miércoles, 10 de agosto de 2011

LVDLL IV. Gyenhäll. (I)

Tres días con sus tres noches caminaron hacia el noroeste hasta divisar en lo alto de una loma la ciudad de Gyenhäll, con sus murallas de piedra gris y las dos torretas del castillo asomando entre las almenas. El camino hacia ella serpenteaba aprovechando la menor pendiente del terreno, como una serpiente de tierra arañada en el suave manto de hierba que cubría las laderas. Cuando, a la caída del sol, atravesaron sus puertas, la ciudad parecía un hervidero de actividad. Carros iban y venían cargados con mercancías, niños correteaban entre la gente persiguiéndose unos a otros, gritando y riendo a carcajadas, hombres de muy diversa condición se apiñaban en las tabernas para echar un trago junto al fuego. A Clyven le recordó a Kálintegth en un día de mercado, cuando él y sus tres amigos correteaban con otros niños entre los puestos curioseando todo, especialmente las armas, y fantaseaban sobre las grandes hazañas que llevarían a cabo; cuando Pallas no era para él más que la inaguantable hermana pequeña de Shun. 
Gyenhäll era una ciudad peculiar. Se alzaba sobre el nacimiento de un río, donde las corrientes subterráneas salían al exterior a través de la fría roca. El castillo había sido construido sobre la fuente del río y su entrada se había situado hacia el lugar donde se formaba la charca donde comenzaba la corriente, no demasiado profunda, pero sí ancha y caudalosa. Ante él habían construido un puente de  madera y piedra, casi tan ancho como la mitad del castillo, que cubría gran parte de superficie del agua, y a su alrededor habían ido añadiendo casitas conforme iba creciendo la población, las tabernas, la muralla, los talleres de los artesanos... Todo lo necesario para hacer de Gyenhäll una próspera ciudad.
- Busquemos un sitio para pasar la noche - dijo mirando a ambos lados sin saber hacia dónde tirar.
- ¿No quieres ir al castillo a cortar cabezas? - se extrañó Cyrus. 
Entendía que unos días atrás hubiese preferido dormir y ponerse en camino al día siguiente, pues si no descansaban esa noche, tendrían que hacerlo por la mañana, pero allí, ahora, tan cerca del final... Le resultaba extraño que el mercenario quisiera posponerlo un día más.
- Mañana. Primero quiero comer y dormir. Después de casi ocho meses ¿qué importa una noche más?
Cyrus se acercó a preguntar a dos hombres que caminaban cargando una caja dónde había un buen lugar para poder pasar la noche. Aprovechando la pregunta, los hombres soltaron la pesada caja en el suelo y le dieron toda suerte de indicaciones y detalles, hasta que otro hombre, que debía ser el capataz, se acercó a averiguar por qué se habían parado y les reprendió por entretenerse. 
El lugar era fácil de encontrar, se hallaba en el centro de la ciudad, a la derecha del castillo, por llamar de algún modo a aquel edificio que, si bien era el más grande de la ciudad, con diferencia, y tenía dos torretas que sobresalían por la muralla, no era ni por asomo tan inmenso como los palacios que Cyrus y Clyven habían conocido en alguno de sus viajes. En el centro de la plaza, que no era sino el puente que cruzaba la charca donde nacía el río, frente a la puerta de doble hoja que daba acceso al castillo, había una fuente, que se llenaba con el agua que nacía bajo el edificio y escapaba después bajo el puente para perderse ladera abajo, por el norte, el lado contrario a aquel por el que habían llegado Cyrus y Clyven.
- Dos jarras de tu mejor cerveza - pidió Cyrus nada más entrar - y algo para comer.
La tabernera, una mujer entrada en carnes, con el pelo entrecano recogido en un moño en la nuca y facciones rudas, cogió dos jarras para echar la bebida y con una voz pidió a quien estuviese en la cocina que fuese echando comida en dos platos.
- Queríamos además una habitación para pasar la noche - pidió el samurai con una encantadora sonrisa, llegando hasta la barra y apoyando el brazo sobre ella.
- ¿Una sólo? - quiso asegurarse mirando alternativamente al rubio muchacho y al hombretón que lo acompañaba, dejando la primera jarra llena sobre la barra y empezando a llenar la segunda. La idea de que dos hombres quisiesen compartir la misma habitación, en la que sólo había una cama, la escandalizaba. 
- Una para cada uno, - atajó el oriental intentando no parecer enfadado, pero sin poder evitar que sus cejas bajasen ligeramente al fruncir el ceño. ¿Como se atrevía a poner en duda su hombría? Clyven, en cambio, sí soltó unos cuantos improperios entre dientes. Si Cyrus no se lo hubiese impedido moviendo disimuladamente su no-dachi para que la vaina golpease las piernas del mercenario en cuanto lo vio moverse, Clyven habría cogido a la mujer de la ropa, la había levantado en vilo y la habría zarandeado y gritado hasta que la pobre posadera no hubiese podido tenerse en pie del mareo. 
La mujer dejó la segunda jarra frente al samurai y se marchó a buscar en el cajón de madera que tenía bajo la barra, en la esquina del fondo, alejado de las largas manos de los clientes gorrones, las llaves de dos de las habitaciones que había en el edificio de al lado.
- Se entra por la siguiente puerta. Decidle al chico que está en el primer cuarto que os dé mantas si queréis. Sólo hay estas llaves así que os agradeceré que no las perdáis. Son dos monedas cada uno la primera noche y una moneda más por cada noche que os quedéis a partir de ahí. La comida es aparte.
Cyrus le puso la mano delante a Clyven, con la palma extendida hacia arriba.
- ¿Qué? - gruñó el lobo mirando la palma del oriental como si en ella fuese a aparecer algo.
- Afloja la bolsa.
- La última vez pagué yo. ¬¬
- Pues ésta también te toca. A la vuelta pago yo, ¿vale? Tú eres el que cobró un trabajo hace poco. Estírate, ¿no?
- Sí, pero nos lo hemos fundido casi todo en comida y cerveza... Si no fueses invitando a gente con mi dinero...
- Y si tú no comieses por siete...
- Como lo que me sale de los cojones, que para eso el dinero es mío.
- ¿Seguro que comes eso? - rió Cyrus alzando la ceja.
- Tú sí que te lo vas a comer como no cierres la boca.
- Antes tiene que pasar por ésta - replicó asiendo la katana.
- Tu cuchillito de pelar patatas no me asusta.
- Vuelve a decir algo así de mi espada y te corto los huevos.
- Es un cuchillo de pelar patatas.
- Señores, si quieren desmembrarse, haganlo fuera de aquí, que luego es a mí a la que le toca limpiar la sangre - intervino la posadera con los brazos cruzados bajo el pecho - Y me da igual cual de los dos pague, mientras lo hagan - añadió extendiendo una mano hacia ellos - así que ajusten sus cuentas después.
- Tsk - Clyv chasqueó la lengua sacando las monedas de su hatillo y soltándolas en la mano de la mujer - Pero a la vuelta pagas tú - gruñó al samurai cuando ella se marchó a guardar el oro.
- Vaaaaaleeeeeee - Cyrus sonrió triunfal, cogiendo una de las jarras de cerveza y echando a andar hacia una mesa vacía.
Clyven tomó la otra con un brusco movimiento, que hizo que un poco de la cerveza se derramase sobre la barra, y siguió a su compañero.
- Lástima que nos hayan interrumpido... - ironizó dejándose caer en la silla, resbalando hasta casi el borde, con las piernas abiertas y la espalda curvada contra el respaldo -  tenía ganas de saber qué puede hacer esa navaja. Pero bueno, mañana será otro día - levantó su jarra un poco - Por las cabezas que van a rodar.
- Por la venganza cumplida - acompañó Cyrus.
Y ambos bebieron mientras esperaban que la posadera les llevase la comida.
La dueña de la posada se acercó hasta su mesa con un plato en cada mano y los dejó sobre ella en su camino hacia una de las mesas que estaban más alejadas de la barra de lo que estaban ellos. 
- Ya voy, maldito viejo - le gritó al cliente que exigía su atención - ¿Te crees que eres al único al que tengo que servir? 
El hombre, que rondaba los cincuenta años, no pareció molestarse por la respuesta y el tono arisco de la tabernera. Sin duda era un habitual en el local y eso permitía a ambos tomarse ciertas licencias. Observando a los demás presentes en el lugar sin demasiado disimulo, Cyrus y Clyven empezaron a comer. El lobo se relamió. Aquel estofado de cerdo estaba realmente bueno. Los ojos azules del samurai recorrieron las mesas. Muchas miradas estaban puestas en ellos, pero era de esperar; dos forasteros tan dispares y la aparente trifulca que habían estado a punto de comenzar llamaban demasiado la atención. 
- ¿Tenemos monos en la cara? - preguntó alzando la voz. 
Al instante la mayoría de ojos volvieron a centrarse en los platos o jarras que tenían delante, aunque oteaban de tanto en tanto a los dos extraños. 
- No deberíamos llamar tanto la atención - susurró al licántropo entre bocado y bocado - Lo que nos trae aquí no va a sentarles muy bien que digamos, así que conviene pasar lo más desapercibido posible. 
- Bah, mañana a estas horas ya estaremos de nuevo fuera de aquí, ¿qué más da? 
- Supongo que intentarán evitar que escapemos y esas cosas que suele hacer la gente, como si tuviesen la más mínima posibilidad de detenernos. Y lo más seguro es que tengamos que vérnoslas con algunos soldados. Parece mentira que lleves años viviendo de esto, tío. 
- Para cuando se den cuenta de lo que ha ocurrido ya será demasiado tarde para buscarnos aquí. 
- ¿Tú crees? 
- Sí, y si no, siempre podemos escondernos en el bosque - alegó encogiéndose de hombros - Allí no pueden pillarme. 
- Claro, tú te conviertes en un chucho y huyes con el rabo entre las piernas y me dejas a mí con los pantalones bajados ¿no? 
- Lo de bajarte o no los pantalones ya lo dejo a tu elección - esbozó la mueca que le hacía las veces de sonrisa. 
Ninguno de los dos dejaría al otro solo y en desventaja, aunque sabían que no se les presentaría la necesidad de hacerlo. Iban a ir, matar y largarse de allí con la misma velocidad con la que habían llegado. 
- Vosotros también habéis venido a uniros a los hombres de Ëleon, ¿no es así? - preguntó una voz tartamudeante y temblorosa, a espaldas del oriental. 
Cyrus giró la cabeza buscando el origen de la voz y Clyven se separó un poco más de su plato para observar por encima del hombro de su compañero. Se trataba de un anciano encorvado y esmirriado, con el rostro plagado de arrugas y el cabello completamente cano y mal peinado. Vestía como un campesino y tenía a su lado un cayado de nudosa madera para ayudarse a caminar. 
- ¿Nosotros? - preguntó Cyrus mirando a ambos lados para comprobar que no había nadie más a quien pudiese referirse. 
El anciano asintió.
- No, abuelo. No estamos aquí para eso. Ni siquiera sabemos quien es Ëleon.
- ¿No? - insistió poniendo una mueca de fastidio que apenas podía intuirse entre las arrugas de su rostro - Es una lástima. Hombres como vosotros es lo que necesita esta ciudad. 
- ¿Qué tenemos nosotros de especial? Sólo somos dos hombres que van de paso. 
- Sois guerreros. Vais armados y se supone que ayudáis a la gente, ¿no? - replicó el anciano como si todo aquel que portase un arma tuviese que ser un defensor del bien y la justicia. 
- No todo el que lleva una espada es bueno, viejo - intervino Clyven, tajante.
- Tienes razón, muchacho - concedió él con una amable sonrisa - pero salta a la vista que vosotros sois buenas personas. 
Cyrus ahogó una risa al ver el gesto de su amigo. ¿Muchacho? Ya hacía demasiado tiempo que tanto uno como otro habían dejado atrás la adolescencia. Cyrus podía aún aparentar ser más joven de lo que era si se lo proponía, pues sus dulces rasgos orientales, su fino rostro imberbe y su carácter alegre y divertido podían confundir... pero Clyven... desde luego, un mercenario corpulento como él, con la piel tostada al sol y barba de varios días, no entraba en la categoría de "muchacho". 
- Maurice, haz el favor de no espantarme la clientela - dijo la posadera con un tonillo cantarín, como quien llama la atención a un niño pequeño que ha hecho una destrozo sin querer, con los brazos en jarra y meneando rítmicamente un pie. 
- Deja de quejarte. Sólo les estoy contando la historia del comandante.
- ¿Pero qué vas a contarles? ¡Si lo sabe toda la comarca!
Cyrus y Clyven cruzaron miradas. Aquel hombre del que hablaba el anciano era uno de los soldados. Tal vez descubriesen algo interesante.
- Cuentenoslo, abuelo - animó el samurai - Seguro que es una historia estupenda.
El anciano se levantó con cierto trabajo y avanzó despacio, ayudándose de su bastón, hasta dejarse caer en una de las sillas libres que quedaban en su mesa. Y empezó a hablar.
- Pues veréis... - se removió en la silla para acomodarse, cogiendo un pellizco del pan de Clyven, que lo fulminó con la mirada. Si no hubiese sido porque esperaba sacar alguna información sobre cómo entrar en el castillo, le habría propinado un buen capón - hace mucho tiempo... más de cien años... cuando la ciudad de Gyenhäll no existía aún... - Cyrus y Clyven se miraron. El mercenario alzó la ceja y el samurai entendió el mensaje: "como se ponga a contarnos los cien años de historia de la ciudad, le atizo" - el agua que mana de sus fuentes era un brebaje ponzoñoso. No podía usarse para beber, ni para cocinar... ni siquiera para lavarse. Cuando los primeros aldeanos llegaron aquí en su viaje hacia el sur, sin saber que el agua estaba envenenada, usaron ese agua y casi todos enfermaron. Por suerte viajaban con ellos dos sacerdotisas de la Orden de Asanda, que emplearon sus dotes de curación y pudieron salvar a algunos de ellos. Pero todos estaban demasiado débiles para seguir viajando, por lo tuvieron que asentarse en este lugar hasta que se recuperasen. Las sacerdotisas se encargaban de purificar el agua cada día para que los viajeros y ellas mismas pudieran beber sin peligro...
- ¿No puede contarnos la versión corta, abuelo? - sugirió Cyrus.
- ¡Jóvenes impacientes! - se quejó él meneando el bastón amenazadoramente - ¡Ahora ya no me acuerdo por donde iba y tendré que volver a empezar!
- No hace falta - gruñó Clyven - estábamos en que se quedaron a vivir aquí. Y abreviando.
- Eh... Ah sí... Pues... poco a poco, fue llegando el invierno y ya no pudieron seguir viajando. Para cuando llegó la primavera estaban tan acostumbrados a vivir así que ya no quisieron continuar su camino y crearon aquí la aldea de Gyenhäll, que durante cien años ha ido creciendo hasta convertirse en esta maravillosa ciudad. Le construimos el puente y las casas y el Templo y las cuadras para los caballos y...
- Sí, abuelo, - cortó Cyrus intentando sonar amable - todo lo que hay en la ciudad, no hace falta que nos lo cuente casa por casa...
El anciano entrecerró los ojos, molesto por la nueva interrupción, pero continuó su relato.
- Por desgracia, hace unos meses, con la muerte de la última de las sacerdotisas, no quedaba nadie que purificase el agua de Gyenhäll. La gente comenzó a enfermar de nuevo, así que el comandante cogió a un grupo de soldados y viajaron hasta la lejana ciudad de Camelot para traer una de las Gemas de Asanda, que es la que se encuentra en la fuente que está en el centro del Templo. Por desgracia, la noticia se ha extendido por la región y son muchos los que ahora intentan atacarnos para hacerse con la Gema de la Diosa. ¡Y seguro que sólo la quieren para venderla por ahí! - exclamó enfadado golpeando el suelo con el bastón - ¡¡O para obligarnos a entregar la ciudad!! Por eso necesitamos guerreros jóvenes como vosotros... A que vais a uniros a la Guardia de Gyenhäll después de lo que os he contado, ¿verdad que sí?
Cyrus y Clyven pusieron los ojos en blanco. El anciano era insistente hasta el extremo.
- ¿Y por qué las sacerdotisas no enseñaron a otras jóvenes? - curioseó Cyrus, intentando encajar todas las piezas del puzzle. Hubiese sido más sencillo enseñar a alguien a hacer el trabajo que recorrer el largo camino hasta Camelot.
- Lo hicieron. Durante todos estos años, la Diosa de la Curación bendijo a algunas jóvenes con sus dones, pero las últimas... - negó con la cabeza - por mucho que lo intentaron no fueron capaces de limpiar el agua. Cuando lo hacían junto con la anciana todo salía bien, por eso pensábamos que habían aprendido sus habilidades, pero a la hora de hacerlo solas, ninguna pudo. Ahora, con la Gema de Asanda sumergida en el agua de la fuente, ya no es necesario que ninguna sacerdotisa haga nada. ¡Pero tenemos que protegerla!
Clyven dio un trago a su cerveza, saboreándola antes de hablar, a la vez que dejaba la jarra en la mesa. 
- Así que mandasteis a un puñado de soldados a Camelot para robar en su Templo. 
- ¡¡No, señor!! - negó el anciano golpeando de nuevo el suelo con el cayado, como si le hubiesen ofendido profundamente - Ëleon y sus hombres no robaron nada, la Orden de Asanda de Camelot se la regaló. 
- Y todos vosotros sois tan estúpidos para creer que la Orden se desprendería de uno de sus tesoros para ayudar a un puñado de campesinos que quieren mantener una ciudad sobre un río envenenado. 
- ¿Acaso no es ayudar a los necesitados uno de los preceptos que predican? 
- Mucha gente muere en Camelot, a las puertas de su propio Templo, y a lo máximo que han llegado es a curar sus heridas y darles algo de comer. ¿Qué os hace pensar que sois diferentes? 
- No le hagáis caso - intervino Cyrus viendo que Clyven empezaba a gruñir, señal de que pronto empezaría a golpear - Mi amigo ha tenido un mal día, ¿verdad, Clyven? 
El licántropo, furioso al comprender por fin que el, hasta ese momento desconocido, motivo de la muerte de su mujer y su hija no era otro que el robo de una simple piedra, por muchas propiedades maravillosas que ésta tuviese, tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no dejarse dominar por la rabia y la violencia que empezaba a bullir en sus venas, para no transformarse en híbrido y acabar de la forma más cruel posible con los allí presentes.
Se levantó, murmurando entre dientes todo lo que iba a hacerles a los soldados de Gyenhäll cuando los tuviese delante, y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas. El oriental se disculpó con el anciano y lo alcanzó en una pequeña carrera, completando con él el camino hasta una de las habitaciones que habían pagado. 
- Esos cabrones robaron la Gema, Cyrus, lo sabes tan bien como yo - explotó Clyven después de pasearse un rato por la estancia como una fiera enjaulada, seguido por los azules iris del samurai, que se había echado en la cama - La Orden de Asanda nunca regalaría tan a la ligera algo tan valioso. ¡¡Pallas y Niké han muerto porque estos hijos de puta querían robar una piedra!! ¡¡Una piedra!!
- ¿Y cómo sabes que es de verdad una de las Gemas y que el viejo no nos ha contado una batallita?
- ¿Una piedra que puede purificar el agua? - preguntó con ironía alzando la ceja - Han sido demasiados años oyendo hablar al paladín de las maravillas de Onour, de la bondad de Asanda y no sé cuántas gilipolleces más para no ser capaz de reconocerla. 
- Tienes razón. Era una de esas que convertían cualquier líquido en que estuviesen en una especie de poción sanadora. No me extraña que la cuiden con tanto celo. Eso valdría mucho dinero. Lo que sí me choca es que en Camelot dejasen que la robaran.
- Estaban todos intentando apagar el incendio - explicó como si estuviese reviviendo aquel instante que había vivido, antes de quedar él también sepultado bajo unos cascotes - Tres casas se vinieron abajo, entre ellas la mía, y creo recordar que había algunas más en llamas. Las sacerdotisas estaban atendiendo a los heridos. Algunos no eran más que simples rasguños sin importancia, pero las mantuvieron ocupadas. Y los soldados estaban ayudando a acarrear agua desde la fuente y algunos fueron enviados incluso hasta el río. La seguridad de los Templos había dejado de tener importancia, o tal vez mataron a los guardias que se quedaron. ¿Qué importa eso? Lo que importa es que voy a coger a esos soldados y los voy a convertir en trocitos tan pequeños que no sabrán a quién pertenece cada uno.
- Lo sé, lo sé, pero debemos tener cuidado. Esta gente los tiene en un pedestal y, por muy fuerte y bruto que seas tú y por mucho que yo sea el mejor guerrero que hay, ha habido y habrá sobre la faz de la tierra, toda una ciudad es mucho para cualquiera. Además - sonrió triunfal - sólo tenemos que robar esa piedra y asunto zanjado. 
- ¿Y para qué cojones quiero yo una piedra? 
- Tsk. Mira que eres cortito a veces ¿eh? Piensa por un momento - dijo dándose golpecitos en la sien con el dedo índice - ¿Qué pasa si les quitamos la piedra? 
- Que el agua volverá a envenen... Aaaah - dijo al caer en la cuenta de lo que insinuaba Cyrus - ¡Pero eso es una mierda de venganza, macho, sin hostias, ni sangre, ni nada! ¡Yo quiero que sufran! 
- Es una venganza sutil, con estilo. Para cuando quieran darse cuenta ya será demasiado tarde, - rebatió entrecerrando los ojos - pero claro, tú si no hay puños, patadas, gente partida por la mitad y tripas por el suelo no estás contento. 
- Habló.
- Estáaaa bieeen - canturreó Cyrus - No nos la llevaremos, sólo la cogeremos prestada para tocarles un poco las narices. Y para asegurarnos salir de aquí con vida. ¿Cuál es el plan?
- El de siempre: improvisar.


Continúa en: Gyenhäll. (II)

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