padrino. Francis se frotó el hombro golpeado con la puerta, emitiendo un quejido. Clyven podía ser muy bruto, y acababa de demostrarlo.
-No dejes que me toque, tío Francis. ¡No dejes que me toque!
Al cerrar la puerta, el paladín pudo ver entonces el lamentable aspecto que tenían sus amigos. Parecían venir de la guerra. Clyven tenía algunas quemaduras en los brazos y el cuello, de las que al día siguiente no quedaría rastro, pero que, recién hechas como estaban, parecían bastante graves. No sabía si tendría algunas más ocultas por los jirones ensangrentados y quemados en que se había convertido su ropa.
Y Pallas estaba aún peor. La herida del cuello parecía más profunda de lo que Francis se había imaginado por las palabras de Niké. Las marcas de los colmillos de Clyven se veían claramente sobre su clavícula y la sangre teñía su piel en oscuros hilos granate que se perdían en su ropa.
-Niké, mi niña... –intentó acercarse Pallas, aunque su hija también la rechazó a ella, agarrando con fuerza la ropa de su padrino, encogiéndose tras él.
Francis miró a Pallas, sin entender qué ocurría. Sus ojos se desviaron hacia Clyven cuando éste dio un paso hacia él, tenso, ceñudo, amenazante.
-Apártate, Paladín. Esto no va contigo –gruñó Clyven. –Vamos, princesa, hablaremos en casa.
-¡¡No me llames princesa!! ¡¡Asesino!! ¡¡Te odio!!
Aunque su rostro no lo mostró, los ojos de Clyven revelaron cuánto daño le hacían aquellas palabras. Apretó los labios, hasta que no fueron más que una delgada línea blanquecina, al igual que los nudillos, que reflejaban la tensión al cerrar con fuerza las manos, tanto que sus uñas se clavaron en sus palmas, dejando pequeños arcos enrojecidos. Pallas, en cambio, se mostró transparente como el cristal, se cubrió la boca con la mano, negando con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. Algunas lágrimas cayeron por sus mejillas, más por el dolor de su hija que por el suyo propio.
-No dejes que me lleven, tío Francis –el tono suplicante de su voz sobrecogió el corazón de los tres adultos. Hasta Estella, que permanecía con los niños en la cocina, para evitar que éstos estuviesen presentes en el desagradable momento que se vivía en la sala, se sintió incómoda.
-Cálmate Clyven –pidió el aludido, empujando hacia atrás al licántropo, para que se apartase de Niké. Pallas también tiró de él, pues parecía dispuesto a llevarse a su hija por la fuerza y ambos sabían que eso sólo lograría empeorar las cosas.
-Déjame en paz y no te metas, Francis –exclamó soltándose de ambos con un brusco manotazo. –Son cosas que tú no entiendes. Tengo que hablar con mi hija.
-Yo no soy tu hija –le increpó Niké, asomando la cabeza por detrás de Francis. –No quiero ser la hija de alguien como tú. No voy a volver a hablar contigo nunca. ¿Me oyes? ¡¡Nunca!!
Clyven dio un paso hacia ella, furioso, Pallas se interpuso en su camino, delante del paladín, reforzando el parapeto tras el cual se escondía la mayor de sus hijos. Niké se encogió, aferrada a la ropa de su padrino, cerrando los ojos, en espera de sentir cómo éste era apartado de un brusco empellón para dejarla a merced del golpe que sin duda recibiría. Su padre nunca le había pegado, ni siquiera levantado la mano, pero ahora que había descubierto qué clase de persona era, estaba segura que lo haría.
Sin embargo, la que recibió el golpe fue la puerta de la casa de Francis y Estella, que casi se salió de sus goznes cuando el mercenario descargó contra ella su frustración. Clyven se había marchado de la casa, incapaz de soportar el ver como su hija tenía miedo de él.
-Pero ¿qué...? –Francis miró a Pallas con la perplejidad reflejada en el rostro.
-Ahora no, Paladín –susurró la hechicera, pidiéndole un poco de paciencia para recibir una explicación, pues primero tenía que solucionar la situación con su hija. –Niké, por favor, cariño, ven conmigo. Te aseguro que no es lo que parece. Volvamos a casa y allí te lo explicaremos todo ¿sí? Ya tienes edad para saberlo.
-¿Para saber el qué? ¿Que todo es una mentira? ¿Que mi padre es un asesino? ¿Que nací de una violación y que eso es lo que te ha tenido atada a él? Ya nada va a sorprenderme.
La hechicera y el paladín se miraron asombrados y luego volvieron a fijar los ojos en Niké. El crujido de una rama al partirse pasos acelerados les hizo saber que Clyven había escuchado aquella última y dolorosa pregunta.

La puerta de la casa se abrió de nuevo y Clyven cruzó el umbral, sin dar tiempo a ninguno de los presentes a dar respuesta a las palabras de su hija. Atravesó la sala y la tomó por los brazos con fuerza, casi levantándola en vilo, y la zarandeó mientras le gritaba. Tenía los ojos llenos de furia, apretaba los dientes de frustración, con tanta fuerza que rechinaban. Su voz resonó como un trueno en la casa.
-¿De dónde coño te has sacado eso? ¡Responde! ¡Vamos! ¿Acaso crees que me voy tirando a todo bicho viviente quiera o no quiera? ¿Eh? ¿Crees que estoy tan desesperado que no sé hasta dónde llegan los límites? ¿Piensas que no tengo sentimientos, que soy únicamente una bestia que mata sin razón? ¡Mírame, Niké! ¡Mírame y dime si de verdad me crees capaz de hacer algo así! ¡¡Contesta, maldita sea!!
La rabia le hizo apretar las manos más de la cuenta y el gesto de dolor de Niké no se hizo esperar. Aunque los ojos se le llenaron de lágrimas, se mordió el labio inferior para no gritar. No le daría esa satisfacción. Forcejeó para soltarse, pero la fuerza de su padre seguía siendo muy superior a la suya. Estaba asustada y quería alejarse de él. No era la primera vez que veía a su padre tener una reacción violenta. De pequeña, incluso le hacía gracia verlo enfadarse y refunfuñar contra todos. Pero ahora que era ella el objeto de su ira, quería perder de vista esa mirada asesina.
-¡Suéltame! ¡Me haces daño! –logró balbucir.
-¡¡Clyven, déjala!! –dijeron a coro la hechicera y el paladín.
Al instante, las manos de Clyven la soltaron, cayendo inertes a ambos lados del hombre lobo. Sus ojos, oscuros como la noche, siguieron la estela que dibujaron los cabellos de Niké cuando corrió a esconderse en la habitación de su padrino. Se quedaron fijos en la puerta, tras la que se escuchaba el llanto de la muchacha. Buscaron a su mujer y se sorprendieron de ver cómo los dos pequeños, que habían llegado corriendo desde la cocina, se escondían tras ella, asustados de las voces de su padre.
-Clyven, márchate –pidió Francis.
-¡¿Qué?!
-Que te largues. Me has oído perfectamente.
-No pienso irme sin mis hijos.
-No te preocupes. Llévate a los niños. Niké se quedará aquí esta noche, hasta que todos estéis más tranquilos.
-¡Y una mierda! ¡Quítate del puto medio, Paladín! Voy a llevarlos a casa aunque tenga que cargar con ellos todo el camino. ¡Niké, sal de ahí, nos vamos! ¡No me hagas entrar a buscarte!
-Tú no te la llevas a ninguna parte. Al menos hasta que te tranquilices.
-Estoy muy tranquilo para como debería estar, así que no me toques los cojones.
-Y una mierda estás tranquilo –respondió el paladín, usando las mismas palabras que el licántropo, contagiado de su estado de ánimo.
-Ya basta, los dos –intervino Estella desde la puerta de la cocina. –Estáis asustando a los pequeños.
La sacerdotisa se acercó a Pallas y acarició la cabeza de Clío. La hechicera le sonrió y murmuró un quedo "gracias" por haber cuidado de sus hijos y por intentar calmar la situación. En esos momentos, ella no tenía fuerzas. Había perdido mucha sangre y le costaba mantenerse en pie. Estella, intuyendo por la palidez de su rostro que no tardaría mucho en desplomarse, la tomó del brazo y la condujo a una silla, seguida de los pequeños. Áyax trepó hasta acomodarse en las rodillas de su madre y Clío se quedó de pie, entre ella y la tía Estella.

Clyven se mordió los nudillos para no emprenderla a golpes contra todo.
-Clyv... ¿por qué no dejas que Niké se quede con nosotros esta noche? Mañana estará más calmada y podréis hablar con ella.
El licántropo fulminó a aquella mujer con la mirada. Sabía que tenía razón. Niké era tan obstinada como él y nunca daba su brazo a torcer. Obligarla a ir con ellos sólo empeoraría las cosas. Miró a Pall para conocer su opinión y el ligero cabeceo de la bruja le indicó que estaba de acuerdo. Resopló y asintió con la cabeza.
-Está bien, que se quede. Y más vale que la cuides, Paladín, –añadió encarando a Francis –porque te haré responsable de todo lo que le pase.
-No tienes que decirme como cuidar de mi ahijada.
Clyven le dio la espalda y se acercó a la hechicera. Tomó a Áyax de su regazo y se lo echó al hombro, como si de un saco de patatas se tratase. El niño pataleó riendo; todo aquello era para él parte de un juego al que solían jugar, en el que Clyven lo atrapaba así y tenía que escaparse.
Clío se abrazó a su pierna, moviendo la cabecita de un lado a otro. Clyv sonrió y le acarició el pelo. Sus pequeños estaban acostumbrados a él y, a pesar de que se asustaban con sus arrebatos de furia, sabían reconocer cuándo era el momento de volver a acercarse.
-¿Podrás llegar hasta casa, Pall?
La bruja asintió y se puso en pie, tambaleándose.
-Esperad –los retuvo Estella. –Voy a curarte eso.
-Gracias, Estella, pero no es necesario que te molestes –le respondió la hechicera con una sonrisa un tanto forzada.
-No es molestia, mujer. Siéntate, que en seguida termino.
La herida no supuso mucho esfuerzo para la sacerdotisa de Asanda. Los poderes que le otorgaba su Diosa paliaron el dolor y frenaron la hemorragia. Ahora todo dependía de ella.

Antes de partir, Clyven y Pallas echaron un último vistazo a la puerta tras la que se encontraba Niké. Estella tenía razón, necesitaba desahogarse y tranquilizarse antes de escuchar la historia que iban a contarle.
Francis cerró la puerta y dedicó una mirada a su mujer. Ella asintió y entró en la habitación donde Niké, vencida por el llanto, se había quedado dormida. Con un gesto le indicó al paladín que no hiciese ruido y se quedó a su lado, hablando en susurros.
-Dejemos que descanse y mañana la acompañaremos a su casa. ¿Tú sabes qué es lo que ha pasado entre ellos?
Francis negó con la cabeza.
-Niké dice que Clyven estaba atacando a Pallas. Aunque eso es imposible. Ese lobo cabezota es bruto como él solo, y más terco que una mula, pero mataría por su familia. ¿Qué puede haber sucedido? Me preocupa. Niké se está creando un concepto muy duro de su padre... y creo que, en cierto modo, injusto.
-Pero la herida de Pallas la había hecho Clyven ¿no?
-Eso es lo que no tengo claro. Clyven nunca haría daño a Pall conscientemente y mucho menos a Niké. Pero ella dice que intentó matarlas a las dos. Y Niké nunca ha sido una niña mentirosa.
-No te preocupes, Francis –sonrió la joven, –seguro que todo tiene una explicación.

-Tranquilo, Clyv –dijo la hechicera a mitad de camino hacia su casa, rompiendo por fin el silencio que había reinado entre ellos desde que abandonaran la casa de sus amigos, acariciándole el brazo con el que tenía cogida a Clío, que se había quedado dormida apoyada en su hombro, al lado contrario donde su hermano la había acompañado al reino de los sueños. - Lo entenderá.


Continúa en: La Marca de la Bestia. (III)

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