miércoles, 24 de agosto de 2011

LVDLL VI. Althía o Pallas. (II)

De repente su vista empezó a nublarse. Parpadeó para alejar aquella sensación. Lya la miraba fijamente, sin dejar de murmurar una y otra vez las palabras del hechizo. Niké tembló entre sus brazos y ella reaccionó. Se puso en pie con rapidez y levantó un escudo protector, una brillante espiral violácea que las envolvía a ella y a su hija, sin dejar de girar. Era un hechizo menos potente que el escudo mágico que empleaba normalmente, pero, a diferencia de éste, consumía mucha menos energía y le permitiría lanzar un ataque sin dejar desprotegida a la niña. La habitación se tiñó de tonos rosados, reflejo de la tenue luz que despedía su conjuro.
- ¡¡Ëleon!! ¡Rápido! ¡Abrid las cortinas!
- No - respondió él sin moverse.
- No sabéis lo que estáis haciendo. Ese libro contiene poderes demasiado grandes para cualquier mortal.
Lya esbozó una sonrisa al corroborar que la hechicera conocía el tomo que ella estaba leyendo.
- Ëleon, aún estáis a tiempo, pero si acaba el conjuro ya no habrá marcha atrás.
- ¿Y quién dice que yo quiero que la haya?
- Es muy arriesgado, si algo sale mal podríamos morir todos. El Libro Rojo contiene conjuros prohibidos y siempre hay que pagar un precio para realizarlos.
- No me importa. Althía y Altaír estarán de nuevo conmigo. El oro es lo de menos.
- No es de oro de lo que se tr...
Sus palabras quedaron ahogadas por un desgarrador chillido. Ëleon desvió la vista hacia su mujer y su hija, que se retorcían en las camas como si estuviesen sobre brasas ardientes. De pronto, todo acabó con la misma rapidez con la que había empezado.
Las velas se apagaron dejando la habitación sumida de nuevo en la más cerrada oscuridad. Ya ni el purpúreo resplandor del hechizo de Pallas se abría paso en aquella negrura. Ëleon avanzó trastabillando y tropezando con un mueble hasta la ventana, que reconoció por el tacto de las cortinas. Las abrió de un seco tirón, casi al tiempo en que uno de los sirvientes abría la puerta e irrumpía en la alcoba, seguido de algunos de sus compañeros, para socorrer a su señora.
- Señor... ¿Qué ha pasado? - preguntaron.
Ëleon observó la habitación, todavía con las cortinas aferradas, enmudecido por un amalgama de sentimientos que ni él mismo podía definir: sorpresa, miedo, desazón, nerviosismo, rabia, ira y un profundo dolor.
Las camas que hasta hacía unos segundos estaban ocupadas por Althía y Altaír se hallaban ahora vacías y revueltas. No había ni rastro de ellas ni de la bruja que había realizado el hechizo. Tan sólo Pallas Atenea y Niké estaban allí, además de él y los sirvientes, en el suelo, inconscientes y abrazadas la una la otra.
- Ëleon - la voz de Edhuarein hizo que el comandante desviase la mirada hacia la puerta - ¿Qué... qué ha pasado?
- No salió bien - dijo con un suspiro al notar la mano del anciano sobre su hombro cuando éste llegó junto a la ventana - Pallas se puso nerviosa, empezó a hacer magia ella también, Althía y Altaír gritaban y, de repente, todo acabó y ya no estaban.
La explicación era demasiado escueta, pero no disponía de una mejor. Ëleon era un hombre de armas y la magia escapaba a su entendimiento. Los pequeños detalles que para un mago podían estar cargados de significado para él eran, simplemente, inexistentes. No entendía la necesidad de dejar la habitación sumida en la más absoluta oscuridad, ni las palabras arcanas, ni la promesa que Lya le había hecho escribir en un pergamino para quemarla y hacerle empuñar las cenizas durante el conjuro. Se dio cuenta entonces que aún tenía restos de ceniza entre los dedos y se sacudió la mano contra el pantalón.
Tal vez su ignorancia le llevó a no escuchar la advertencia de Pallas sobre el uso de conjuros prohibidos, sobre todos si éstos eran de magia negra. En realidad no entendía qué era la magia negra, ni la blanca, ni ninguna. Para él era únicamente magia. Pensaba que la diferencia se hallaba en el uso que se le daba, como una espada que es usada por un paladín defensor del bien o un asesino. La misma arma, distinto dueño.
- Ambos queríamos tener a Althía y Altaír de nuevo con nosotros, Ëleon. Aceptamos la oferta de esa mujer y los dioses nos han castigado por ello. Hemos ofendido a Asanda pagando a otros para obtener los dones que ella debía darnos si era su voluntad y ahora hemos de cumplir la pena, hijo mío.
- ¿Y ellas? - sus ojos viajaron por la habitación hasta los cuerpos de Pallas y Niké, aunque sus pupilas se hallaban fijas en algún lugar del infinito - ¿Por qué esa bruja y su hija siguen aquí?
- Asanda es una diosa justa, no impondrá su castigo a inocentes. Tal vez su destino no era abandonar Camelot y nunca debieron ser traídas a Gyenhäll.
- Supongo que tienes razón. Dispondré todo para su partida en cuanto despierten. Ya no tiene sentido que permanezcan aquí.
Edhuarein asintió. Se miraron a los ojos y ambos hombres se fundieron en un abrazo, unidos por el dolor de haber perdido a las dos personas más importantes de sus vidas.

El sol de la mañana sacó a Althía de su sueño. No sabía cuanto tiempo había dormido, pero se sentía muy pesada, como si cada célula de su cuerpo estuviese hecha de plomo. Con mucho trabajo empezó a moverse. No recordaba demasiado de los últimos días. Sabía que estaba enferma, que su esposo había ido a buscar una cura, pero no sabía si había vuelto aún.
Se incorporó muy despacio y se sintió mareada. Dudó si era buena idea levantarse. Las fuerzas parecían haber vuelto a su cuerpo, pero sus movimientos aún eran inseguros y temblorosos.
Tan despacio como se había incorporado, sacó los pies por el lateral de la cama y los apoyó en el suelo. Se extrañó de llevar puestas las botas. Sobre todo porque no recordaba tener un par de botas como aquellas. El vestido era suyo, lo reconocía, uno blanco y rosa, que estaba ahora demasiado arrugado para que nadie la viese con él. Se lo notaba más justo que de costumbre. El no moverse de la cama en ese tiempo la había hecho engordar. Se miró las manos. Había algo extraño en ellas. Si no fuese porque se hallaban al final de sus brazos y respondían a los movimientos que deseaba realizar, habría jurado que no eran las suyas. Se pasó las manos por la cara y el pelo, hacia la nuca. Algo faltaba. Su larga melena castaña había desaparecido. Buscó y buscó sin éxito los mechones que deberían pender de su cabeza, pero únicamente hallaba cortos cabellos que se enredaban en sus dedos.
Se levantó tambaleante y avanzó hacia el espejo de pie, ricamente decorado, que tenía junto al ropero y se miró. Observó su reflejo una vez. Dos veces. Tres. Hizo algunos gestos para comprobar que no se trataba de una broma o un producto de su imaginación. ¿Quién era aquella mujer que la miraba desde el otro lado? ¿Ella? Ella no era así. Era un poco más baja, más delgada, con la piel más clara, el cabello largo y liso y los ojos verdes. No se reconocía. No sabía quién era. Y gritó. Gritó con toda la fuerza de sus pulmones para atraer a alguien que pudiese explicarle qué ocurría allí.
Ëleon y Edhuarein llegaron apenas unos segundos después de que comenzaran los gritos, seguidos de tres o cuatro sirvientes, no se pararon a contar. Entraron en la habitación sin llamar y se repartieron por su interior buscando la causa del espanto de la mujer. El comandante se acercó a ella, que lo miró a los ojos angustiada antes de buscar refugio entre sus brazos.
- Ëleon, gracias a los dioses eres tú - el sorprendido comandante buscó la mirada de Edhuarein, quien respondió con un ligero encogimiento de hombros.
- ¿Os encontráis bien, señora? - indagó el sorprendido comandante separándola ligeramente.
- Ëleon, soy yo, Althía. ¿Es que no me reconoces?
- Al... ¿Althía? Pero... pero... ¿cómo es posible? - la observó de arriba a abajo. ¿Aquel era el efecto del conjuro? ¿Por eso Pallas le había aconsejado interrumpirlo? No comprendía, pero si aquella era en verdad su esposa tendrían mucho de lo que hablar.
- Padre - sonrió la joven soltando a Ëleon para buscar el abrazo del anciano.
- Hija mía, ¿de veras eres tú? ¡Por Onour bendito!
El comandante se alejó de ellos para acercarse a una personita que temblaba en un rincón, hecha un ovillo, abrazada a sus rodillas, sollozando. Se acuclilló delante de ella y le acarició con suavidad la cabeza.
- ¿Altaír? - preguntó.
La niña levantó la cabeza y con los ojos llorosos se tiró sobre su padre.
- ¡Papá!
Ëleon la apretó contra sí con ternura y la llevó con el resto de su familia de la mano. Madre e hija parecían no reconocerse. Necesitaban tiempo para adaptarse a su nueva situación y una explicación que ni Ëleon ni Edhuarein sabían muy bien cómo abordar.
Los sirvientes entendieron que aquella conversación no estaba hecha para sus oídos y abandonaron la alcoba con discreción.
- Ëleon, ¿qué ha pasado? - insistió Althía - ¿Por qué Altaír y yo hemos cambiado?
Su esposo miró a Edhuarein y éste asintió levemente. Era mejor contarles toda la verdad para que pudiesen superar cuanto antes los cambios.
- Ven, sentémonos - Ëleon tomó la mano de su esposa y tiró suavemente de ella hasta el borde del lecho, donde se sentó y esperó a que ella lo acompañase para continuar - Altaír y tú estabais muy enfermas. Para intentar salvaros fuimos a Camelot a buscar una de las Gemas de Asanda - la joven dama asintió - En el camino de regreso, uno de mis soldados arrolló a una mujer y una niña con su caballo y nos detuvimos a atenderlas. No te asustes, ambas estaban bien - añadió al ver el gesto de su esposa, apretándole suavemente la mano - Aquella mujer era una maga y prometió ayudarnos a sanaros. Por desgracia no tuvo éxito.
- ¿Entonces? ¿Cómo es que estamos sanas y con este aspecto? - preguntó Althía un tanto impaciente. Quería saber el motivo de su inesperado y radical cambio.
- Desesperados al no encontrar cura para vosotras, ya que la Gema de Asanda había resultado inútil, tu padre y yo ofrecimos una generosa suma de oro para quien pudiese traernos una solución. Ayer, por fin, llegó una mujer que decía que podía acabar de una vez por todas con vuestra enfermedad y no lo dudamos.
- Pero algo no salió como esperábamos - añadió Edhuarein desde el otro lado de la cama, donde se había sentado con Altaír en el regazo.
- Cuando terminó el conjuro, os pusisteis a gritar. Luego todo quedó oscuro y cuando abrí las ventanas ya habíais desaparecido.
- ¿Desaparecido? Pero si estábamos aquí... aunque éramos diferentes.
- El aspecto que tenéis ahora son los de la mujer y la niña que encontramos en el camino de regreso desde Camelot. Es como si os hubieseis metido en sus cuerpos.
- ¿Y ellas? ¿Están en nuestros cuerpos?
- No lo sabemos. Desaparecieron junto con la mujer que realizó el hechizo. Creímos que erais ellas, que os habíamos perdido para siempre. Pero la vida ha sido generosa y nos ha concedido otra oportunidad - se alegró Ëleon, besando con devoción las manos de su mujer - Me alegro tanto de teneros de nuevo conmigo.
- Ëleon... - se sonrojó ella, retirando las manos. A pesar de los largos años de matrimonio aún le resultaba inapropiado recibir aquellas muestras de cariño delante de su padre, aunque éste estuviese demasiado ocupado haciendo carantoñas a la pequeña.
- Sé que será difícil adaptarse al cambio, amor mío, pero poco a poco nos acostumbraremos.
Althía sonrió y apoyó delicadamente la cabeza sobre el hombro de su esposo.

La noche cayó sobre Gyenhäll. Las sombras se alargaban arrastrando por sobre paredes y suelos los últimos rastros de luz. Althía arropó a su hija y se dispuso a abandonar el dormitorio de la pequeña. Había sido un día demasiado duro para Altaír. En realidad, se dijo, lo había sido para las dos. Tener el aspecto de otras personas era una situación extraña. Si a ella, que ya era una mujer adulta, le costaba entenderlo, suponía lo que debía ser para su hija. Pero todo era cuestión de tiempo.
Entró en la alcoba que compartía con Ëleon. Todo seguía exactamente igual que de costumbre. Suspiró con alivio. Comprobar que una parte de su mundo, aunque pequeña, se mantenía en pie, era un atisbo de esperanza.
Caminó hasta el ventanal que daba a los jardines y observó el cielo estrellado. No sabía cuánto tiempo había permanecido sumida en sus pensamientos, cuando los brazos de su esposo rodeando su cintura la hicieron volver al presente.
- Siento haberte asustado - susurró el comandante al sentirla estremecerse entre sus brazos, depositando un cálido y lento beso en su cuello, como punto y final de su frase.
- No pasa nada - susurró ella, reconfortada al verse envuelta en el calor que desprendía el cuerpo del militar.
Ëleon no siguió la conversación, al menos no con palabras. Sus manos subieron por el talle de su esposa hasta llegar a la cinta que cerraba el escote de su vestido, sin que sus labios se despegasen de la piel de la mujer.
Muy despacio, tiró de uno de los cabos del lazo, que corrió con el suave sonido de la fricción de la tela y se deshizo, dejando el camino libre para aflojar el corpiño.
Los experimentados dedos del comandante siguieron el recorrido de la cinta que se entrecruzaba cerrando el cuerpo del vestido, aflojando la tela para abrir paso a sus manos hacia la piel de Althía.
- Ëleon... - murmuró ella con la voz entrecortada por un suspiro.
- ¿Um? - la invitó a continuar él, sin desatender su labor.
- Aún... aún es pronto.
- ¿Pronto? Ya es de noche, amor mío. Altaír está dormida y tenemos todo el tiempo del mundo hasta que salga el sol. Te he echado tanto de menos.
- No. Déjame - protestó ella removiéndose para apartarlo de su lado.
Ëleon se detuvo. Dejó las manos sobre las caderas de su esposa y, suavemente, la hizo girar para poder mirarla a los ojos.
- Althía, eres mi esposa - sonrió elevando la mano para acariciar la mejilla de la joven - No vamos a hacer nada que no hayamos hecho antes, ni que los no dos deseemos.
Ella se miró unos segundos, antes de responder con los ojos fijos en los de él.
- Ésta no soy yo. Es otra mujer. No... no me siento a gusto. Es como si tus besos y tus caricias fuesen destinados a otra.
La sonrisa de Ëleon se amplió. Los celos de su mujer le resultaban enternecedores. A pesar de que le doblaba la edad cuando se casaron, él la amaba profundamente y cada pequeño detalle que indicaba que ella le correspondía le hacía el hombre más feliz del universo. Sin cambiar su gesto la atrajo contra sí y la abrazó.
- Será cómo y cuándo tú quieras, Althía - le dijo tras darle un tierno beso en la frente, con total devoción - Ven, vamos a dormir.
Aunque reticente, la dama dejó que la guiase hasta el lecho, tomada de la mano, y, tras dejar a un lado el vestido y las botas, se cubrió con un ligero camisón de seda y se introdujo entre las sábanas. Ëleon se acomodó a su lado y la abrazó con un suspiro de resignación. Era evidente que esperaba mucho más de aquella noche. Deseaba poner un broche de oro al día en que su esposa y su hija habían burlado a la muerte. Sin embargo, no tenía más remedio que conformarse, lo que importaba era que Althía y Altaír estaban allí, con él. Con un aspecto diferente, sí, pero poco a poco todos se acostumbrarían.


Continúa en: VII. Hasta que la muerte nos separe.

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