lunes, 8 de agosto de 2011

LVDLL III. El camino hacia la venganza. (I)

Llevaban caminando todo el día, desde el amanecer hasta la caída del sol, parando un par de horas para comer. Los días de finales de invierno no eran demasiado largos, por lo que la jornada no había sido excesivamente dura. Cuando el sol dejó de calentar y el aire de la noche se volvió más frío, la ropa que llevaban dejó de ser suficiente. Cyrus rebuscó entre sus petates el chaleco que se había puesto los días anteriores y que había guardado cuando la temperatura se había vuelto más agradable. El kimono y el hakama estaban limpios, pero el chaleco era el mismo que había usado durante la batalla y estaba manchado de sangre seca, que estaba ya casi negra. Clyven ni siquiera se molestó en echarse la capa sobre los hombros. Si el frío se hacía demasiado intenso, tenía un maravilloso pelaje para entrar en calor.
- Uaaaaa - Cyrus bostezó, estirando los brazos y arqueando la espalda - Me aburro, macho. No has abierto la boca en todo el camino. 
- Para eso estás tú, que no la has cerrado. 
- Es que si no lo hago yo no lo hace nadie. ¿En serio no te aburre estar todo el día callado? 
El licántropo lo miró de soslayo, alzando la ceja. Era más que evidente que no. Las conversaciones banales no eran para él. Las mantenía, sí, pero con frases escuetas y monosílabos... puede que alguna frase elaborada, pero poco más. Cuando Clyven hablaba era porque necesitaba decir algo, no por el "placer" de intercambiar opiniones. ¡Y eso que desde que vivía con Pallas se había vuelto más sociable! 
- Bah. Busquemos un lugar para pasar la noche, y a ver si hay suerte y encontramos una camarera guapetona con la que entablar conversación. 
- Dí más bien echar un polvo. 
Cyrus sonrió de la misma manera que sonríe un niño travieso al que han descubierto planeando alguna trastada. Clyven puso los ojos en blanco. 
De repente le parecía que el tiempo no hubiese pasado. El alegre samurai seguía siendo tan alocado como de costumbre. Él seguía siendo el lobo solitario que siempre había sido. No habían cambiado nada en todo el tiempo que habían estado separados. Tenían otras vidas, otras obligaciones, otras metas, pero en el fondo seguían siendo los mismos. No importaban las traiciones ni las huidas. Había pasado demasiado tiempo de aquello como para estropear el reencuentro con malos ratos pasados. Ahora sólo estaban ellos dos y el sol poniéndose en el horizonte, indicándoles el camino.

A lo lejos se veía una pequeña aldea, al borde del camino. Probarían a pasar la noche allí o si no, al menos, a tener una comida caliente y una buena jarra de cerveza. 
- Llegaremos en poco más de una hora - apreció Cyrus. 
- Tengo hambre. No hemos comido nada desde hace... 
- Cuatro horas como mucho, Clyven - interrumpió su compañero - Y nos hemos comido un jabato entero. Tú bastante más que yo. No puedes tener hambre. 
- ¡Claro que puedo! 
- Ya se me había olvidado lo que eras capaz de comer. 
- Tampoco he comido tanto.
- Noooooo - ironizó Cyrus - únicamente te has trincado tú solito un jabalí, - empezó a contarse los dedos de una mano marcándolos con el índice de la otra - dos tejones y cinco peces, dos platos de estofado en la posada, y medio ciervo... en cuatro días.
- El ciervo era pequeño - se defendió Clyven.
- ¡¡Pero si tenía unos cuernos así!! - exageró el oriental levantando los brazos a ambos lados de la cabeza, con los dedos extendidos, simulando la cornamenta de un ciervo adulto.
- Los cuernos no se comen.
- No sé yo que decirte... 
El lobo se limitó a emitir un gruñidito y dar la conversación por concluida hasta llegar a la aldea. Era apenas un conjunto de casitas de madera y piedra encalada, o únicamente madera, con los tejados de barro cocido sobre vigas de madera y una cubierta de paja. Entraron por lo que parecía la calle principal, pues era la que continuaba el camino que llegaba hasta el lugar, lo cruzaba y daba origen al sendero del otro lado. No estaba adoquinada, como ninguna de las otras vías, por lo que las marcas de las ruedas de los carros y las huellas de humanos y bestias se marcaban en la tierra. Caminaron hacia el centro de la aldea, dejado a un lado una herrería y una casa en la que vieron, a través de la puerta abierta, a un carpintero. Al otro, varias casas cerradas y una en cuya puerta había una mujer cosiendo.
Se cruzaron con varias personas, que los miraron con la curiosidad con que se mira a los forasteros, e hicieron algún que otro comentario en voz baja, sobre todo resaltando la vestimenta manchada de sangre del samurai. El griterío de los niños los fue guiando hacia la plaza y allí encontraron lo que buscaban: una taberna.
La fonda era un edificio de madera y piedra, de dos plantas. En la inferior, construida con trozos irregulares de varios tipos de roca y argamasa, con refuerzos de madera, se hallaba una sala principal que contenía una barra de madera y varias mesas con sillas. Al fondo, en la pared contraria a la puerta de entrada, que permanecía abierta, sujeta con una cuña de madera, se hallaba una escalera que daba a la planta superior y una puerta que separaba la estancia de la pequeña cocina y el patio. Por el tamaño no habría más de seis o siete habitaciones, y no demasiado grandes, en la parte de arriba, pero con que tuviesen un par de camas disponibles, Cyrus y Clyven se daban por satisfechos.
Entraron y buscaron una mesa libre para comer. El local bastante ocupado para ser un pueblo tan pequeño, por lo que, dedujeron, muchos de los presentes debían de ser forasteros, al igual que ellos. Algunos, los más cercanos, se quedaron mirándolos unos segundos para luego centrar de nuevo su atención en sus platos y jarras. Caminaron hacia la barra y se apalancaron en un hueco entre dos parroquianos. 
- Buenas noches. Sirvo esto y les atiendo - indicó el tabernero al pasar cerca de ellos, al otro lado de la barra, cargado con tres jarras de cerveza. 
Cuatro hombres se levantaron de una mesa situada en un rincón, cerca de la escalera. Clyven le indicó con un movimiento de cabeza a Cyrus que fueran a por ella. Se abrieron paso zigzagueando entre las mesas, para ocupar la del rincón, aunque casi al instante, Clyven se arrepintió de su sugerencia. Oculta por la barrera de cabezas, no había podido ver que en la mesa de al lado de la que ellos iban a ocupar había otra, ocupada por tres mujeres. 
Ya era demasiado tarde para decidir quedarse en la barra. Cyrus no había perdido un segundo y se había acercado a la mesa con su habitual desparpajo. Y antes de que Clyven tuviese ocasión de llegar hasta él e impedírselo, el samurai ya estaba acoplando la mesa libre a la ocupada y sentándose entre dos de las mujeres, cuyo aspecto y armas delataban como guerreras o, al menos, como viajeras precavidas.

- Buenas noches, señoritas - saludó el oriental con su más encantadora sonrisa, apoyándose despreocupadamente en la mesa que iban a ocupar él y el lobo - ¿Os importa que mi amigo - señaló a Clyven, que se dirigía hacia allí - y yo nos sentemos? Llevamos cuatro días caminando sin parar y no ha cambiado la cara de ajo porro que tiene ni un sólo segundo, - Clyven frunció un poco más el ceño al escucharlo - ni me da conversación, ni nada por el estilo. ¡Me está matando de aburrimiento!
Una de las mujeres, la que estaba más lejos de él, alzó la ceja y a punto estuvo de mandarlo a paseo, pero sus dos compañeras parecían muy dispuestas a aceptar la compañía del alegre muchacho y su amigo. Las tres eran de la edad de Cyrus, año arriba, año abajo, y humanas, pero era lo único que tenían en común. La que el samurai tenía más cerca, a la derecha, era una joven de ojos verdes y una larga melena rojiza, trenzada alrededor de su cabeza, e iba vestida con un pantalón y una camisa color arena, sin mangas y con un generoso escote. La que estaba más lejos de Cyrus era una mujer rubia, con unos profundos ojos azules y piel pálida. No era excesivamente guapa, y se vestía de oscuro. No parecía querer llamar la atención ni trabar amistad con nadie ajeno a su grupo. La última, que cerraba el círculo, era imposible que pasase desapercibida. Tenía una melena corta y lisa, de un negro azabache, los ojos grandes y negros y unas muy bien proporcionadas curvas, cubiertas por un falda recta, de color azul intenso, que tenía dos aberturas a los lados para hacerle cómodo el caminar y que cuando estaba sentada ofrecían una maravillosa perspectiva de sus piernas. El corpiño, de un tono más claro que la falda, se ceñía a su talle y hacía más llamativo su ya de por sí atrayente busto. El resto de los detalles de su vestimenta fueron obviados por los ojos del samurai, que la recorrieron de arriba a abajo con descaro cuando, con una sensual sonrisa, la joven se apartó para que él pudiese colocar la mesa junto a la que ellas ocupaban.
Cyrus arrastró la mesa hasta que su borde tocó el de la otra y, colocando una silla junto a la muchacha, se sentó a su lado, presentándose con su habitual modestia.
Clyven, que había llegado hasta allí en un par de zancadas más, después de gruñir a las dos personas que le habían cortado el paso junto a la barra, se dejó caer en otro de los asientos vacíos, sin preocuparse de si estaba o no lo bastante cerca de la mesa, con las piernas separadas, los brazos cruzados y gesto serio.
- ... y éste es Clyven - concluyó su parrafada, señalando hacia el mercenario con un ligero movimiento de pulgar - No os preocupéis que no muerde si no se le provoca, sólo ladra un poco de vez en cuando. Y ya estoy yo para controlarlo - los ojos del isleño se entrecerraron mirando al samurai, pero prefirió ignorar el comentario en lugar de darle pie a una nueva réplica. Tenía demasiada hambre para enzarzarse en una batalla verbal, que no iba a ganar.
- Mi nombre es Lausanne - dijo melosa la chica que estaba junto a Cyrus.
- Yo soy Fhelize - indicó la pelirroja - y ella es Urihel - añadió mirando a la rubia - es que es tímida - alegó sacándole la lengua a su compañera, que la fulminó con la mirada.
El posadero se acercó hasta ellos para servirles.
- Una jarra de cerveza y lo que sea que tengas que se pueda comer - pidió el licántropo - Mejor trae dos platos.
- Otra jarra para mí - apuntó Cyrus, pues obviamente allí no había sake - ¿Y vosotras? - preguntó haciendo una barrido con la mirada por las tres chicas - A esta ronda invitamos nosotros.
- Dirás tú - masculló Clyven - Yo no pienso pagar tus vicios.
- Estamos de celebración, Lobito, no seas tan arisco y disfruta un poco - le sonrió con un guiño mientras dos de las chicas pedían bebidas al tabernero. La rubia no quiso aceptar y se quedó echada hacia atrás en su silla, con las piernas cruzadas y el ceño fruncido, mirando a Clyven con desconfianza, pues era el que tenía junto enfrente. El licántropo le alzó una ceja, dejando muy claro que le importaba muy poco que se sintiese incómoda, bastante tenía ya él con lo suyo.

Casi una hora más tarde, cuando habían dado cuenta de la tercera ronda y hasta Urihel parecía aceptar la compañía de los dos hombres, la puerta de la fonda se abrió de nuevo y un grupo de seis soldados cruzó el umbral. Clyven no pudo verlos hasta que no llegaron a la barra, pero notó su olor en cuanto se acercaron a la entrada. Más por instinto que por otra cosa, el mercenario observó a los recién llegados. En tantos años recorriendo los caminos había desarrollado la costumbre de catalogar todo aquello que estaba a su alrededor, para estar preparado ante cualquier circunstancia. Y una sonrisa se dibujó en su rostro. Tan grande que hasta Cyrus, centrado como estaba en la compañía femenina, se percató de ella.
El rubio oriental buscó con la mirada lo que había arrancado aquel gesto del, por regla general, inexpresivo mercenario. Allí, en la barra, repartiéndose las grandes jarras de cerveza que acababan de servirles, se hallaba un grupo de hombres y todos ellos llevaban sobre el pecho el escudo de armas que adornaba la ropa del orco al que habían matado algunas noches atrás, algunos bordado en la casaca, otros colgado al cuello, en un amuleto igual al que iba en el hatillo de Clyven.
El lobo se acomodó en la silla, dejándose resbalar un poco hacia adelante, aparentemente relajado, pero con el oído puesto en las palabras de aquellos hombres. Entre el jaleo del local y el empeño de Fhelize en entablar conversación con él, a pesar de que únicamente le estaba contestando con gruñidos y monosílabos e ignoraba la mitad de sus frases, Clyven pudo hilar algunas palabras de la conversación de los soldados. Venían a celebrar una victoria, no logró saber en qué. Sin embargo, llamó su atención que ninguno oliese a sangre. Aunque eso era algo que él mismo iba a solucionar antes de que el sol despuntase de nuevo en el horizonte. Había tardado mucho tiempo en dar con ellos, pero ahora iba a obtener por fin su venganza.
Cyrus lo miró un tanto extrañado. Conociendo como conocía al licántropo, estaba seguro de que éste se hubiese ido directamente a por ellos y hubiese empezado a repartir golpes a diestro y siniestro. Sin embargo, Lausanne se encargó de que olvidase cualquier otra idea que no fuesen sus curvas y la batalla campal que habían empezado sus labios.
Clyven puso los ojos en blanco. Tal y como había supuesto, el samurai iba a compartir cama aquella noche. Sólo esperaba no tener que ser él quien entretuviese allí abajo a las otras dos para que Cyrus pudiese disponer de la habitación que las tres jóvenes compartían.
- Soldados de Gyenhäll - escuchó murmurar a Urihel y al instante sus oscuros ojos se clavaron en ella.
- ¿Qué sabes de ellos? - preguntó echándose bruscamente hacia delante, lo que sobresaltó a la muchacha.
- ¿Yo? Lo... lo mismo que todo el mundo - respondió ella, apurada - Son soldados de una ciudad cercana, vigilan la frontera norte y campan a sus anchas por toda la región desde hace unos meses. ¿Por qué tienes tanto interés?
- Porque voy a matarlos a todos - sentenció antes de echarse de nuevo hacia atrás en su silla y dar un largo trago a su cerveza.
La joven lo miró asustada y luego desvió los ojos hacia el samurai, como si quisiese comprobar si de verdad estaba compartiendo mesa con un asesino. Pero Cyrus estaba demasiado ocupado con Lausanne para responderle.
Fhelize, en cambio, se echó a reír como si le hubiesen contado una anécdota graciosa. 
- Por un momento hasta me lo he creído - comentó divertida, apoyando la mejilla en la mano y el codo sobre la mesa, con los ojos fijos en el mercenario - Lo has dicho tan serio que parecía que fueses a hacerlo de verdad.
Clyven no la sacó de su error. Simplemente apartó los ojos de su escote, apuró su jarra de cerveza y le indicó al tabernero que le trajera la siguiente.
La muchacha sonrió al descubrir que, a pesar de parecer un témpano de hielo, imperturbable, impenetrable, ajeno al resto del mundo, hosco y malencarado, su improvisado acompañante en la mesa tenía las mismas debilidades que el resto de los mortales. Debilidades que Lausanne y ella sabían usar a la perfección.

Aprovechando la escueta conversación de Clyven con el posadero, Urihel se acercó para hablar al oído de su amiga.
- No se te ocurra dejarme sola. 
- No vamos a dejarte sola, cariño. Sólo buscamos compañía adicional - respondió Fhelize guiñándole un ojo.
- Y mientras vosotras estáis en la habitación con dos tíos a los que no conocéis absolutamente de nada ¿qué se supone que tengo que hacer yo?
- Relájate, boba. Ellos tampoco nos conocen a nosotras, estamos en igualdad de condiciones.
- Ellos son hombres. Podrían tumbarnos a las tres de un solo golpe.
- Para eso tenemos una amiga maga como tú - rió la pelirroja dando con la yema del dedo en la punta de la nariz de la rubia, que entrecerró los ojos, mirándola con odio, mientras ella volvía a entablar conversación con el mercenario, o más exactamente, intentaba arrancar de sus labios algo distinto a un sí o un no.

Lausanne quiso aprovechar la habitación que habían pagado y se levantó de la mesa, tirando sugerentemente de la mano de Cyrus para que la acompañase. El samurai se dispuso a seguirla sin dilación. No estaba bien hacer esperar a una dama ¿verdad? 
- No montes una carnicería sin mí ¿eh, peludo? - susurró el samurai mientras se levantaba, dándole a su amigo una palmadita en el hombro - Aprovecha y date un buen homenaje - añadió indicando con un cabeceo hacia la pelirroja.
- Si tú quieres echar un polvo, por mí como si te tiras a todo el pueblo, pero yo tengo cosas más importantes que hacer.
- Eso puede esperar. Seguramente dentro de un rato estén demasiado borrachos para poder moverse. Y seguro que mañana estarás de mejor humor - sonrió empezando a alejarse - Hazme caso, Clyv, o voy a empezar a pensar que estás cambiando de gustos.
- Que den y que te duela, Cyrus - gruñó mientras veía como se alejaba, alzando una ceja. 
Ya sabía él que acabaría así la cosa. Desde el momento en que acabaron sentados junto a aquellas mujeres tuvo la certeza de que Cyrus tendría un escarceo con la más hermosa de las tres y él tendría que esperar allí abajo con las otras dos. Sin embargo, su situación no era tan mala. Había sido una noche de suerte para ambos. Cyrus había encontrado un placentero entretenimiento. Él había dado con la pista definitiva que le conduciría a su venganza.

Fhelize había desistido en su infructuoso intento de hacer hablar al licántropo y había centrado su atención en su amiga, que parecía menos enfadada ahora que le hacían caso. Clyven agradeció en silencio que dejara de bombardearle con mil preguntas sobre su vida, que él no contestaba, o con otras tantas historias sobre la suya, a lo que se limitaba a asentir sin prestar demasiada atención. Su interés estaba en la barra, en lo que hablaban los soldados de Gyenhäll. Ya habían dado buena cuenta de varias rondas y los efectos del alcohol empezaban a notarse en algunos de ellos, por lo que la conversación dejó de reportarle información y derivó hacia bravuconadas y exageraciones varias, hasta que creyeron que habían celebrado suficiente y que era hora de regresar al pequeño puesto de guardia que había siguiendo el camino.

Esperó un largo minuto, que se le hizo eterno, para que no resultase tan evidente que los seguía y, tras eso, Clyv dio un trago a la jarra que tenía en la mano, dejándola casi llena sobre la mesa, con un golpe, se levantó, arrastrando la silla, y echó a andar hacia la barra. 
- ¿Dónde vas? - indagó Fhelize arrugando ligeramente la frente.
- A mear. ¿No puedo? - dijo mirándola con el ceño fruncido. 
No le gustaba dar explicaciones y menos a alguien que no conocía de nada.
- Oh - respondió ella, cortada por la brusquedad de la respuesta, mientras Clyven se alejaba con las manos en los bolsillos.
Urihel soltó una risita divertida al ver cómo las mejillas de la pelirroja alcanzaban casi el mismo tono que su cabello.
El aire de la noche suponía un agradable contraste con el caldeado ambiente de la taberna. Hacía frío para estar en mangas de camisa, pero no pensaba demorarse demasiado y había dejado el hatillo en la taberna, con la capa en su interior. 
Se alejó mezclándose con las sombras, siguiendo el rastro de los soldados. Aunque no hubiese hecho falta hacer uso de su desarrollado olfato de lobo, pues las voces de los hombres haciendo saber a todo el pueblo que llevaban más alcohol de la cuenta en las venas eran guía suficiente.
Los alcanzó en la bocacalle de un callejón, una decena de metros más abajo. Con la rapidez con la que un depredador salta sobre la presa que lleva un rato acechando, Clyven tiró del hombre que cerraba el grupo y lo acorraló en el callejón. No le importó que gritase y sus compañeros acudiesen en su ayuda. Era lo que quería. 
Estaba rodeado. Rodeado por media docena de hombres borrachos que nada tenían que hacer contra él, salvo resignarse a encajar cada uno de sus golpes.
El que ya tenía en las manos no iba a dar muchos problemas. Apestaba a aguardiente y no hacía más que gritar que dos hombres muy feos querían llevárselo y comérselo. Clyven lo levantó sobre su cabeza y lo dejó caer en un abrevadero que había en el otro lado de la esquina. El borracho chapoteó y tosió, sacando la lengua para beber el agua que le goteaba de la nariz.
Dejar fuera de combate a los dos siguientes le costó un solo paso. El que dio para apartarse de la trayectoria que ambos habían tomado a la carrera. Sus reflejos, mermados por la bebida, hicieron que chocasen uno contra otro y se quedaran en el suelo, sobándose la cabeza, como dos niños pequeños que se aprietan un chichón, como si así pudiesen evitar que les saliese un bulto en la frente.
Clyven chasqueó la lengua, aquella pelea no tenía el más mínimo aliciente. Era tan aburrido como enfrentarse a un puñado de goblins atados. Recibió unos pocos golpes que ni siquiera le dolieron, soltó otros tantos, pero nada destacable. En unos pocos minutos estaban los seis en el suelo, doloridos e intentando buscar a los cobardes que les habían atacado con tanta fuerza por la espalda, pues no creían que hubiese podido con ellos un solo hombre.
El mercenario los dejó allí y regresó a la taberna, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Al menos había conseguido lo que quería. Memorizar sus olores y hacerles un par de cortes, para que el aroma de la sangre, más intenso cuando ésta salía del cuerpo, dejase un rastro que él pudiese seguir sin problemas al día siguiente. Si, tal y como había deducido por lo que había logrado hilar de su conversación en la taberna, iban de regreso a casa, Cyrus y él los seguirían hasta las mismísimas puertas de Gyenhäll.

Al llegar a la entrada de la taberna se encontró con Fhelize. La joven estaba envuelta en una gruesa capa de paño marrón, que había permanecido en el respaldo de su asiento toda la velada. A pesar de la oscuridad, Clyven pudo ver el vaho de su respiración. El invierno era más frío en aquella región de lo que lo era en Camelot y, por supuesto, mucho más que en las Islas, situadas más al sur.
Al llegar junto ella la miró alzando una ceja y soltó un simple "hum" que hacía las veces de "¿Qué haces aquí fuera?".
- O realmente tenías mucha necesidad o te has ido muy lejos ¿eh? - bromeó ella con una amplia sonrisa - Ya pensaba que te había comido un bicho o algo.
- Se necesitarían demasiados bichos - murmuró.
- ¿No tienes frío? - preguntó la muchacha abriendo uno de los laterales de la capa, invitándole a compartirla.
- Estoy bien - alegó él, encogiéndose de hombros.
- Anda, vamos, no seas tonto, que hace mucho frío para estar así y te vas a enfermar - insistió pegándose a él y poniéndose de puntillas para poder echar la tela sobre sus hombros, aunque con la mitad no llegaba a cubrirle entero.
- Ya soy mayorcito para saber si tengo o no tengo que abrigarme, ¿no te parece?
Ella optó por ignorar el comentario, como hacen todas las mujeres cuando se les dice algo que no quieren escuchar, y echar el otro lado de la capa sobre ambos.
El mercenario se sentía incómodo. Aquella escena parecía una cruel broma del pasado, en la que todo se repetía, excepto la compañía. La voz de Fhelize lo sacó de sus recuerdos y sus ojos volvieron a distinguir la trenzada cabellera rojiza donde su imaginación había dibujado un enjambre de bucles negros.
- ¿Me estás escuchando? Te digo que si tu amigo y tú os marcharéis por la mañana. 
- Sí. Al amanecer, si tu amiga lo suelta. 
- Lausanne es buena chica... en el fondo - rió. 
- Hace frío. ¿No prefieres entrar? Tu amiga está sola y... - empezó el mercenario, intentando escapar de aquella situación sin resultar demasiado brusco o hiriente, aunque decir las cosas dando un rodeo y empleando palabras suaves nunca se le había dado demasiado bien. 
- Urihel ha pedido otra habitación y se ha subido a dormir - indicó sin explicar que había sido idea suya. 
- Entonces nosotros también deberíamos irnos a dormir - sugirió, esperando que entendiese sus palabras como lo que él realmente quería expresar. 

La pelirroja sonrió, se puso de puntillas, apoyando las manos sobre el pecho de Clyven para no caer, y lo besó en los labios. Fue un beso corto, que el licántropo cortó apartándose con suavidad, saliendo del abrigo de la capa.
- No pierdas tu tiempo conmigo. 
Fhelize se mordió el labio inferior y volvió a apoyar los talones para equilibrarse.
- Debe ser estupenda, ¿verdad?
El licántropo la miró sin comprender.
- La mujer en la que estás pensando ahora mismo.
- ¿Quién ha dicho...?
- No hace falta que lo diga nadie - interrumpió ella - Soy una mujer, tengo un sexto sentido para esas cosas - rió.
Clyven bufó. Odiaba verse descubierto de ese modo. Odiaba que aquella sensación de indefensión lo abordase. Odiaba esa faceta de las mujeres que los hacía tan sumamente transparentes a sus ojos. Ellas siempre iban un paso por delante. Y las odiaba por ello.
- ¡Eh, tranquilo, grandullón! - dijo ella alegremente, como si le divirtiese la situación - No soy Lausanne. Mi ego puede soportar que un hombre no quiera acostarse conmigo. Ojalá algún día yo también encuentre a un hombre me quiera de ese modo. Buenas noches, Clyven.
Él la siguió con la mirada hasta de desapareció por el hueco de la puerta de la taberna. Suspiró con ironía. Podría haber dormido en buena compañía aquella noche. Habría hecho el amor con una mujer hermosa hasta el agotamiento. Y, sin embargo, para él, la perspectiva de una noche de lujuria no era atractiva en ese instante. No sin Pallas. Llevaba muerta varios meses, sí, pero él aún la recordaba con demasiado detalle, aún tenía su aroma pegado a la piel, aún esperaba que lo despertase clavándole los dedos en los costados, aún soñaba con ella cada noche, aún era incapaz de llegar más allá con otra mujer, pero... ¿qué podía hacer? Un lobo es fiel por naturaleza.


Continúa en: El camino hacia la venganza. (II)

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