sábado, 6 de agosto de 2011

LVDLL I. Encuentro en el bosque. (II)

Había salido temprano aquella mañana, la del solsticio de verano, el día más largo del año. Apenas el primer rayo de sol entró por la ventana, Clyven abandonó su casa y se encaminó hacia el bosque. La temperatura era agradable, aunque el cielo, completamente despejado, hacía presagiar que sería un día caluroso, como cabía esperar en aquella estación. Era costumbre en las islas que los hombres saliesen a cazar al alba una presa, que las mujeres asarían más tarde, a fuego lento, sazonada con especias, para compartirla con todo aquel que llegase a su puerta. La fiesta en honor de Héliades, dios enéidico de la luz y el fuego, se prolongaba durante todo el día. En las plazas los músicos tocaban alegres melodías para que la gente bailase, la cerveza y el vino no se escatimaban y la única obligación era divertirse. A la caída de la noche, miles de hogueras ardían en las playas, en las plazas, en los bosques y acantilados... Ellos, que hacía ya varios años que se habían marchado del archipiélago, se conformarían con una pequeña hoguera en la puerta de su casa, pero en cada rincón de las islas se hallaba un fuego, regalando luz y calor, como si sol nunca se hubiese retirado del cielo. 
Se adentró en la vegetación, aprovechando las ventajas que le proporcionaba su forma animal, hasta lo más profundo del bosque. Acechó entre las sombras al jabalí que había elegido como presa. Tan sólo sus ojos ambarinos eran la prueba de que bajo las tupidas copas de los árboles había algo más que hojas y matorrales. Se agazapó, esperando el momento adecuado para abalanzarse sobre el jabalí, que se estaba dando un festín con las raíces de varios arbustos, e iba a saltar sobre él, cuando el sonido de una explosión llegó hasta sus oídos. Estaba ligeramente amortiguado por la distancia, pero reconocía perfectamente la dirección de la que provenía: la ciudad. El jabalí cayó en el olvido y el lobo se lanzó a la carrera en dirección contraria, de regreso a Camelot, mientras su presa escapaba, perdiéndose en la floresta. 
Corrió y corrió a la máxima velocidad que le permitían sus patas. Conforme se iba acercando, su olfato, sus ojos y sus oídos fueron descifrando la información que traía el viento. Las voces de las personas, llamándose unas a otras asustadas, el crepitar de las llamas, el olor a humo y a madera quemada. Nada más llegar a la linde del bosque, sus ojos pudieron ver la columna de negro humo que se alzaba tras las murallas de la ciudad. Sin preocuparse de mostrar de nuevo su apariencia humana, como hacía siempre para preservar su secreto, el licántropo atravesó el arco de piedra. En medio del barullo de gente yendo y viniendo pudo ver cómo varias casas se hallaban en llamas, entre ellas la suya. Las voces de su mujer y su hija aún se escuchaban en el interior. Se dirigió hacia allí. Pero nunca llegó, pues una densa oscuridad se cernió sobre él. 

Cuando abrió los ojos vio ante sí una pared de madera. Sentía como si acabaran de darle una paliza. Tardó unos segundos en comprender que estaba tendido en una cama y que lo que tenía ante sí no era un lateral, sino el techo de una habitación. Se incorporó para quedar sentado. Un terrible dolor punzante le recorrió la cabeza. Instintivamente se llevó la mano derecha a la sien, comprobando que alguien había colocado un vendaje sobre la herida que debía tener, pues, además, olía a sangre. Pasó los ojos por la habitación y reconoció uno de los cuartos de la taberna, amueblado tan sólo con una cama, una mesa y una silla de madera. ¡¿Cómo demonios había llegado allí?! No recordaba nada, ni cómo había acabado allí tendido, ni cómo se había hecho la herida que tenía en la cabeza, ni cuando había recuperado su aspecto normal. Lo último que recordaba era haber visto su casa en llamas. 
¡¡Pallas!! ¡¡Niké!! Haciendo caso omiso del mareo que le sobrevino al levantarse, Clyven avanzó tambaleándose hasta la puerta, la abrió y salió al estrecho pasillo que recorría la segunda planta de la taberna Excálibur y que daba acceso a todas las habitaciones. Recorrió los dos metros que separaban la puerta de la escalera y, aferrándose al pasamanos para no caer, comenzó a descender los peldaños. 
- ¡Clyven! ¿Qué haces levantado? - escuchó increparle a Anais, la hija del dueño, quien dejó sobre la barra el vaso que estaba secando y el trapo y se acercó para ayudarle - No estás en condiciones de moverte demasiado. 
- Estoy perfectamente - gruñó él, apartándose de la joven, que se había pasado el brazo del mercenario por los hombros, a pesar de que era demasiado pesado para ella - ¿Dónde está Pallas? 
Anais no respondió. Cualquiera que fuese la respuesta que le diese, estaba segura de que no sería la adecuada, por lo que prefirió guardar un incómodo silencio, que Clyven interpretó con bastante acierto. 
Cojeando, caminó entre las mesas, provocando la caída de varias sillas, y salió a la calle, sin prestar atención a las palabras de la camarera. En la plaza no había nadie, era ya de noche. Su casa estaba al final de la calle, cerca de la muralla, por lo que no tardó mucho en ver que se había convertido en una montaña de escombros. Aceleró lo que pudo y se detuvo al llegar al lugar donde horas antes estaba la puerta. Nada había quedado en pie. El techo se había desplomado al quemarse las vigas de madera que lo sujetaban y las paredes tampoco habían aguantado demasiado. Olía a sangre y a carne quemada. Pero no sólo las de su mujer y su hija. Las de otras personas también flotaban en el ambiente, haciendo imposible diferenciar a quien pertenecía el olor que traía cada soplo de viento. Su fino olfato, que generalmente podía discernir con claridad cada olor, por tenue que fuese, era ahora inservible, pues únicamente era capaz de sentir el de los cuerpos calcinados. Intentó apartar los cascotes con las manos. Si su mujer y su hija estaban ahí abajo... Por las puertas del Infierno, pensó, era imposible que siguiesen con vida. 
De entre varias piedras logró rescatar jirones de la ropa que había llevado Pallas por la mañana y que habían sobrevivido a las llamas al quedar sepultados bajo la piedra. Estaban manchados de sangre. De la hechicera y de la niña. No cabía duda, estaban en la casa cuando ésta se desplomó y ahora ya no se podía hacer nada por ellas. 
La realidad cayó sobre él como una losa, con la misma violencia con que el tejado de la casa se había desplomado sobre su familia. Se quedó sentado sobre los escombros, con el pedazo de tela manchada en las manos, mirándolo como si lo que estuviese sosteniendo entre los dedos fuese el cuerpo sin vida de su mujer. 
Anais, que lo había seguido hasta allí, le puso la mano suavemente en el hombro. 
- Clyven... Cuando te encontraron estabas bajo un montón de piedras. Sangrabas mucho y habías perdido la consciencia. Pero aunque hubieses llegado a tiempo... 
- Si hubiese llegado a tiempo estarían vivas ahora. 
- O tal vez hubieseis muerto los tres, Clyven. La casa se desplomó y eso no podrías haberlo evitado. Vamos. Aquí ya no tienes nada que hacer. Debes descansar y recuperarte. 
Pero el abatido mercenario no se movió de donde estaba y, como si quisiese dar por zanjada aquella conversación, apartó la mano de la muchacha de su hombro y le dio la espalda. 
- Está bien - suspiró ella resignada - pero recuerda que cuando quieras podrás venir a la taberna. 
Anais regresó a la posada y volvió a sus quehaceres. Estaba muy apenada por las vidas que se habían perdido aquel día, sobre todo porque algunas de ellas, eran niños. Esperaba que Clyven aceptase su oferta y pasase la noche en la taberna, pero también sabía lo obstinado que podía ser aquel hombre, así que prefirió dejarle solo. Lo necesitaba. Clyven no acudió esa noche a la taberna. Permaneció sobre los restos de su casa hasta el amanecer. 
Esa noche Camelot lloró en silencio. Un silencio únicamente roto por el triste aullido de un lobo.

Tolbin retiró la jarra de la barra y la dejó en el barreño con agua y jabón para lavarla después. 
- Ponme otra - masculló el hombre que se apoyaba en la encimera de madera, con la cabeza sobre el antebrazo y demasiado alcohol en el cuerpo. 
- Ni hablar, ya has bebido suficiente por hoy. Y seguramente por lo que queda de año. 
- He dicho que me pongas otra - gruñó el borracho alzando la vista hacia el tabernero. 
- Y yo he dicho que no. Vete de una vez, Clyven. Emborracharte cada día no va a solucionar el problema. 
- Eso no es asunto tuyo. 
- ¡Claro que lo es! Llevas tres días alimentándote únicamente de alcohol. No sé ni cómo te aguanta el estómago. Y luego te dedicas a buscar camorra con mis clientes hasta que te quedas dormido en algún rincón. No pienso servirte ni una gota más.
Clyven se puso en pie con violencia y se inclinó sobre el tabernero, haciendo caer la banqueta en la que estaba sentado. Era mucho más alto y fuerte que el posadero, pero también estaba mucho más cargado de alcohol. Tenía buen aguante para la cerveza, pero tres días seguidos bebiendo aguardiente hasta perder el sentido y tres noches en vela sobre los restos de una desgracia terminan pasando factura y sus dotes estaban bastante dañadas.
- Me voy, pero porque a mí me da la gana - sentenció, remarcando el "mí" con el énfasis de su voz y señalándose el pecho con el pulgar, antes de darse la vuelta y marcharse de allí.
Sin saber muy bien por qué, sus pasos le llevaron al bosque. A uno de los lugares que solía frecuentar junto a su hija. Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol y de quedó dormido. Cuando despertó se removió, estirando cada uno de los músculos de su cuerpo. Le dolía el cuello. Seguramente, al haberse quedado dormido la cabeza había caído hacia un lado y ahora acusaba el trabajo de los músculos. Se frotó un poco y soltó un par de gruñidos. La tarde estaba cayendo y las sombras bajo las copas de los árboles empezaban a hacerse más espesas. Podría resultar extraño que, habiéndose quedado dormido sólo los dioses sabían cuanto tiempo dentro de los límites del territorio de los lobos, un humano estuviese completamente ileso en lugar de haberse convertido en comida, pero Clyven no era un humano corriente y a pesar de su aspecto, su olor indicaba a los lobos que era uno de los suyos. No un miembro de la manada, pero sí un visitante que no entrañaba peligro para ellos.
Miró a ambos lados. Estaba solo. Con la ocasional compañía de algún insecto o un animalillo que pasase por allí, pero por lo demás, solo. Notó una ligera molestia en la cadera. Lo más probable es que fuese alguna piedra sobre la que se hubiese sentado que empezaba a hacerse notar. Deslizó la mano bajo su cuerpo para apartarla pero no había más que hierba. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sus dedos se toparon con el pedazo de tela que había logrado rescatar de las ruinas de su casa. 
A su mente acudieron entonces miles de recuerdos de momentos compartidos con su familia y sintió que no había tenido la oportunidad de decirles nunca cuánto las había querido. Cuanto las quería aún. Cuánto las querría siempre. Ni siquiera se había despedido de ellas al salir de casa. No pensaba que aquella vez sería la última que las viese con vida.
Rebuscó por los alrededores y juntó un puñado de ramas. No era suficiente. Partió las ramas que estaban a su alcance y eran lo suficientemente finas como para poder quebrarlas con las manos y, con ellas, montó una pequeña pira, de tres palmos de alto, dos de ancho y aproximadamente un metro de largo.
Armándose de paciencia hizo girar una rama fina contra otra más gruesa, hasta que la fricción dio origen a la llama. La avivó y con ella prendió el montón de madera que había juntado. Esperó hasta que la llama se hubo hecho lo suficientemente grande y entonces se deshizo de aquel pedazo de tela. 
Permaneció de pie hasta que la hoguera se redujo a simples cenizas. No había pronunciado una sola palabra mientras había estado viendo arder lo que para él era la tumba de su mujer y su hija, como era costumbre en las islas, pero una idea reverberaba en su mente: venganza.

- Me llevarás a visitar sus tumbas. Es lo mínimo que puedo hacer para despedirme de ellas.
La voz del samurai lo sacó abruptamente de sus recuerdos y sólo pudo articular un "hum" como respuesta, aunque seguramente hubiese hecho lo mismo teniendo toda la atención puesta en su compañero. 
- Pero antes... tenemos unos hijos de puta que matar.
- Daré con esos cabrones, Cyrus... Aunque sea lo último que haga, me los llevaré conmigo al Infierno.
- ¿Qué sabes de ellos? Además de que les queda poco tiempo de vida.
Clyv negó con la cabeza. Los datos que tenía eran muy, muy escasos.
- Poca cosa. Cuando llegué a casa sólo había escombros. Parecía como si hubiese explotado todo. Lo único que tengo es esto, - explicó rebuscando en el hatillo que había traído consigo - Lo encontré junto a la casa - entregó al samurai lo que aparentaba ser la mitad de un medallón, de unos tres o cuatro centímetros de diámetro, ennegrecido a causa del humo y la ceniza y tallado con lo que parecía una serpiente enroscada en una columna, pero no podía saber si era eso o no con certeza, pues apenas podía verse el grabado - Nadie ha sabido decirme algo sobre él... o si sabían algo han preferido callarse. Llevo meses dando tumbos sin sacar nada en cla... - se quedó callado de repente, con todos los sentidos alerta, mirando entre la maleza, a su izquierda.
Cyrus observó a su compañero alzando la ceja, esperando que dijese qué era lo que sus sentidos, más desarrollados que los del samurai, habían percibido.
- Ese olor... es horrible. Estoy seguro de que lo he olido antes.
- ¿Qué olor? - preguntó Cyrus arrugando la nariz, como si así pudiese aumentar su capacidad olfativa - ¡Claro que lo has olido antes! ¡Lo llevas puesto!
Los ojos del mercenario volvieron a fulminarlo. ¬¬
- Coge tus cosas. Nos vamos.
Y se puso en pie. Cyrus lo imitó y se colocó su kimono de tonos azules, el complicado hakama negro en la cintura y un chaleco de color oscuro.
- ¿Qué son? ¿Lo sabes ya o tienes que olerlos más? - indagó el oriental mientras se ceñía la armadura. Únicamente se puso las piezas indispensables, las que cubrían desde los hombros hasta los muslos. No era exactamente la misma que Clyven conocía de varios años atrás. Cyrus había aportado su granito de arena al diseño para poder ponérsela con mayor facilidad y rapidez.
- Shhhh. Son goblins y algún que otro orco. Están intentando rodearnos... Creo que se piensan que entre todos tus fardos hay un buen botín - susurró bajando la voz todo lo que podía para no ser escuchado. 
En sus ojos, el frío brillo del guerrero.  Una macabra sonrisa asomó a sus labios mientras hacía crujir sus nudillos contra la palma de la mano contraria. Mantuvo su forma humana en aquella ocasión. Le resultaba muy divertido ver la cara de su oponente cuando cambiaba frente él. Estaba expectante, atento a cualquier movimiento que tuviese lugar a su alrededor. Necesitaba un poco de diversión después de tantos meses de búsqueda infructuosa y aquella noche no iba a reprimirse. La ocasión lo merecía.
Las señas sustituyeron a las palabras cuando el enemigo estuvo más cerca. Clyven indicó al samurai que había tres orcos y una docena de goblins y más o menos dónde estaba cada uno. Habían luchado muchas veces juntos y podían comunicarse mediante gestos situaciones como esa, pues sabían lo que quería decir cada ademán. 
Cyrus sonrió con arrogancia y diversión al ver las señas. A el también le hacía falta un buen combate desde hacía tiempo, y un grupo de criaturas más numeroso era una perspectiva tan buena como cualquier otra. Agarró su No-dachi y se la apoyó en el hombro, haciendo contrapeso con la muñeca al soltar la empuñadura. Sus ojos echaron un rápido vistazo alrededor y sus pies se encaminaron con firmeza hacia un montículo cercano, de algo más de un metro de altura, en el otro lado del claro. 
Pasó junto al licántropo, que estaba ya listo para el combate: en guardia, olisqueando los alrededores y con el infalible oído al acecho de cualquier señal. Éste lo miró alzando una ceja, con una mezcla entre expectación y confusión. ¿Qué cojones estaba haciendo aquel idiota? ¡Debería estar ya en guardia y listo para la emboscada!
El alocado samurai se subió al montículo de un salto y se llenó los pulmones de aire, sin que la sonrisa, pícara y orgullosa, se borrase de su rostro.
- ¡¡Eh, vosotros!! ¡Desdichados seres que os deslizáis en la oscuridad! Habéis interrumpido una reunión de dos viejos amigos y molestado a los seres que moran en este bosque. Preparaos para morir, pues yo soy el hombre cuya voluntad mueve las montañas y para los mares. Las mujeres susurran mi leyenda de boca en boca y no hay estrellas suficientes en el firmamento para contar a la gente que ha muerto a mis manos. ¡¡Ese soy yo, el dios hecho hombre!! ¡¡El astuto y poderoso líder de los Lobos de Obsidiana!! ¡¡Puede que os perdonen en el cielo, pero Cyrus-sama no lo hará!! 

Al instante, la concentración de Clyven estalló en mil pedazos, sus ojos se entrecerraron y si hubiese podido matar al rubio guerrero de una mirada, lo habría hecho, de un modo lento y muy, muy, muy doloroso. ¿Es que no había aprendido nada después de tanto tiempo? ¡No, el maldito capullo no tenía mejor idea que subirse a un montículo y ponerse a gritar! Clyven subió tras él y le regaló una "suave caricia". Cyrus se frotó la nuca obsequiando al lobo con una mirada de enfado.
- ¿Tú estás gilipollas o sólo te lo haces? - le reprochó el mercenario - ¡¡Ahora se van a acojonar y lo mismo no nos atacan!! ¡¡Es que le cortas la diversión a cualquiera!!
- Aaaaaaaaaaaauuuu - Cyrus se quejó como un niño - ¡¡No hagas eso!! Nos superan en número. Atacarán. No creo que piensen que dos humanos somos mucho problema.
- Ya, claro... Más te vale o serán tus tripas las que reparta por la tierra.
- Tú y ¿cuántos más?
- Yo solito me basto y me sobro - gruñó - ¡¡Un canijo como tú no tiene ni media hostia!! 
- Puede, ¡¡pero tengo una espada muy grande con la que cortarte en pedacitos!!


Continúa en: II. Orcos y goblins. Una pista.

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