jueves, 18 de agosto de 2011

LVDLL V. Ëleon. (II)

El licántropo hizo crujir los nudillos de sus manos contra la palma de la contraria. Afianzó las pesadas botas de cuero al suelo, separando los pies para aumentar su superficie de apoyo y reforzar su equilibrio. Se puso en guardia y esperó impaciente el ataque.
Ëleon sacó la hoja de la vaina y la alzó frente a él. Apretaba las mandíbulas con rabia, tanto que hasta le dolían. Observó el terreno. Consideraba que lo conocía a la perfección, pues era el lugar donde pasaba gran parte del día. Aun así no quería pecar de confiado, pues nunca había luchado en él, ni siquiera como entrenamiento. Para eso tenían un patio de armas, la calle o el exterior de la ciudad. Estudió a Clyven. Su enemigo no tenía más arma que sus manos desnudas ni portaba armadura o protección alguna. Por lo menos, no a la vista. ¿Un mago tal vez? No creía. Había visto a más de uno y eran personas dedicadas al estudio más que al ejercicio. Los músculos de aquel hombre estaban bastante desarrollados... por no decir mucho, aunque la mención a que únicamente necesitaba sus manos para derrotarlos a todos era significativa. Sería mejor andarse con cuidado. Avanzó despacio, protegido tras el acero, hacia el lateral contrario al ocupado por la mesa. Así el mueble estorbaría a su enemigo y no a él.
Clyven siguió el movimiento del comandante con los ojos, girando muy lentamente, a la vez que éste avanzaba, para permanecer de frente a él. Apenas habían girado un cuarto de vuelta cuando Ëleon atacó. Fue rápido y certero. Una estocada maestra dirigida hacia el estómago de su oponente, seguida de un arco trazado en la misma dirección en que el lobo se moviese, para asegurarse el daño. No podía fallar.
Pero Clyven no se movió. Al menos no lo suficiente para que el comandante pudiese imprimir la fuerza necesaria a su arma y realizar el primer corte. El movimiento del licántropo no fue para apartarse, sino para desviar el filo. Descargó el brazo hacia el acero y empujó con la mano abierta hacia abajo, toda su superficie pegada a la hoja de la espada, para desviarla de su cuerpo. Con la mano libre asió la empuñadura, arrancándola de los dedos de Ëleon y dejándola caer por detrás de él, sobre la mesa.
- Ten paciencia, comandante - murmuró empujando a Ëleon hacia atrás, sin que éste pudiese hacer otra cosa que no fuese pararse contra las estanterías - Tú serás el último que abandone este barco.
- Muchachos - intervino uno de los soldados que se hallaban junto al escritorio de Ëleon - este bastardo no atenderá a razones. Tendremos que reducirlo por la fuerza.
Sus compañeros alzaron la voz a la vez que las espadas. Dos se abalanzaron sobre Clyven por la izquierda y un tercero por la derecha. ¿Sólo tres?, se preguntó el lobo con cierta desilusión. Había esperado que se lanzaran todos a la vez. Contra tres, en el espacio que había para moverse allí, no necesitaría ni sacar las garras.
Tomó con ambas manos el respaldo de una de las sillas que estaban alrededor de la mesa que tenía detrás y la alzó como si no notase su peso. Echó el pie derecho hacia atrás para acompañar el giro de su cuerpo y no ofrecer al enemigo la posibilidad de desequilibrarlo. La silla siguió el arco que trazaron sus brazos con rapidez. Las patas traseras se quebraron contra el costado del primer soldado, desprotegido al llevar éste los brazos levantados, enarbolando su arma. Pero eso no detuvo el recorrido del asiento. Las patas delanteras golpearon, aunque con menos fuerza, al segundo soldado y Clyven lanzó lo que le quedaba contra la cabeza de su tercer atacante.
El primer soldado cayó al suelo sin resuello, apoyando una de sus rodillas y ambas manos. El contundente golpe le había roto algunas costillas y respirar era una dolorosa obligación. Pero aferró su espada de nuevo para intentar ponerse de pie lo antes posible. El segundo se encogió soltando un quejido, pero su compañero se había llevado la mayor parte de la fuerza del golpe, por lo que el licántropo únicamente consiguió que retrocediese los dos últimos pasos. El tercero se cubrió con los brazos del impacto de la silla, que cayó estrepitosamente al suelo por detrás del soldado, que se dobló hacia atrás por el impulso, dejando caer la espada. Cuando volvió a erguirse estaba sangrando por la nariz. Se limpió con el dorso de la mano y se agachó para recuperar su arma, aprovechando que su compañero más cercano continuaba su ataque.
Clyven flexionó las rodillas y sin pudor o reparo llevó una de sus manos hacia la entrepierna de su atacante y la otra al pecho. Lo levantó por encima de su cabeza y lo lanzó contra la puerta, que tembló al sentir el peso del soldado contra ella. El muchacho cayó al suelo al instante y el crujir de huesos indicó al mercenario enéidico que ya no le daría más problemas.
- Tsk, tsk, tsk - chasqueó la lengua - No, comandante. No está bien intentar huir y dejar a tus hombres en la estacada - increpó a Ëleon, que había corrido hacia la salida y se hallaba ahora mirando perplejo al soldado muerto que tenía a los pies, con la cabeza y los hombros en el suelo, en una postura antinatural, los brazos doblados, la espalda encorvada contra la puerta y las piernas cayendo sobre su pecho - ¿Quieres ir a por tu familia? Bien. Tendrá que ser por encima de mi cadáver.
Ëleon quiso responder, actuar, echar mano a la espada que bloqueaba la puerta y arrancarla de allí, clavarla en el corazón de aquel asesino y correr a socorrer a su familia. De estas dos últimas acciones no tenía muy claro cuál quería realizar primero.
Clyven sabía por su propia experiencia que ese instante, el comandante únicamente tenía cabeza para pensar en su mujer y su hija. Quería protegerlas, pero él se lo impedía. Y eso lo llenaba de rabia y frustración; sentimientos que el mercenario esperaba aprovechar para destruirle. Alargaría su incertidumbre todo lo posible, dejando que sus pocas esperanzas diesen paso a la desesperación y la certeza de que las dos personas más importantes de su vida habían muerto allí, a unos pocos metros de distancia, sin que hubiese podido impedirlo. Aquella sensación era el peor sufrimiento de todos. Clyven lo había sentido en carne propia y le había dolido más que cualquiera de las heridas que había sufrido a lo largo de su vida, que no eran pocas. Y a diferencia de las físicas, que no dejaban marca alguna en su cuerpo, aquella no cerraría nunca.
El comandante de Gyenhäll no tuvo opción de ordenar sus pensamientos y tomar una decisión, pues otro de sus subordinados tomó la iniciativa. Con la nariz aún goteando sangre sobre su uniforme, el soldado contra el que Clyven había arrojado la silla hizo avanzar su espada en una rápida estocada a media altura, por la espalda del asesino.
El lobo notó la bofetada del olor a sangre y el calor húmedo en su espalda y su costado, a la altura de los riñones. Ëleon observó con horror como otro de sus hombres caía a plomo al suelo con su espada clavada en el estómago. Clyven la había tomado de la mesa al escuchar el movimiento del soldado tras él y la había empujado con fuerza entre su brazo derecho y su costado.
Sin embargo, el licántropo no había salido ileso. La sangre que empapaba su camisa no era únicamente del enemigo. En su costado izquierdo se abría una herida de diez centímetros, sesgada hacia su cadera, de la que manaba abundante sangre, a un ritmo lento, pero constante.
Aun así no se detuvo. Un simple rasguño no iba a impedirle llevar a cabo su venganza. Además, todavía conservaba un preciado as en la manga. Se giró para encarar al soldado que aún permanecía con una rodilla en el suelo, intentando respirar sin morir en cada intento a causa de las costillas que el golpe de la silla le había roto. Clyven no se apiadó de él. No tendría compasión por nadie. Lo tomó del cuello y lo alzó. El muchacho intentó defenderse moviendo su espada, pero el intenso dolor que sacudía su cuerpo le impedía levantarla lo suficiente. La empuñadura resbaló de sus dedos y el arma cayó al suelo con un eco metálico.
Los verdes ojos del joven soldado se clavaron suplicantes en las negras pupilas del mercenario. No quería morir. Era joven, tenía toda una vida por delante. Su único crimen había sido cumplir órdenes y la muerte era un castigo demasiado duro.
- Suéltalo - dijo Ëleon tras él, apuntando hacia el lobo con la espada que con mucho esfuerzo había logrado sacar de la puerta. Si de verdad Althía y Altaír ya estaban muertas, no tenía sentido correr al lado de unos cadáveres y dejar que aquel asesino que se había abierto paso hasta allí matase a más personas. Después de comprobar la descomunal fuerza que poseía y su diminuto corazón, tan duro como los músculos que se abombaban al tensarse con cada uno de sus movimientos, Ëleon dedujo que la única manera de intentar salir vivos de allí era atacarle todos a la vez.
- ¿Y qué harás si no lo hago?
- Te mataré.
- Oh, está bien. En ese caso...
El comandante frunció ligeramente el ceño. Le extrañaba que aceptase soltar a su presa con la sola mención de su muerte, cuando minutos antes había dejado claro que no la temía.
Pero Clyven sí soltó al soldado. Lo lanzó con todas sus fuerzas hacia el grupo que aún permanecía junto al escritorio. Los jóvenes se agacharon para evitar el choque, dejando que el cuerpo de su compañero de armas se estrellase estrepitosamente contra la cristalera que separaba la estancia del balcón. Los cristales se rompieron en miles de pedazos. Algunos cayeron del lado exterior, otros bajo el cuerpo del soldado, clavándose muchos de ellos en su cuerpo, otro quedaron esparcidos sobre el joven, que aún se aferraba a la vida, pero no podía mover ni un sólo músculo de su cuerpo, y a su alrededor, y los últimos pedazos había quedado fijos en la ventana, afilados como los colmillos de una bestia que esperan pacientemente un pedazo de carne que desgarrar.
Edhuarein se acercó temeroso al soldado. Comprobó que seguía vivo, pues respiraba, inconsciente, aunque no encontró su pulso, no sabía si a causa de su propio nerviosismo o porque el soldado estaba ya tan débil que no podía notarse.
Ëleon dio la orden y todos sus hombres se apresuraron a cumplirla. El comandante y los seis soldados que aún quedaban en pie atacaron a un tiempo. Clyven se subió a la mesa que tenía al lado para contar con la ventaja de la altura y se aprestó a disfrutar de un buen combate. 
Los golpes iban y venían, el sonido de las espadas entrechocando se confundía con los golpes contra la madera, los filos empezaban a llenarse de sangre, no siempre enemiga, y las mentes de los soldados comenzaban a confundirse cuando sus ojos les engañaban con la visión de unas oscuras garras que surgían de la nada para clavarse en alguna parte de su cuerpo y que al retirarse no eran sino las manos del isleño mercenario.

Cyrus observó a la joven de arriba a abajo con descaro. El autoritario tono de voz de Althía no le era desconocido. Había visto a Pallas usarlo muchas veces con Clyven. Aquello sólo reforzaba su idea de que la mujer que tenía delante no era otra que la hechicera oscura con la que había compartido tantos días de venturas y desventuras.
- No me obligues a hacer esto por la malas, Pall.
Althía bajó la mano, que inconscientemente subió hasta cubrir sus labios, ahogando una exclamación de sorpresa y horror. Ahora que estaba más cerca del samurai y se había recuperado del estupor inicial provocado por la forma en que aquel apuesto oriental la había abrazado, se daba cuenta de que las formas granates que adornaban la ropa de Cyrus no eran parte del estampado de la tela, sino manchas de sangre. Sangre que, aunque ella aún no podía verlo, pues lo tenía de frente, manchaba toda la espalda y el cabello del guerrero. Su instinto protector la llevó a agarrar con fuerza a la pequeña y esconderla tras ella.
- Si intentáis algo, gritaré.
- Hazlo - se encogió de hombros el samurai - No quedan soldados enteros suficientemente cerca para oírte. Escucha, sólo quiero llevarte con Clyven, ¿de acuerdo? - intentó tranquilizarla - Vamos, lo ves y luego nos largamos de aquí.
- ¿Sólo eso? - preguntó ella indecisa, sin soltar a Altaír. Resultaba muy extraño que lo único que quisiese aquel extraño joven fuese que su amigo la viera. Seguro tenían algún otro motivo oculto, pero no tenía más remedio que acceder. Aquel hombre estaba armado y por las manchas de sangre que adornaban su kimono y su hakama estaba claro que no dudaba en hacer uso de sus espadas si era preciso.
- Sí, sólo eso. No es tan difícil, ¿no? Además, seguro que Clyv ya ha encontrado a Ëleon, así que tú harás de guía.
¿A Ëleon? Althía se puso pálida. ¿Había otro guerrero, ese tal Clyven del que hablaba Cyrus, buscando a su marido? ¿Para qué? ¿Quienes eran? ¿Por qué buscaban al comandante? ¿Qué iban a hacer cuando lo encontrasen?
- Bien, seguidme, pues - murmuró antes de echar a andar hacia el arco a través del cual había llegado Cyrus.
Sin soltar la mano de Altaír, Althía recorrió el pasillo de piedra hacia su derecha, saliendo por la puerta de madera que daba a un gran salón que por sus dimensiones y decoración hizo pensar al oriental en una fiesta llena de ricas bebidas, suculentos manjares y unas aún más suculentas mujeres.
La puerta que habían cruzado se hallaba bajo las escaleras que desde la sala subían al piso superior. Althía fue directa a los peldaños, sin prestar atención a las mujeres que limpiaban y ordenaban la sala.
Altaír, en cambio, se liberó del agarre de su madre y fue corriendo a saludar a una de ellas. Una mujer entrada en carnes y de rostro amable, cuyo cabello entrecano se mantenía en un apretado moño en su nuca, semioculto por el pañuelo con que se cubría la cabeza.
- ¡Nana! - exclamó alegremente la pequeña, como si hiciese siglos que no veía a aquella mujer.
- Niña Altaír - sonrió ella dejando el trapo sobre el aparador que limpiaba y agachándose para recibir un beso de la pequeña.
- ¿Dejareis que mi hija se quede aquí si yo os acompaño? - intentó persuadir al samurai, pero él se limitó a negar con la cabeza. Althía suspiró y elevó la voz-. Altaír, ven, tu padre nos espera.
La mujer que durante toda su vida había atendido a la pequeña levantó los ojos hacia su madre y el oriental. No dijo nada, únicamente dibujó una sonrisa en su rostro ante el ligero cabeceo de su señora. Si se había percatado o no de las manchas de sangre de Cyrus no lo manifestó. Se limitó a acariciar la cabeza de la niña y darle un suave empujoncito para que regresase junto a su madre.
-Corre, niña, no hagas esperar a tu padre.
La pequeña obedeció y subió las escaleras a la carrera, como si todo aquello fuese parte de un juego que no entendía, pero en el que estaba dispuesta a divertirse de igual modo. Althía subió despacio, subiendo ligeramente la falda de su vestido para no tropezar con el bajo de la tela, seguida de Cyrus, quien no necesitó más indicaciones al llegar al pasillo, pues los golpes y el entrechocar de las espadas le indicaba tras cuál de las puertas que había ahora ante él se hallaba el hombre lobo.


Continúa en: VI. Althía o Pallas.

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