viernes, 23 de septiembre de 2011

La Marca de la Bestia. (I)

Acababa de cumplir los doce años. Aún llevaba el cabello recogido en dos coletas, a ambos lados de la nuca, que se habían convertido en una especie de marca personal, y vestía con ropa de varón. Pantalón marrón oscuro, metido por dentro de sus botas, que se ataban con cordones de cuero hasta los tobillos. Le quedaban algo largos, por lo que la tela se arrugaba sobre el borde del calzado. La camisa, de un intenso color melocotón, se ceñía a las pequeñas curvas que empezaban a desarrollarse. Sus padres le habían regalado un precioso vestido por su cumpleaños, pero le parecía demasiado fino para estropearlo en sus correrías por el bosque y lo guardaba para mejor ocasión.

La noche había ya cubierto el cielo hacía horas y Niké seguía sola con sus hermanos pequeños en casa. Se asomó a la ventana por si veía acercarse a sus padres, aunque sabía que sería inútil, pues su fino olfato de lobo habría captado su olor al acercarse a la vivienda.
Fuera todo estaba tranquilo, oscuro, únicamente iluminado por el tenue resplandor que escapaba por la ventana de la casa. Ni siquiera había luz ya en las ventanas de los vecinos. Era tarde. Las estrellas titilaban en el cielo, pero no había ni rastro de la luna.
-Clío, Áyax, no os mováis de aquí. Voy a asomarme fuera para ver si vienen papá y mamá –ordenó a sus hermanos, una hermosa niña de seis años y un niño de cuatro, que asintieron con un enérgico cabeceo.
Los tres se parecían a su padre. El pequeño Áyax era el que más rasgos maternos tenía, por el momento, aunque era innegable que era hijo de Clyven. Cabellos oscuros, ojos oscuros, piel clara, pero que se tostaba con facilidad al exponerse al sol… Hasta aquella forma de fruncir el ceño cuando se enfadaban, que hacía pensar que iban a saltarte encima en cualquier momento. Y los tres habían heredado su naturaleza animal, como cabía esperar. Los lobos enéidicos engendraban lobos. Eran contadas las excepciones a esta regla.
Niké salió al camino. Estaba inquieta, pero no podía explicar por qué. Sus padres no le habían dicho que fuesen a salir tarde, pero tampoco le habían asegurado que no lo harían. Tal vez les hubiese surgido algo, pero... estaba empezando a preocuparse.
Y tener a Clío y Áyax preguntando cada dos por tres dónde habían ido sus padres, no ayudaba. El pequeño se había puesto a llorar, despertando asustado de una pesadilla. Su llanto había despertado a Clío, con la que todavía compartía habitación. Y ellos se habían encargado de sacar a Niké de la cama, pues la chiquilla se había levantado ante los gritos de los pequeños al ver que sus padres no lo hacían. Fue entonces cuando descubrió que no estaban en casa. Al final había optado por levantar a los niños y ponerles a jugar mientras esperaba a que regresasen.

Un aullido resonó en la quietud de la noche y la joven licántropo lo reconoció al instante. Era su padre. Sin embargo, no decía nada, era sólo un grito que no podía interpretar. Esperó, por si había un segundo aullido. Apenas habían pasado un corto par de minutos, que se le antojaron infinitos, cuando captó algo más: sangre. La sangre de su madre.
No se lo pensó dos veces y echó a correr guiada por el olor de la hechicera. Los matorrales le golpeaban las piernas y avanzaba esquivando los troncos y ramas por puro instinto, pues sus ojos estaban fijos en algún lugar de la negra oscuridad que se extendía por el bosque.

Clyven no fue consciente del acercamiento de su hija, demasiado ocupado en lo que tenía entre manos, y Pallas no pudo saberlo hasta que la vio por encima del hombro del licántropo, petrificada entre los árboles, con los ojos abiertos por la sorpresa, intentando decir algo pero sin ser capaz de pronunciar una sola palabra. No podía ser verdad lo que estaba viendo. No. Su madre estaba herida, tenía un mordisco en el cuello que sangraba abundantemente. Y aquella enorme mole peluda y oscura que la tenía aprisionada contra el tronco de un árbol, aplastada entre su cuerpo y la corteza rugosa que se le clavaba en la espalda, y que tenía la cabeza hundida en el hueco de su cuello, mordiendo sobre la clavícula, no era otro que su padre. El fuerte olor de la sangre le provocó náuseas. O quizás provinieron de ver cómo aquellas manos, cubiertas de espeso pelaje y rematadas con fuertes garras, exploraban sin pudor alguno el cuerpo de su madre. Era toda una demostración de poder y fuerza. Un macho sometiendo a su hembra.
La bruja invocó un conjuro que hizo que el hombre lobo, convertido en un híbrido sin consciencia humana, se apartase de ella. Clyven se agazapó en el suelo, las manos apoyadas en la húmeda tierra, cubierta de hojas y hierba. Hundió los dedos en la tierra, estrujando los terrones arrancados hasta deshacerlos y que escaparan entre sus dedos. Gruñó, mostrándole a Pallas los colmillos, que goteaban sangre. Pero no estaba satisfecho, quería más, siempre tenía más y en aquella ocasión no iba a conformarse con sólo unas gotas. Iba a saltar de nuevo sobre su presa cuando cayó en la cuenta de que aquel olor que había percibido cuando la cazaba estaba mucho más cerca. Tan cerca que con sólo girar la cabeza la halló. A unos pasos, mirándolo muerta de miedo. Podía sentir el pánico que emanaba, que le impedía correr, gritar o defenderse. Y eso le excitó, más aún que sentir la sangre de la hechicera bajar por su garganta. No reconocía a la niña. Tampoco le importaba. Era sólo una presa. Una preciosa presa con la que jugar antes de arrancarle la vida a mordiscos.

Con un gruñido que parecía una carcajada triunfal, la bestia se abalanzó sobre Niké, dispuesta a matar. La muchacha siguió el arco que trazaba su salto con la mirada, como si transcurriese tan lentamente que pudiese observar el movimiento de cada fibra con detalle. No podía moverse, impactada ante la idea de que, efectivamente, su padre estaba saltando sobre ella con claras intenciones de hacerle daño. Sin embargo, Clyven la había enseñado bien y había entrenado desde niña su instinto de supervivencia. Niké saltó a un lado, cayendo estrepitosamente al suelo, clavándose astillas en las manos al arañarse con las ramas caídas y raíces de los árboles que les rodeaban. Por ello no pudo ver que Clyven no cayó en el lugar que antes ocupara, sino que su trayectoria fue desviada por un potente rayo azulado que impactó en su costado izquierdo, haciéndolo chocar contra el tronco de un árbol. En el lugar donde había hecho diana el conjuro, el pelaje del licántropo se cubrió de blanca escarcha.
Los ojos de Niké buscaron el origen de aquel golpe de hielo y hallaron a su madre, tambaleante, con ambas manos extendidas hacia Clyven, y con los restos del hechizo aún presentes, como una neblina azulada que se deshacía entre las manos de la hechicera. La sangre que manaba de la herida de su cuello empapaba su ropa y caía cubriendo su blanca piel de escarlata.
-Corre, Niké, vete de aquí –le gritó su madre.
Pero ella no podía moverse. Aquella imagen retumbaba en su cabeza una y otra vez. Había pensado que sus padres estaban en peligro, que habían herido a su madre y que Clyven estaba intentando protegerla, como hacía siempre. Ella lo había visto en demasiadas ocasiones. Ese hombre era capaz de todo por su madre. De amenazar, de robar, de rendirse, de morir, de matar. Había corrido hacia allí pensando, en un arranque de suficiencia desmedida, creyéndose útil, para encontrarse con un panorama inexplicable. Clyven, el hombre al que tanto admiraba, el que era para ella poco menos que un dios, un héroe, se había convertido en un asesino. Porque para Niké, las veces que su padre había matado con anterioridad eran otra cosa. Sí, había escuchado esa descripción del lobo muchas veces, pero ella lo entendía a su manera. Era su deber, su trabajo, su modo de vida. Se suponía que lo hacía por defender unos ideales. Aunque en realidad la muchacha no supiese lo equivocada que estaba en su concepción. Era hija de un asesino y acababa de darse cuenta de lo que eso significaba, del dolor y el miedo que causaba a los demás cada vida que sesgaba. Ya no era un hombre, no era un cazador, ni tan siquiera un asesino. Era una bestia. Una bestia letal que había intentado acabar con la vida de su madre... y con la suya propia.
Y Pallas... Pallas tampoco se quedaba atrás. Ella, que era su modelo a seguir, la mujer que había dejado todo atrás por seguir al hombre que amaba… Estaba usando su magia contra él. Y no un pequeño rayo de luz o una bola de fuego, no. Estaba empleándose a fondo.
Niké los miró alternativamente. Clyven se recuperaba del ataque de la bruja y se sacudía, poniéndose en pie. Pallas afianzaba los pies en el suelo. Llevó una mano hacia su espalda con lentitud, como si quisiese que Clyven no percibiese ese movimiento. Al devolverla a su posición, portaba una daga. ¡¡La daga de plata!! ¡¡Por eso su madre siempre la llevaba escondida en el cinto!! Para estar preparada por si Clyven decidía atacarla.

Todo el mundo de Niké acababa de estallar, de derrumbarse, de hundirse bajo las aguas, en la profundidad del abismo. Todo era una mentira. Toda su maravillosa y feliz vida en familia no era más que un estúpido teatro. Allí, ante ella, estaban sus padres, luchando a muerte.
¿Qué podría haber pasado para que llegasen a esos extremos? Ahora se planteaba cosas que antes ni se le habrían pasado por la cabeza. ¿Todas las veces que había visto a su madre herida habían sido culpa de su padre? ¿Las heridas de su padre las había causado la bruja? ¿Realmente Clyven estaba siendo capaz de forzar a una mujer? ¿A esa mujer?
Hasta ese momento lo había creído imposible. Total y absolutamente imposible. Y ahora estaba viéndolo. No era un rumor, no era una sospecha. Era una certeza.
Pero entonces... ¿Por qué fingían ante todo el mundo que eran felices? ¿Por qué habían tenido tres hijos? ¡Ah! ¿Eran acaso ella y sus hermanos fruto de las violaciones de su padre a su madre? Porque él era lo suficientemente fuerte para obligarla y acababa de descubrir que lo suficientemente insensible como para hacerlo.

Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas. Pallas dio un par de pasos hacia ella, tapándose la herida, que estaba en el hombro izquierdo, con la mano derecha.
-Niké, cariño, vete de aquí.
El licántropo se levantó y las miró a ambas, como si dudase cuál de las dos era el bocado más dulce. La hechicera le solucionó el dilema con un nuevo golpe de energía helada.
El alarido de dolor del Clyven asustó aún más a Niké, que no era capaz de procesar todo aquello que estaba viendo. Sabía que ese tipo de magia podía resultar letal si se usaba demasiado, podía congelar al licántropo y que su corazón se detuviese. Ella no quería ver morir a su padre... ni a su madre... ¿o sí? Sí, una parte de ella había querido ver muerto a aquel ser que atacaba a su madre, del mismo modo que quería ver caer a quien hería a Clyven. Si hubiesen sido otras personas… Pero verlos atacarse entre ellos, de esa forma. Estaba demasiado confundida.
-¡¡Os odio!! -les gritó antes de regresar corriendo sobre sus pasos.
No se detuvo hasta llegar a casa, no miró hacia atrás, no se molestó en limpiarse las lágrimas para evitar que sus hermanos notasen que pasaba algo.
-¿Por qué lloras? ¿Te has “pupao”? -preguntó inocentemente el niño al verla irrumpir en la estancia principal de la casa.
Arqueó las cejas, aún finas y poco pobladas en su rostro infantil al no hallar respuesta. Iba a protestar cuando Niké le cogió en brazos. En pijama y descalzo, su hermana mayor salió de nuevo a la calle.
-Vamos, Clío, tenemos que irnos –explicó tendiéndole una mano, una vez acomodado el pequeño contra su cuerpo.
-¿Qué pasa? ¿Dónde está mamá?
-Luego te lo cuento. Ahora tenemos que irnos, rápido.
Le agarró la mano con brusquedad y tiró de ella para sacarla de la casa. No cerró la puerta. Por mucho que Clío insistió en que debían volver a cerrarla, no se lo permitió, continuando su apresurado camino hacia el único lugar donde encontraría consuelo en aquellos momentos. Necesitaba muchas respuestas y sólo había una persona a quien pedírselas, pues a sus padres no pensaba volver a dirigirles la palabra en lo que le quedaba de vida.

Los insistentes golpes en la puerta hicieron al paladín levantarse un tanto molesto. No eran horas de llamar así a ninguna casa decente. Renegando, abandonó la cama y se dispuso a abrir. Iba a reprocharle a quien quiera que fuese su mala educación, pero no tuvo tiempo. Nada más abrir la hoja de maciza madera de roble, alguien se echó a sus brazos, llorando amargamente. Repuesto de la sorpresa inicial, acarició con ternura la cabeza de su ahijada e indicó con un cabeceo a los dos pequeños, que se encontraban a su lado en el umbral y que miraban a su hermana mayor sin entender qué ocurría, que se metiesen en casa. Sin dejar de abrazarla, llevó a Niké al interior y cerró la puerta, echando un último vistazo cargado de preocupación.


Continúa en: La Marca de la Bestia (II).

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