jueves, 18 de agosto de 2011

LVDLL V. Ëleon. (I)

Clyven no había aún acabado de subir las escaleras que llevaban al piso superior cuando sintió el aroma de la sangre como una bofetada. Detuvo sus pasos unos segundos y respiró con profundidad, hasta que sus pulmones le indicaron que ya no podrían contener ni un ápice más de aire. Esperó un instante y soltó el aire con la misma parsimonia con la que lo había cogido. Y sonrió. El olor de la sangre le gustaba. Sobre todo aquel, que olía a venganza. Estaba seguro de que su sabor sería aún mejor. Dulce... dulce como el mejor de los manjares. Como aquel plato de sufrimiento que había dejado enfriar durante tanto tiempo en el corazón de Gyenhäll, aquel que ahora iban a probar sus soldados en todo su esplendor, el que él había mantenido grabado a fuego en su recuerdo.
Dejó que su amigo disfrutase de su batalla y siguió su camino. Tras las escalera recorrió un pasillo de piedra en el que se encontró a un soldado. Sólo cruzaron dos frases. Lo suficiente para saber tras qué puerta se encontraba su objetivo: Ëleon. 
El soldados, apenas un adolescente, todavía imberbe, le indicó que el comandante se encontraba en la última sala, reunido con varios hombres. A Clyven no le importó. Sus fuertes dedos asieron el pomo de la puerta y la abrieron sin demora. Irrumpió en la estancia con dos grandes zancadas y miró a los presentes uno a uno, con los ojos entrecerrados.
Había allí una docena de hombres, todos de pie, con uniforme de soldado, salvo dos, que estaban sentados a ambos lados del escritorio que había al fondo de la habitación, delante de la cristalera que la separaba del balcón semicircular. El que estaba de frente a él era un hombre de mediana edad, algunos años mayor que el licántropo, con barba bien recortada, en la que empezaban a vislumbrarse canas, y ataviado con ropa elegante. El que estaba de espaldas, y que se giró sobre su silla sobresaltado, era ya casi un anciano, con el escaso cabello blanco y vestido con una túnica marrón y arena. Los soldados, que se repartían por delante de las dos pobladas librerías que cubrían las paredes laterales de la habitación eran todos hombres jóvenes, de su edad.
Clyv los estudió. El anciano no contaba para él, no podía presentarle demasiados problemas a menos que escondiese algo muy afilado y hecho de plata. Y se aseguraría de que, si lo tenía, no pudiese usarlo. Los soldados eran fornidos, de complexión recia, y supuso que bien entrenados. Algunos ya habían llevado las manos a las empuñaduras de sus espadas para desenvainarlas de ser preciso. Ëleon les indicó con un gesto de la mano que las soltasen y ellos obedecieron, aunque dos de ellos dejaron la mano junto a la vaina.
- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? - preguntó uno de los soldados, el más cercano a Clyven, que también le daba la espalda a la puerta cuando entró.
- ¿Quién de vosotros es Ëleon? - respondió con otra pregunta el hombre lobo, aunque ya conocía la respuesta.
En silencio, se sostuvieron las miradas unos largos segundos, hasta que el anciano se levantó y se acercó a él sonriente.
- ¡Ah! Vienes para unirte a las fuerzas de Gyenhäll - Clyven no contestó, limitándose a mirar al anciano y al soldado alternativamente. Su silencio fue interpretado como una afirmación - Muy bien, muy bien, hijo. Eres el tercero que llega esta semana. Se ve que los mensajes que dejamos en las tabernas de los pueblos cercanos están dando sus frutos - alegó el anciano levantando la mano para golpearle suavemente el hombro, que quedaba a la altura de su cabeza - pero estos no son modos de entrar. El comandante está reunido. Deberías ir y asearte y quitarte esas barb...
No pudo terminar su frase, pues sus palabras se vieron interrumpidas por la fuerte mano del asesino enéidico sobre su garganta, levantándolo hasta que las puntas de sus pies apenas rozaban el suelo. Clyven lo soltó en seguida y el hombre se apoyó sobre el respaldo de una de las cinco sillas que rodeaban la mesa redonda que había justo al lado, llena de mapas a medio desenrollar y otros documentos, para recuperar el aliento.
- Aparta, viejo. Lo que tengo que hablar con Ëleon ya ha esperado lo suficiente. Es hora de liquidar los asuntos pendientes, ¿no crees, comandante? - lanzó la sarcástica pregunta esbozando aquella media sonrisa ambigua que siempre empleaba y alzando la ceja para dar un descarado toque desafiante a su ya de por sí imponente aspecto, ignorando las dos espadas que habían salido de sus vainas y apuntaban a puntos vitales de su cuerpo. Ëleon se puso en pie y dio orden de que no se le tocase aún.
- Me temo, milord, que no sé de qué me habláis - respondió el aludido, extrañado, aunque intentaba disimularlo - No recuerdo haberos visto antes. Y aunque así fuese, eso no os da derecho a tratar a nadie como lo habéis hecho. Exijo que os disculpéis.
- Camelot - atajó Clyven, volviendo al único tema que a él le interesaba - ¿Te suena?
- Hace mucho que estuvimos allí y ya os he dicho que no recuerdo haberme encontrado con ningún hombre como vos. Fuimos hasta el Templo de Asanda a pedir el favor de la Diosa. Pero vos no sois uno de sus soldados, ¿o sí?
- No, pero eso no importa - respondió Clyven sacando de su bolsillo algo que lanzó sobre la mesa. El sonido metálico reverberó débilmente por la estancia, pero únicamente el fino oído del lupino pudo escucharlo. Los soldados, que había relajado su ataque al ver que se empezaba a dialogar, se tensaron de nuevo hasta comprobar que lo que había lanzado el desconocido a su comandante era inofensivo. Ëleon observó atónito el medallón con el escucho de Gyenhäll, ennegrecido y quebrado. No era demasiado difícil saber qué había traído a ese hombre hasta allí, pero había sido su secreto, sólo compartido con aquellos que le acompañaron, bajo juramento, y no podía darlo a conocer ahora. No después de haber dejado que el pueblo les aclamase como héroes, aunque hubiesen actuado como villanos - Puede que logres ocultárselo a tu gente, comandante, pero no puedes escondérselo a la mía. La Orden de Asanda os ofreció una ayuda que no considerasteis suficiente y decidisteis robar una de las gemas, ¿me equivoco?
- ¿Cómo osas venir aquí y poner en duda las acciones de Ëleon? Es un héroe para esta ciudad - volvió a tomar la palabra el anciano, pero alejándose de Clyven.
- ¡Es un ladrón y un asesino! - rebatió el lobo. Los solados bajaron ligeramente las armas, sumidos en un incómodo silencio. No podían matar a aquel hombre por decirles un puñado de verdades. Mientras se limitase a gruñir allí, donde el único que desconocía la verdad era Edhuarein, el suegro del comandante, no había demasiado peligro.
- ¡Mientes! - insistió el anciano, visiblemente ofendido - Ëleon y sus hombres arriesgaron su vida en el largo camino hasta Camelot para traer la salvación a esta ciudad y las de alrededor. No tienes ningún derecho a venir aquí a intentar enlodar su buen nombre, porque no lo lograrás. Nadie va a creerte, porque todos sabemos cómo es, lo que ha hecho y lo que aún es capaz de hacer por Gyenhäll.
- ¿Miento, comandante? Vamos... atrévete a decirme a la cara que no prendisteis varias casas para hacer salir a los guardias del Templo y así poder robar la Gema de Asanda, que la gente que murió en Camelot en el incendio que hicisteis únicamente para despistar era menos importante que los que vivían aquí. Adelante, ¡dime que mi mujer y mi hija merecían morir devoradas por las llamas!
El escándalo y la sorpresa se mezclaban en el rostro de Edhuarein, cuyos ojos buscaron a su yerno para que le asegurase que aquel loco no decía sino patrañas. Ëleon apretó los puños y bajó la mirada un instante, apoyándose en la mesa.
- No, es cierto. Todo lo que dices - volvió a levantar los ojos hacia el mercenario. No tenía caso mantener la mentira por más tiempo. Todos los presentes lo sabían, salvo uno. Y él comprendería lo ocurrido - Pero lo hice por mi pueblo, por mi gente. Y volvería a hacerlo. Ellos necesitaban más esa Gema que la Orden de Camelot. Allí hay más. ¿Has venido para buscarla? Porque no dejaré que te la lleves.
- No, no estoy aquí por la piedra. Me importa una mierda si tu gente muere envenenada o no, o si la Gema está aquí o en Camelot. 
- ¿Entonces? ¿A qué has venido?
- A por ti. A por todos vosotros.
El sonido de las espadas saliendo de las vainas fue inmediato. Los soldados formaron una barrera para proteger a su comandante y al anciano.
- Espera - dijo Ëleon, abriéndose paso entre sus soldados - te ofrezco mis más sinceras disculpas. En ningún momento pretendí causar mal a nadie y mucho menos que se perdiesen vidas. Pídeme lo que quieras y, si está en mi mano, te lo concederé. Sea lo que sea. Pero no conviertas en un campo de batalla el lugar donde vive mi familia.
¡¿Qué?! ¿Cómo podía si quiera pensar que había algo que él pudiese aceptar a cambio de las vidas de Pallas y Niké? ¿Y encima de todo eso le decía que no quería que su familia viese un baño de sangre? La rabia volvió a bullir por sus venas. Ese hombre no tenía derecho a menospreciar de ese modo a la única mujer por la que él era capaz hasta de entregar su alma. Y mucho menos a su hija, aquella pequeña princesa que con su sola presencia le alegraba la vida. ¿Acaso pretendía darle un puñado de monedas y mandarlo de regreso a casa? Ëleon no sabía a quién tenía delante.
- Tus disculpas no me sirven - respondió entre dientes - Por mucho que te disculpes, nada va a devolvermelas. He venido a por tu vida y no me iré sin ella.
- ¡¿Eing?! - el anciano estuvo a punto de sufrir un colapso de la impresión, la frialdad con que hablaba el recién llegado de acabar con la vida de otras personas le sobrecogía, pero guardó la compostura e intentó evitar una masacre, avanzando hasta colocarse justo detrás de Ëleon, a la vista de Clyv, pero protegido por el comandante - Pero muchacho, la venganza no te lleva a nada. Entiendo tu dolor, pues yo también he estado a punto de perder a mi hija y sé que tu rabia está justificada.
- Tú no tienes ni puta idea - gruñó el licántropo.
- Escucha, hijo mío, ¿qué ganas con todo esto? Nada. Absolutamente nada. Ëleon cometió un terrible error y llevará ese peso en su conciencia. Onour y Asanda lo juzgarán conforme a la vida que ha llevado. ¿No te parece suficiente castigo? ¿Vas a manchar tus manos de sangre? ¿Vas a dejar que el odio te impida alcanzar la gracia de Onour?
- Onour me la suda en estos momentos más que de costumbre y mis manos hace mucho tiempo que conocen la sangre. Un pecado más a la lista no cambiará las cosas.
Al notar la presencia del guerrero oriental, la niña levantó los ojos del agua de la fuente y sostuvo un momento su mirada, antes de dejar olvidadas las nueces y correr a buscar protección frente a aquel desconocido que olía a polvo, sudor y sangre. 
Cyrus, sin moverse del lugar en el que estaba, siguió con la vista a la niña, para encontrarse con algo aún más sorprendente. Una mujer se hallaba sentada en una silla baja de madera, con una prenda que no pudo identificar arrugada en el regazo, mientras remendaba una de sus partes. En cuanto la niña se acercó, la mujer dejó la tela en el cestillo que tenía a los pies y se levantó para girarse y mirar al desconocido que señalaba su hija con el dedo. 
Aquella mujer... 
- ¡¡Pallas!! - exclamó Cyrus, aunque el nombre apenas le rozó los labios. 
Si la hubiese visto tan sólo a ella no la habría reconocido a simple vista. Pálida, ojerosa y con una sonrisa forzada y diminuta donde antes lucía una alegre y llena de vida. Con el cabello, siempre corto y muy rizado, siguiendo como un manojo de rebeldes muelles cada movimiento de la cabeza de la hechicera, cayendo ahora en suaves ondas hasta un poco más abajo de sus hombros, fruto de un asiduo cepillado para domarlo. Había dejado de lado sus habituales ropas de viaje, de un color rojo sangre, y llevaba puesto un vestido, largo hasta los pies, de color negro, con el escote justo para meter la cabeza, las mangas largas hasta cubrir sus manos y ceñido únicamente a su cintura. Parecía más un hábito de monje que un vestido de mujer, pues sólo los bordados en tonos grises que decoraban los hombros y el bajo marcaban la diferencia. Cualquiera que la conociese mínimamente, sabría que ésa sería la última prenda que Pallas Atenea hubiese elegido llevar. 
La joven, que había vuelto a fijar sus oscuros ojos en la niña, levantó la cabeza al escuchar la voz del samurai, sin estar segura de si el susurro había llegado efectivamente a sus oídos o lo había imaginado. Se encontró con el rubio muchacho acercándose a ella con paso rápido y, sin mediar palabra alguna, la abrazó. Un abrazo demasiado estrecho para dos completos desconocidos.
- ¡Pall! ¡Pall, Estás viva! ¡¡Y Niké!! - exclamó soltando a la mujer y levantando en brazos a la niña, apretándola contra sí mientras hablaba a toda velocidad - ¡¡Pensábamos que estabais muertas!! ¿Cómo demonios habéis acabado aquí? No sabes lo desesperado que tienes al cabezón. ¡Está más amargado que de costumbre! ¡Que ya es decir! Se nota que no ha pillado cacho en muuucho tiempo. Pero tranquila, ¿eh? Que ya me he ocupado yo de que no pusiese las zarpas en ninguna otra mujer - rió.
La pequeña se removió para que la soltase y, considerando la fuerza que tenía a pesar de su edad, Cyrus la dejó en el suelo, no fuese a ser que la lobezna sacase las garras y le dejase una preciosa cicatriz de recuerdo. Niké, nada más tocar el suelo, se escondió tras las faldas de su madre. Mirando de hito en hito al samurai, visiblemente asustada. 
Cyrus las miró alternativamente. Algo no iba bien. Niké era una niña sociable (a veces, demasiado), que sacaba conversación con cualquiera que estuviese cerca y, en cambio, se mostraba ahora tímida y vergonzosa. Y Pallas, que siempre había sido cariñosa con todos, no sólo no había respondido a su abrazo, sino que se había tensado y había dado un paso atrás para alejarse de él. 
- ¿Quién sois? - preguntó por fin la mujer en un susurro - ¿Qué queréis de nosotras? 
¿Cómo... como que quién era? ¿Qué clase de broma era aquella?
- Pall, soy yo, Cyrus ¿qué ocurre? ¿Te sientes bien? - dijo el oriental repuesto del instante de sorpresa inicial, poniendo la palma de la mano en la frente de la mujer, como si quisiese comprobar que la fiebre era la causante de sus delirios. 
- Yo... me temo que os equivocáis de persona, milord - se excusó apartándose - Yo... no soy Pall y no conozco a ningún Cyrus. 
- ¿Ah, no? ¿Y quién se supone que eres entonces? ¿Eh? - preguntó el samurai cruzándose de brazos, alzando la barbilla con altanería, como si retase al resto del mundo, a través de ella, a llevarle la contraria. 
- Althía. Mi nombre es Althía. Soy la esposa de Ëleon, comandante de este templo. 
¡Claro!, se dijo a sí mismo, tenía que ser amnesia. Si no, no se explicaba que no hubiese regresado a Camelot. Pallas era una mujer de recursos y hubiese conseguido llegar a casa de una u otra manera. Pero si le habían contado toda esa historia de que era la mujer del comandante... ¡Un momento! ¿Ese tío le había contado aquella mentira para llevársela al huerto? Cyrus entrecerró los ojos mirando a la joven, analizando la situación. Si Clyven se enteraba de aquello, Ëleon iba a pasarlo verdaderamente mal.
- Pues en ese caso me temo que vas a quedarte viuda muy pronto. No me gustaría estar en el pellejo de ese tipo cuando uno que yo me sé se entere de que le estás poniendo los cuernos. 
- ¿Cuernos? ¡¿Qué cuernos?! - replicó ella ofendida - Yo no estoy siendo infiel al nadie, milord, - atajó frunciendo el ceño - Ningún hombre me ha puesto un dedo encima, salvo mi esposo. 
- Ja. Tú no estás casada. Eres la amante de un hombre lobo y ésa es vuestra hija - sentenció señalando a Niké. 
- ¿Un hombre lobo? ¡Yo jamás dejaría que un monstruo así me tocase! No sé de dónde sacáis todas esas mentiras, señor, pero no son más que patrañas. Altaír es hija de Ëleon, mi esposo, ¿por quién me habéis tomado? 
- ¿Quieres apostar algo? ¡Déjate de gilipolleces y ven conmigo a buscar a Clyven!
Los ojos de la mujer se abrieron un instante, como si el nombre del lobo le hubiese hecho recordar algo, pero no fue más que un fugaz momento que se diluyó como una mota de polvo en mitad de una tormenta. Cyrus no podía saber con certeza si el gesto se debía a la mención del licántropo o a la brusquedad de sus palabras. 
- No pienso ir con vos a ninguna parte - respondió ella cruzándose de brazos enérgicamente - Y ahora marchaos antes de que Ëleon venga y os invite a salir de un modo menos amable. 
- ¡¡Ja, que venga cuando quiera!! No tiene nada que hacer. Soy el mejor espadachín que pisa la tierra y lo sabes, Pallas. 
- No me importa lo bueno que seáis. Ya os he dicho que no soy esa a quien llamáis Pallas. Debe parecerse mucho a mí si vos, que os decís su amigo, nos confundís, pero vuestras palabras carecen de sentido para mí. Yo soy Althía, la esposa de Ëleon. Lamento que vuestra amiga esté muerta, lamento haberos hecho concebir una esperanza, pero yo no soy ella. Y ahora, por favor, marchaos. 
A pesar de haber empleado palabras amables, su forma de señalar la salida, con un ademán seco, y el timbre autoritario de su voz, revelaban que no era una petición, sino una orden.

Clyven sostuvo la mirada de los dos hombres que tenía más cerca. Estaba decidido a no dejar a ninguno con vida. No le importaban las consecuencias.
- Está bien, lucharemos si es lo que quieres - propuso Ëleon - Tú y yo solos, lejos de aquí. Si ganas y yo muero durante la pelea habrás obtenido tu venganza y dejarás esta ciudad sin dañar a nadie más. Si no es así, tomarás lo que te dé y te marcharás para siempre.
- Contigo no tengo ni para empezar - rezongó el lobo, altanero.
- No deberías menospreciar al enemigo, muchacho - le reprendió con suavidad el comandante, como si de uno de sus soldados se tratase - Aunque sólo sea por la edad que te saco, llevo más años entrenando y combatiendo que tú. Además, te superamos en número y estamos armados. Tú estás solo y sin un arma con la que defenderte o atacar.
- No necesito más arma que las que hay aquí - alegó alargando las manos hacia ellos y haciendo girar sus muñecas - y yo solo he combatido en más batallas que todos vosotros juntos. 
- Guárdate tus bravuconerías y exageraciones. Te estoy ofreciendo lo máximo que puedo darte. No voy a entregar mi vida tan alegremente por un crimen que ni sabía que había llevado a cabo. Si te ofendí, lo lamento. Acepta mi oferta y confórmate con lo que obtengas, que no será poco. Si no, márchate antes de que se agote mi paciencia. Puedo ser muy generoso, pero yo también tengo mis límites.
- No quiero tu oro, ni tampoco posponer esta batalla, ni reducirla a un absurdo duelo marcado por normas que los dos sabemos nunca conllevan a la victoria. Ni tú ni tus hombres saldréis con vida de esta habitación. Y ésa es mi última palabra.
- Ja - intervino uno de los soldados que se hallaban detrás de Ëleon - no sabes a quienes te enfrentas, insensato. Si tanto ansías la muerte, yo te la concederé - sentenció avanzando hacia él con la espada preparada para la contienda y una sonrisa en el rostro, propia de quien sabe que tiene la ventaja.
Clyven lo miró alzando la ceja, pero ése fue el único movimiento que hizo hasta que el soldado estuvo suficientemente cerca. El hombre de Gyenhäll levantó la espada sobre su cabeza, empuñándola con ambas manos, para dejarla caer al tiempo que avanzaba los últimos pasos hacia el licántropo. Éste se limitó a dar un paso hacia el lateral en el instante preciso para que la hoja acariciase su brazo por encima de la tela de su camisa.
La sonrisa del soldado se borró de su rostro cuando recibió de lleno el latigazo del brazo izquierdo de Clyven, quien descargó el contundente golpe con todas sus fuerzas.
Los pies del soldado se despegaron del suelo a causa del impacto y voló la corta distancia que lo separaba de las estanterías que cubrían la pared. Quedó sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el mueble, caído hacia un lado y con varios libros que habían salido de su lugar sobre él. Si en lugar de en una sala como aquella hubiese estado en una taberna no se le habría diferenciado de más de un borracho.
Los otros presentes ahogaron una exclamación. Su compañero no se movía. Había soltado la espada y su cabeza caía sobre su hombro en un ángulo tan forzado que les hacía dudar de si estaba muerto o únicamente inconsciente.
- Espero que al próximo que intente matarme se le dé mejor o esto va a ser muy aburrido - comentó el lobo sin molestarse siquiera en mirar al soldado abatido.
Sus oscuros ojos estaban fijos en los hombres que tenía delante, esperando el siguiente movimiento. Pero lo único que vio fue a Ëleon girando un poco la cabeza para hablar con el viejo, aunque sin despegar la vista de él.
- Vamos a distraerlo. Tú aprovecha y ve al patio de la fuente a buscar a Althía y Altaír. No quiero que se les ocurra venir y ese loco les haga algo - susurró Ëleon a Edhuarein, seguro de que a la distancia a la que se encontraba Clyven no podría descifrar sus palabras.
Sin embargo, para el fino oído del hombre lobo aquel susurro sonaba con claridad en la estancia. Era una sala grande para albergar una biblioteca o un despacho, pero no lo suficiente para evitar que él captase la voz del comandante.
- No te esfuerces en hablar en susurros - sonrió - Puedo oírte a la perfección. No deberías subestimar al enemigo - remedó con un ritmillo bobalicón en sus palabras.
En el fondo, disfrutaba de aquellos pequeños momentos de incertidumbre y desasosiego que provocaba en sus oponentes cuando no lograban saber de dónde provenían esas habilidades sobrehumanas que tenía.
Ëleon no era una excepción. Superó la sorpresa inicial y se aclaró la garganta antes de dirigirse de nuevo a Clyven.
- Entonces deja que Edhuarein se marche. Él no tuvo nada que ver con lo que ocurrió en Camelot y no es más que un anciano.
- Si intenta cruzar esa puerta lo mataré. Que se quede en un rincón o se meta bajo la mesa si quiere salvar el pescuezo. Y por tu familia no te preocupes, tienes mi palabra de que no sufrirán... demasiado.
- ¿Es que no mostrarás piedad ni con mi hija?
- ¿Acaso tú la tuviste con la mía?
- No vivirás lo suficiente para llegar hasta ellas - respondió Ëleon echando mano a su espada.
- Ni ellas tampoco - sonrió - Mientras tú y yo hablamos, hay alguien que seguramente ya las haya encontrado y su sangre se mezcle ahora con el agua del río.
- ¡¡Mientes!!
- ¿De veras no me crees capaz?
Ëleon iba a responder que no, pues suponía que, al igual que le ocurría a él desde que era padre, había desarrollado un instinto sobreprotector con los más pequeños. Por mucho que aquel hombre que se alzaba frente a él fuese un guerrero, si había sido capaz de amar a una mujer y a una hija, tenía que ser incapaz de hacerlo.
Pero su respuesta se vio interrumpida cuando la puerta de la sala se abrió para dar paso a un joven soldado, cubierto de sangre, que asomó por el hueco de la hoja la mitad superior de su cuerpo. Se apretaba el hombro izquierdo con la mano contraria, con el rostro contraído en un gesto de dolor.
- Comandante Ëleon. Un intruso. Se dirige hacia la Fuente.
Clyven le invitó a entrar de un seco tirón, provocando que el muchacho gritase al sentir la presión de las manos del lobo sobre su herida, y cerró la puerta.
Ëleon se puso pálido como la cera. Edhuarein retrocedió hasta que su cuerpo chocó con la mesa, sin saber muy bien cómo reaccionar. Althía y Altaír estaban en ese patio. Aquel hombre de verdad tenía un cómplice dispuesto a matarlas. Clyven sonrió. No esperaba que su pequeña mentira se hubiese convertido tan de repente en una baza ganadora. Él no sabía que la mujer y la hija de Ëleon estaban junto a la fuente. Ni siquiera sabía que el comandante tuviera familia, aunque eso no le importaba.
Al escuchar que Ëleon decía que estaban en el patio y conociendo que Cyrus iba en busca de la Gema de Asanda, que se hallaba en uno, no era muy difícil hacer creíble ese farol. Si los soldados estaban más pendientes de acabar con él rápido para ir a proteger a la mujer y la niña era más sencillo que cometiesen errores que él pudiese aprovechar. No era un gesto noble sacar las debilidades del enemigo con mentiras. Pero Clyven no era un caballero. Era un asesino. Si tenía que atacar por la espalda lo hacía. Y ahora que ya no tenía nada que perder, luchaba sin límites, sin temores, sin reparos.
- Bien, caballeros... - dijo atrancando la puerta con la espada del soldado que aún tenía cogido antes de dejarlo caer sin contemplaciones - tanta palabrería inútil empieza a tocarme los cojones - Se giró de nuevo hacia ellos con una amplia sonrisa, esa que únicamente asomaba a sus labios antes de matar - ¿Comenzamos?


Continúa en: Ëleon. (II)

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