jueves, 11 de agosto de 2011

Llamas y Sangre. (I)


Luz. Calor. Llamas. ¡Fuego! 
Lo primero que vieron los oscuros ojos de Hamal al abrirse fue el reflejo danzante que se extendía por los rincones de su pequeña morada. Una casa de una planta, construida en madera y piedra, en cuyo espacio se repartían una sala principal, tres habitaciones, dos usadas para dormir y otra para guardar todo lo que no tenía un sitio propio dentro de la casa, y una pequeña habitación a modo de cocina, en la que había un hogar y utensilios para desollar y partir las piezas que cazaban en el bosque que rodeaba la villa. El mobiliario era sencillo, de líneas rectas y simples. En cada habitación había poco más de lo imprescindible. Algún adorno, la mayoría regalos del día de su boda o trofeos de caza. No necesitaban lujos, no los querían.
El humo llenaba ya la parte superior y el calor empezaba a hacerse insoportable. Pero habían sido los gritos que inundaron las calles de la aldea de Okhun los que habían sacado a Hamal de su tranquilo y plácido sueño. Los gritos y el entrechocar del metal. El crepitar de las llamas lo amortiguaba, pero lo había escuchado demasiadas veces como para ignorarlo. No sólo porque disfrutase de los torneos que se organizaban en la villa, en los que las armas no eran lo más habitual, pero estaban presentes. Apenas hacía dos meses que había regresado de Eneidia, la isla principal, que se extendía desde el norte al oeste, abarcando los dos tercios de la superficie total del archipiélago, de luchar por su vida y la de sus congéneres, como para que se le olvidase el sonido tan característico de una pelea. Retiró las mantas de un brusco tirón y salió del lecho. Ni siquiera notó si el suelo estaba frío o no contra sus pies descalzos. Con lo puesto, un pantalón claro que únicamente usaba para dormir pues hacía demasiado tiempo que había dejado de cubrirle los tobillos, se dirigió hacia la puerta del dormitorio, que le llevaría a la sala principal.
La violencia de sus movimientos hizo que Díara, que dormía a su lado, despertase igualmente sobresaltada.
—¿Qué ocurre? —preguntó mirando a ambos lados, desorientada.
Apenas vio las llamas que poco a poco devoraban su vivienda, la mujer salió de la cama, en pos de su esposo. Lo halló ante el arcón que tenían en el rincón más alejado de la puerta, entre la que daba acceso a la cocina y la ventana que se abría a la parte trasera de la casa. Del baúl abierto habían salido ya una daga y una espada corta, que se sostenían en diagonal en una esquina.
En ese momento, ambos se percataron de los aullidos que resonaban por el bosque. La voz de alarma corría de clan en clan en la pequeña isla de Parakalia, al este del archipiélago enéidico, situado al sur, a varias semanas de viaje del continente. Demasiado lejos de Argorian para aparecer siquiera en los mapas.
—Hamal…
No acabó la frase, no había tiempo para palabras. Entró por la puerta siguiente, a la habitación donde su hijo, de apenas cuatro años, había roto a llorar, asustado. Lo encontró aferrando con fuerza las sábanas, acurrucado en una esquina de la cama, contra la pared, abrazado a sus piernas, temblando y llamándola a pleno pulmón. Lo cogió de la cama y lo apretó contra su pecho con fuerza, dejando un beso en su oscuro y corto cabello.
—Calma, mi niño, mamá está aquí, no pasa nada —susurró para tranquilizarlo y se lo encajó en el costado.
El pequeño dejó de gritar, aunque siguió sollozando, aferrado al cuello de su madre como si le fuese la vida en ello. Y así era, aunque él no lo comprendiese todavía.
Díara regresó a la sala principal, donde Hamal se levantaba, dejando el arcón abierto y su contenido desordenado. Había separado una espada y una daga, que sostenía en una mano, y el hacha que había pertenecido a su padre, muerto hacía varios años, en la otra.
—Salgamos de aquí —Hamal le tendió la espada, que ella empuñó con la mano que tenía bajo las piernas del niño, la izquierda, así tendría la otra libre hasta que fuese necesario. Él metió la daga en la cinturilla de su pantalón y asió el hacha con ambas manos.
En la calle, gritos y entrechocar de metal. Olor a sangre vertida, carne y madera quemadas. Fragor. Muerte. La guerra había alcanzado por fin el territorio de los lobos.

Apenas había puesto un pie en la calle cuando se sintió trasladado en el espacio y en el tiempo, hasta Eneidia, hasta la última batalla librada. Los ojos oscuros de Hamal recorrieron frenéticos el espacio que podía abarcar su vista y se sintió horrorizado. Habían atacado por el único punto débil que tenían sus defensas, el aire. Hasta ese momento, nadie había logrado alcanzar por esa vía la isla de Parakalia. Los icariontes, los seres alados nativos de una isla cercana, al norte, eran los únicos que podrían hacerlo. O proveer de recursos a otros, pues eran famosos por la cría y comercio de pegasos. Pero los icariontes no atacaban a los lobos y los lobos no atacaban a los icariontes. No había motivos para ello. Y tampoco tenían costumbre de vender grandes partidas, salvo al ejército. Pero allí estaban, por toda la ciudad, pegasos blancos, negros, castaños, cobrizos, con jinetes envueltos en telas oscuras, con armas brillantes, que reflejaban la luz de las llamas en aquella noche en la que Shyd, la Dama de Plata, no era más que un fino arco en el cielo, menguante, cerca ya de la luna nueva.
Su pecho desnudo, su pantalón y parte de su rostro quedaron salpicados de sangre, caliente y roja, cuando, justo frente a él, uno de sus vecinos fue decapitado. Una espada corta, blandida por un ser encapuchado a lomos de un pegaso castaño.
Sin pensarlo, se acercó a él, enarbolando el hacha sobre su cabeza, aprovechando que volaba casi a ras de suelo. La hoja hirió a la montura en el cuello, haciéndola caer al suelo, junto con su jinete. Ambos rodaron unos metros. El pegaso se levantó como pudo y alzó el vuelo, asustado, alejándose entre irregulares aleteos para caer poco después, desangrándose. Se notaba que no estaban entrenados para la batalla. El hacha de Hamal dejó un rastro de gotas rojas que caían de su filo mientras se acercaba con paso vivo hacia el jinete. No quería darle oportunidad de levantarse. Descargó su arma contra él, con fuerza. La hoja atravesó piel carne y hueso hasta chocar contra el suelo. Había fallado, se dijo Hamal, chasqueando la lengua. No había logrado decapitarlo, pero la herida que le había hecho en la cabeza había resultado mortal. Apoyó el pie descalzo en el rostro del enemigo y tiró para liberar la hoja.
—Vamos —apremió a su mujer. Echó a correr hacia la plaza. No todo lo rápido que podía, pues tenía que adaptarse a la carrera de Díara, que cargaba con su pequeño.
En todas las calles había sangre y cuerpos caídos. Amigos y enemigos. Más amigos, por desgracia. Al paso, se les unieron otros licántropos, Lycos y Arioto, que iban, como ellos, al centro de la villa. Puede que lo más lógico fuese huir, pero ellos eran guerreros y tenían que quedarse para plantar cara. No concebían otra reacción.
—Hamal, Díara, ¿estáis bien?
—Sí. ¿Vosotros?
—Lycos está herido.
—Estoy bien, no es más que un rasguño —rebatió mientras se sujetaba el antebrazo izquierdo.
—No seas imbécil. Casi pierdes el brazo.
—Pero puedo seguir luchando —a pesar de estar herido en su mano hábil.
—Tendrás que hacerlo de todos modos. Hamal, ¿vas a mantener a Díara y al niño aquí?
—No. Cuando lleguemos a la plaza, ella seguirá hacia el Río —que era como llamaban al pequeño caudal de agua que unía el lago central de la isla con el mar abierto, dividiendo los territorios de Okhun y Epsileo. 
Era el único curso de la isla, así que no se habían molestado en ponerle otro nombre. Y ni siquiera podía llamarse río en realidad; arroyo o regato, como mucho. Aquella era su única vía de escape en esos momentos. El punto más inaccesible de la costa de Parakalia, era necesario conocerlo muy bien para poder evitar las rocas que quedaban cubiertas por las olas. Allí tenían pequeños botes de remo, en los que podrían caber, hacinados, apenas una veintena de ellos, contando con que algunos fuesen niños. Sabían que no llegarían a abandonar la isla ni siquiera un centenar de personas. Puede que ni la mitad de eso. Y la mayoría serían mujeres con niños pequeños y algún anciano, porque todo el que tuviera posibilidad de luchar, se quedaría.
Díara no quería dejar atrás a Hamal. Pero la vida de su hijo, por mucho que amase a ese hombre, era más importante. Para los dos lo era. Así que, apenas llegasen a la plaza, se separaría de ellos y correría todo lo posible hasta el Río, con la esperanza de que no hubiesen echado a la mar demasiados botes.

Los cuatro adultos alcanzaron por fin la plaza. El círculo de defensa estaba formado. En su apogeo. Espadas y lanzas, hachas y dagas, puños, garras y colmillos. Una maraña de golpes que iban y venían, quejidos, gritos ahogados entre sangre, cuerpos que caían para ser pisoteados sin pudor. Hamal, Lycos y Arioto corrieron, abriéndose paso entre dos jinetes, para unirse al grupo. Estaban en clara desventaja, pues el enemigo podía ponerse con facilidad fuera de su alcance y atacarles desde lejos. Pero las flechas no duraban para siempre, así que cuánto más resistían, más aumentaban sus posibilidades, porque obligaban a los jinetes a acercarse a ellos.
—No son icariontes —dijo Lycos a su hermano.
—Son humanos, ¿no los hueles?
—Con todo lo que hay aquí ahora mismo, casi ni te huelo a ti y te tengo al lado.
—¿Qué más da lo que sean? ¡Agáchate!
Lycos no pudo resistirse al empellón de Arioto y cayó, evitando así el filo de una espada. El arma arañó a su hermano, quién se revolvió, con un gruñido de intenso dolor. Plata. Por suerte, la herida era superficial y no le provocaría más que fiebre durante algunos días, si no había complicaciones. Dadas las circunstancias, tampoco podía asegurar que no las hubiese.

Díara se separó de ellos y se escabulló entre las casas hacia el río. Aquella última mirada que había intercambiado con Hamal le había sabido a despedida. Esperaba, de todo corazón, que Shyd les permitiese volver a reunirse después de aquella noche, pero sabía que Hamal jamás dejaría la lucha hasta que no le quedasen fuerzas o hubiesen alcanzado la victoria. Deseó que fuese lo segundo. Corrió todo lo que pudo, sin mirar atrás para no ver cómo su esposo se adentraba en la lucha.
Pronto se adentraría en el bosque y, de ahí al río, no tardaría demasiado… Lo conseguiría. O lo hubiese hecho de no ser por el repentino dolor que sintió en su espalda. El sabor de la sangre subió a su boca y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no ponerse a toser y escupirla. No quería asustar al niño. Se cambió la espada de mano y se agachó para dejar al pequeño en el suelo. Apretó los dientes para no proferir una queja. La habían alcanzado, no se había dado cuenta de que la seguían y el jinete había aprovechado que en las calles no había donde esconderse. No contaba con la protección de las ramas y era un blanco fácil para aquel virote de punta de plata que la había atravesado. Le dolía. Muchísimo. Demasiado. Pero tenía que proteger a su pequeño. Se puso delante de él y encaró a su enemigo.
—No te servirá de nada, zorra. No puedes atacarme desde esa distancia.
Y era verdad. No podía alcanzarle mientras se mantuviese a lomos del pegaso, pero no dejaría que tocase a su pequeño. No mientras ella pudiese evitarlo. Clyven ni siquiera se había percatado del asta que salía de la espalda de su madre, bajo el omoplato derecho; estaba demasiado asustado. Tanto, que apenas tocó el suelo, se aferró la pierna de su madre y se ocultó tras ella, mirando con sus grandes ojos oscuros al monstruo alado que les acechaba. Ni siquiera distinguía que era un hombre a lomos de una montura, para él era todo el mismo ser.

3 comentarios:

  1. Wow mami!! No sabia que estabas subiendo aqui todo!!! Me lo voy a leer todo del tirón, que lo sepas ò.ó y te voy a agregar al mio de Pande como favoritos *_*

    Un besote enorme!!

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  2. Omggggggggg ^^ No conocía esta historia. ¡¡Pobre Clyv!! :( Me da la impresión de que esto va a acabar mal, mal... Pero me gusta, como todo lo que escribes, Pall ^^ Oye, ¿cómo hago para que cuando subas algo, se me avise al correo o de alguna manera? ¡Alguna manera habrá! Porque te "sigo" desde hace meses, pero al meterme hoy he visto que había cosas nuevas!

    Bueno, ahora que al fin tengo tiempo parar vivir intentaré ponerme al día con todos tus escrititos. ¿Me recomiendas algún orden en especial? ¿Cronológico o algo? ^^ Besoooos

    PD- ¿Fuiste tú la que escribiste algo sobre los inicios de Cyrus? Recuerdo algo de destrozar una aldea a gritos xD ¿Lo tienes por ahí?

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    1. Creo que es lo de "suscribirse", pero no estoy segura. De todos modos, te sale en el escritorio de blogger. Lee en el orden que quieras, pero la mayoria son historias ya viejas. En el índice están el orden cronológico, pero ya sabes tú que son perfectamente alterables. XD
      Lo de Cyrus me parece que no. Eso tiene que estar perdido por HdC.

      Muchos besos :****

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