jueves, 18 de agosto de 2011

LVDLL VI. Althía o Pallas. (I)

Clyven respiró a grandes bocanadas para llenar hasta el límite sus pulmones y observó a su alrededor. Sólo quedaban el comandante y el anciano, que se había quedado junto a la cristalera, orando a los dioses para que les librasen del demonio que había venido a traer la desgracia a Gyenhäll. Sostuvo la mirada de aquel hombre de complexión recia, rasgos marcados y cabello claro, cayendo largo hasta sus hombros, pegado a su frente a causa del sudor, sobre sus ojos verdes. En su mano derecha empuñaba con fuerza la espada que, sabía, de poco iba a servirle contra el ser que tenía delante, aparentemente humano, pero que había acabado con casi una docena de hombres armados en unos cuantos minutos, sólo con las manos desnudas, y las únicas heridas que había encajado eran cortes sin importancia, que lo máximo que dejarían sería una cicatriz. Aunque ya incluso dudaba que la dejasen. Fuese lo que fuese a lo que se enfrentaba, no era un hombre corriente. Tal vez ni siquiera fuese humano.
Clyven iba a lanzarse al ataque cuando el olor de Cyrus acercándose llegó a su nariz. No se hubiese detenido por eso, pero aroma el samurai no venía solo. Dos más lo acompañaban. Y no eran olores que él pudiese pasar por alto. 
Como si quisiese confirmar que no eran un producto de su imaginación, un guiño desesperado de la ausencia, la voz de la niña llegó hasta la sala.
- Mami, date prisa. Vamos a ver a papá.
Un escalofrío recorrió la espalda de Clyven. Cerró los ojos un segundo y se recreó en escuchar esa hermosa voz, alegre y cristalina. Ese instante era uno de los más felices de su vida. Su oponente había dejado de existir. Lo único que había allí, en ese momento, eran el sonido de los pasos de Cyrus, Pallas y Niké acercándose a la sala y el olor de su mujer y su hija inundándolo todo. Se giró para verlas entrar al escuchar el chasquido del pomo de la puerta al girar y se le paró el corazón. Había bajado la guardia, lo sabía, pero no podía dejar de mirarlas y concentrarse en el enemigo. Después de más de medio año lejos de ellas, sólo podía mirarlas, por temor a que, si apartaba la vista, desaparecieran dejándolo solo de nuevo.
Cyrus fue el primero en atravesar el arco de la puerta. El guerrero imperial echó un rápido vistazo a la estancia, tomando conciencia de la situación, claramente a su favor con Clyven cortando el paso hacia la puerta al único soldado que quedaba en pie, supuso por su aspecto que se trataba del comandante, y a un anciano que poco o nada podría hacer contra los músculos del lobo y el filo de sus espadas. Tras él entró Althía. Clyven no sabía cómo reaccionar. Tanto tiempo creyéndola muerta y ahora se hallaba allí, ante él, sin que nada ni nadie le impidiese tocarla, abrazarla, besarla y verla sonreír. Estaba tan tenso, tan asombrado, tan bloqueado por su propia incredulidad que no podía mover ni un solo músculo. Aunque no importaba, se dijo, seguro que Pallas lo solucionaba dando el primer paso y colgándose de su cuello. Y entonces él únicamente tendría que sonreír y pasar los brazos alrededor de su cintura. Sí. Todo sería perfecto. Pallas siempre solucionaba todos sus problemas. O tal vez era que teniéndola a su lado él podría enfrentar todo.
Pero... ¿por qué su mirada hacia él era tan indiferente ahora? ¿Por qué sus profundos ojos castaños miraban tan horrorizados la sangre que manchaba las paredes, los soldados heridos y los que no habían tenido la suerte de sobrevivir a sus golpes como si fuese la primera vez que viesen un campo de batalla? ¿Por qué se detenían sobre el comandante y esa sonrisa de alivio asomaba a sus labios?
- ¡Papá! - exclamó Altaír empujando ligeramente a su madre para entrar en la habitación. Althía intentó retenerla junto a ella, pero la pequeña fue más rápida y se escapó, echando a correr hacia él.
Clyven sintió que le quitaban un enorme peso de encima. Justificó para sí mismo la reacción de su mujer al entrar en la sala, atribuyéndola a la sorpresa. Era muy probable que sintiese el mismo desconcierto que él, se autoconvenció, pero su pequeña princesa no iba a fallarle. En menos de un segundo notaría su peso sobre sus brazos, sus manitas en los hombros y el dulce calor de sus labios en el rostro. Hizo ademán de inclinarse para cogerla y apretarla fuerte contra sí, cuando la pequeña pasó por su lado sin siquiera mirarlo y continuó su camino hasta aferrarse a las piernas del comandante, que la recibió con una caricia y la escondió tras él, protector, levantando la espada hacia Clyven cuando éste lo miró perplejo.
- ¡Ëleon! - oyó a su espalda la voz de la mujer, que parecía haber salido de su estupor. No había duda, era su voz - ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Quién es ese hombre?
Clyven frunció aún más el ceño. ¿Ese hombre? ¡¿Cómo que ese hombre?! ¡¡Era él!! ¡¡El único hombre que había habido en su vida!! Niké no sólo no le había reconocido, sino que consideraba a Ëleon su padre. Pallas tampoco parecía saber quién era. Buscó con los ojos a Cyrus, esperando una explicación por su parte. El oriental se limitó a encogerse de hombros.
- Lo siento, Clyven. Ya estaban así de raras cuando las encontré.
Todo era culpa de aquel bastardo, se dijo fulminando a Ëleon con la mirada. Su perplejidad dio paso a la rabia y al odio en cuestión de un instante. Se imaginó a aquel hombre jugando con su hija, subiéndola en sus hombros, llevándola en brazos a la cama cuando se dormía en cualquier lugar, dándole un beso de buenas noches y arropándola antes de marcharse de la habitación, compartiendo cada día con su familia, comiendo con ellas, paseando por la ciudad, ocupando su lugar en el lecho, haciendo el amor con su mujer...
Iba a matarlo. Iba a matarlo e iba a hacerlo en ese preciso instante.

Clyven. Ese nombre resonaba en la mente del comandante. Por su cabeza cruzó la fugaz imagen de Camelot y todo lo que había ocurrido en el camino de regreso a Gyenhäll. Y recordó dónde lo había escuchado antes.
Él y sus hombres, los mismos que habían muerto a manos del isleño, habían incendiado varias casas en la ciudad, lejos del Templo, y aprovechado el revuelo para robar una de las Gemas de Asanda. Su pueblo la necesitaba, lo hacía para protegerlos, para librarlos del mal al que estaban condenados desde la muerte de la última sacerdotisa. Las novicias no habían logrado conservar sus dones, pues ninguna había elegido su camino al servicio de la diosa por pura voluntad. Él mismo había decretado que cada año entrarían tres jóvenes al templo, elegidas por el Consejo de Ancianos. Tarde había comprendido el error de recluir a mujeres jóvenes y vírgenes contra su voluntad en un edificio lleno de soldados y esperar que se mantuviesen puras para servir a su pueblo orando a la Diosa.
Pero además, él tenía un motivo más personal. Althía y Altaír eran dos de las muchas personas enfermas por culpa del agua de Gyenhäll y estaba dispuesto a lo que fuera por salvarlas. Aunque tuviese que recurrir a robar la Gema o pagar grandes sumas de oro. Nada era tan importante como su mujer y su hija. Tal vez por eso no pudo dejar atrás a aquella otra mujer...

Cuando Ëleon y sus hombres emprendieron el galope alejándose hacia el norte de Camelot, con la Gema oculta entre la ropa del comandante, uno de sus soldados arrolló a una mujer en el camino, a una hora de las murallas. Era joven, en torno a los veinticinco años, y protegía bajo ella a una niña pequeña. Según el soldado había aparecido de la nada en mitad de la vereda y no había tenido tiempo de detener al caballo. La niña tenía apenas unos arañazos, pero la mujer había perdido el sentido. Por orden de Ëleon detuvieron la marcha para prestarles ayuda, llevándolas con ellos hasta la siguiente aldea, pues no podían arriesgarse a volver a Camelot.

Un anciano, que los demás habitantes reconocían como curandero, le hizo tomar con mucho esfuerzo una infusión de hierbas y la estuvo observando un rato y hablando con la pequeña.
- Esta mujer es una bruja, señor - informó el anciano - la niña dijo que su casa se había incendiado y que habían quedado atrapadas. Entonces su madre la cogió en brazos y murmuró algo, supongo que un conjuro arcano, que las sacó de allí y las hizo aparecer en el camino. Debe haber consumido una gran cantidad de energía en el hechizo y por eso ha perdido el conocimiento. Necesita dormir para que su cuerpo se recupere. Puede tardar días, incluso semanas. Y hay que darle agua y algo triturado para que coma, o podría morir si no despierta pronto.
El anciano se ofreció a cuidarla todo el tiempo que fuese necesario, pero Ëleon insistió en llevarlas con él y sus hombres. La idea de que una bruja pudiese ser de ayuda para salvar a su familia le hacía albergar una nueva esperanza. Y si las cuidaba hasta que la mujer despertase, ella estaría en el compromiso de devolverle el favor. Sí. Era perfecto. Y así lo hizo.

La bruja tardó más de lo previsto en despertar. Cuando pareció que empezaba a volver en sí ya estaban a poco más de cinco días de Gyenhäll. Ëleon recordó que entonces dos palabras escaparon de sus pálidos y temblorosos labios. La primera fue Niké, el nombre de la niña. La segunda fue Clyven.
- ¿Niké? - preguntó Pallas sin poder abrir los ojos, con un hilillo de voz que incluso a la pequeña le costó escuchar desde los escasos tres metros que separaban la tienda en la que habían dejado a la hechicera mientras Ëleon y sus hombres comían algo alrededor del fuego.
La niña entró a la carrera y se puso a contarle a su madre a la carrera todo lo que había estado haciendo en los días que ella había estado dormida. Los soldados de Gyenhäll se habían encargado de darle comida y bebida y alguno había incluso jugado con ella.

Ëleon se puso en pie y entró tras ella. No convenía que molestase a su madre. Sin embargo se sorprendió al escuchar a la bruja murmurar algo. Y más aún le llamaba la atención que la única persona que lo hubiese oído fuese su hija. Supuso que la niña habría heredado los poderes de la madre y que eso creaba un vínculo entre ellas. La magia el era desconocida. Sabía que existía y que era útil para muchas cosas, pero ahí acababa su dominio sobre la materia.
Le puso la mano en el hombro a Niké y le dijo:
- No molestes a tu madre, pequeña, necesita descansar.
Aquella voz resultó extraña para la hechicera. Estaba confusa, aturdida y tan cansada que no podía mover ni un sólo músculo. Apenas lograba articular palabra y hasta tragar saliva se le hacía una ardua tarea. Aun así logró que su voz brotase de nuevo entre sus labio con un nuevo nombre:
- Clyven...
No pudo decir nada más, pues esas dos sílabas la habían agotado y necesitaba sus escasas fuerzas para mantener su corazón y sus pulmones funcionando.
Ëleon no supo qué significaba. Podía ser un nombre, una palabra arcana parte de un conjuro, un lugar... Cayó entonces en la cuenta de que no le había preguntado nada a la niña. Lo primero que se le vino a la cabeza fue que se trataba de un nombre. El del padre de Niké. O tal vez el de otro hijo al que no había podido salvar del incendio. Esperaba, por Onour, que no fuese esa opción. Él y sus hombres habían elegido una casa pequeña  en la que no se escuchaba ruido alguno, lo que a las horas del día en las que actuaron, indicaba que estaba vacía.
- ¿Quién es Clyven? - preguntó a Niké para salir de la incertidumbre.
- Papá - explicó la pequeña - Se fue al bosque por la mañana y mamá y yo nos quedamos en casa con Ariadna. Ahora que mamá ha despertado, ¿vamos a ir a casa con papá?
Ëleon torció el gesto. Le había dicho a la niña que cuando su madre despertase, él las llevaría de vuelta a casa, pero que por ahora tenían que ir con él, que lo había dicho su padre. No le gustaba mentir, pero tampoco quería tener a una niña lloriqueando todo el camino de regreso a Gyenhäll por no tener allí a su padre. Y esa tal Ariadna, si era hermana de aquella niña, le costaría que la bruja se quedase en Gyenhäll para atender a Althía y Altaír.
- ¿Ariadna es tu hermana?
Niké negó con la cabeza.
- Es mi hija - Ëleon alzó la ceja - Me la regaló el tío Melkhior por mi cumpleaños.
Una muñeca, supuso. Y no le dio más importancia. Niké, al contrario de lo que el comandante había pensado, no se había mostrado reacia a que la cogiesen los soldados o a separarse a ratos de su madre. Se comportaba como si los conociese desde hacía tanto tiempo que no le alcanzase la memoria. Y tenía que reconocer que las ocurrencias de la pequeña les estaban alegrando el camino de regreso a casa.

Las puertas de Gyenhäll se abrieron para recibirlos con el sol de mediodía. Hacía un calor suave, típico de los veranos norteños. Pallas incluso tuvo que echar mano de alguna prenda adicional. Acostumbrada al calor más intenso de las islas, donde en las horas de máxima insolación era impensable poner un sólo pie en la calle, aquellas temperaturas se le antojaban más frescas, casi primaverales.
Era el segundo día que le permitían ir caminando. Una vez que había despertado y podía comer y beber por sí misma, su recuperación había sido mucho más rápida. Se notaba aún demasiado débil para utilizar cualquiera de sus poderes, pero no dijo nada al respecto. A pesar de que estaba muy agradecida con Ëleon y sus hombres por haberla ayudado y haber cuidado todos esos días de Niké, no terminaba de fiarse del todo de ellos. Quizás porque habían tenido la osadía de arrastrarla hasta Gyenhäll contra su voluntad. De todos modos, esperaría a estar totalmente recuperada antes de emprender el camino de regreso a casa.
Ëleon era el perfecto anfitrión. Se ocupó de que no les faltara de nada durante su estancia en la ciudad y dispuso todo para que la recuperación de Pallas fuese lo más rápida posible. La hechicera, a cambio, ayudaba a las sacerdotisas a atender a Althía y Altaír y se ocupaba de preparar cada día una infusión de hierbas medicinales diferente, hasta dar con la que pudiese sacar a la mujer y la hija del comandante de aquel estado. Sin embargo, ninguno fue lo suficientemente efectivo. Tan sólo uno de ellos consiguió que al menos los espasmos y la fiebre remitieran. Pero Althía y Altaír seguían sumidas en un profundo sueño, agotadas por el esfuerzo de sus cuerpos por aferrarse a la vida.
Llevaban allí una semana cuando Pallas entró en el despacho para hablar con Ëleon. Después de varias frases para informar sobre el estado de su esposa y su hija, Pallas abordó el tema que la había llevado hasta allí.
- Tengo que irme. Es hora de que Niké y yo regresemos a casa.
- No podéis iros. No hasta que hayáis salvado a Althía y Altaír. Me disteis vuestra palabra.
- No puedo hacerlo. Mis poderes no son curativos. ¿Es que no lo entendéis? He hecho todo lo que podía por ellas y no ha funcionado. No tenéis derecho a retenerme aquí.
- Claro que lo tengo. ¡Guardias! - exclamó él, completamente desesperado pues su única esperanza estaba a punto de desvanecerse.
La hechicera hizo aparecer una pequeña bola de fuego en la palma de su mano.
- Si a alguno de vuestros hombres se les ocurre ponerme un dedo encima, no dudaré en defenderme. Entiendo cómo os sentís, pero no puedo hacer nada más. Os estoy enormemente agradecida por haberme salvado la vida y por haber cuidado de Niké, pero eso no os da derecho a disponer de mi libertad. Pospondré mi partida una última semana, hasta que encontréis a alguien que sí pueda hacer algo por vuestra familia. Si dentro de siete días no lo habéis encontrado, me iré de todos modos. ¿Aceptáis o preparo mis cosas para partir esta misma tarde?
Ëleon se lo pensó unos segundos, interrumpidos por la entrada de dos soldados con las espadas dispuestas.
- Acepto - sentenció el comandante haciendo un gesto a los soldados para se marchasen, que ellos únicamente obedecieron cuando la bruja hizo desaparecer la llama que titilaba en su mano.
El tiempo pasaba y el comandante no paraba de enviar mensajeros a los pueblos cercanos buscando alguien que pudiese explicar por qué la Gema de Asanda no había podido salvar a todos los enfermos en Gyenhäll y pudiese hacer algo por ellos. Acompañaba cada misiva con una suculenta promesa de oro, que sirvió como reclamo a muchos charlatanes y curiosos.
El sol llegó a su punto más alto el día antes de que expirase el plazo para la marcha de la hechicera oscura. Bajo sus potentes rayos, una figura encapuchada, con una capa demasiado gruesa para aquellos días de verano, se dirigió hacia el castillo. Mantuvo una larga conversación con Ëleon y éste lo guió sin dilación hacia la habitación donde descansaban su mujer y su hija. Pallas estaba allí. Como cada semana, había ayudado a una de las sirvientas de la casa a cambiar la ropa de cama de las dos enfermas.
- Niké, estate quieta - reprendió con suavidad a la niña, quitándole de encima la sábana con la que se había cubierto, jugando a ser un fantasma en un castillo encantado.
El juego de la pequeña se vio interrumpido cuando el comandante y su acompañante entraron en la alcoba. Se trataba de una mujer. Hermosa y voluptuosa, con un vestido azul oscuro, ceñido a su esbelto talle y un generoso escote que haría las delicias de cualquier hombre. La falda, si podía recibir ese nombre, consistía en dos tiras de tela que se unían en la cintura para dar forma al corpiño. Las costuras se extendían hasta las caderas, pero de ahí hasta el final de la prenda, a la altura de los gemelos, la tela caía libremente, dejando ver las torneadas piernas de la mujer con cada movimiento. Ëleon pidió que los dejaran solos y tanto Pallas como la joven que estaba con ella se dispusieron a obedecer. La hechicera se dirigía hacia la puerta, con Niké pegada a sus talones, cuando el comandante le pidió que se quedase. 
- Quedaos, Pallas, por favor.
- No quiero importunar - se excusó la hechicera mirando de reojo a la mujer que se hallaba junto a Ëleon, altiva y segura de sí misma. No le inspiraba confianza. Notaba en ella poder, mucho poder, tal vez más del que pudiese manejar. Si algo salía mal, no quería estar presente.
- Por favor, señora - intervino la mujer con voz sugerente, como si su objetivo fuese seducir a un hombre en una taberna en lugar de convencer a la bruja de que su presencia era necesaria - Vuestra ayuda me vendría muy bien para asegurar el éxito de mi idea. Poseo una magia poderosa, pero nunca está de más contar con una buena colaboradora.
Pallas no pudo negarse. Aún se sentía en deuda con ese hombre. Con un suspiro de resignación dejó la sábana que tenía en las manos sobre el montón que cargaba la sirvienta y regresó sobre sus pasos. Niké no consintió en marcharse. Si su madre iba a hacer magia, ella quería verlo. Pallas no discutió. Niké podía ser tan obstinada como ella y Clyven juntos. Aunque sí le advirtió que tenía que estar se muy quieta.

La recién llegada, cuyo nombre era Lya, dispuso todo en la habitación para llevar a cabo su ritual. Corrió las pesadas cortinas y cerró la puerta para que ni un diminuto rayo de luz se colase en la sala. Pallas sintió como Niké se agarraba a su mano. A pesar de que la oscuridad no planteaba problemas para los ojos de lobo de la niña, seguía siendo una niña pequeña y tenía los mismos temores infundados que los demás. Lya prendió una vela que sacó del saquito que llevaba oculto bajo la capa y la dejó junto a la cama de Altaír. Luego repitió la acción con la madre. Sacó entonces un libro con cubierta negra, que a duras penas se mantenía de una pieza, gastado y con las páginas amarillentas y raídas por el paso del tiempo.
Apenas murmuró unas cuantas palabras, Pallas reconoció el lenguaje arcano de la magia. Echó un rápido vistazo al libro desde el otro lado de la cama y lo que vio no hizo sino incrementar su recelo contra aquella mujer.
Quería salir de allí. Sin embargo, no sabía las consecuencias que tendría interrumpir el conjuro. Lo único que podía hacer era estar atenta a cualquier indicio de peligro y protegerse a ella misma y a Niké. Para estar más segura, se sentó en el lateral de la cama de Altaír y cogió a Niké en su regazo, sin separar los ojos de Lya y el libro que sostenía entre las manos.

Continúa en: Althía o Pallas (II)

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