jueves, 7 de febrero de 2013

JDA VII. La ciudad entre las nubes. (III)

Anteraas entró sin llamar en el despacho de Asgaloth. Tanto él como Mandrake clavaron los ojos en el sumo sacerdote.
–Anteraas, te esperábamos –el comandante le invitó a sentarse en el lugar que quedaba libre al otro lado de su mesa, junto a Mandrake.
–Mis obligaciones me han impedido llegar antes –respondió el aludido secamente.
Asgaloth no respondió, aunque internamente se permitió pensar que los demás también tenían obligaciones que cumplir y las habían pospuesto para acudir aquella reunión que el propio clérigo había solicitado.
–Entiendo –fue lo que dijo Asgaloth–. ¿A qué se debe que nos hayas convocado aquí con tanta urgencia?
–Tenemos que solucionar el problema que ha venido junto con Francis de Gondolak –omitió el título. A sus ojos, como reo pendiente de juicio, no merecía dicho tratamiento.
–¿Problema?
El sacerdote suspiró exasperado al ver que no entendían sus insinuaciones.
–Ésos que le acompañaban.
–Ah. Sus amigos. ¿Qué problema hay con ellos?
–No pueden quedarse aquí. ¿Un vampiro? ¿Mercenarios? Su sola presencia mancilla la Ciudad Sagrada.
–Tampoco creo que sea para tanto. ¿Tú que crees, Mandrake?
–Pues creo que...
–¿Que no es para tanto? ¡¡Estamos hablando de seres que se alimentan de personas, de magia oscura, de gente que mata por dinero!! ¡Con esa calaña se relaciona! ¡Y se autoproclaman héroes! ¡Es contra lo que luchamos en nombre de Onour!
–Exageras. ¿Cuántos son? ¿Media docena? ¿Diez? Estamos en Astaroth, ni aunque lo intentasen, podrían hacernos el menor daño.
–Cuando encuentres el primer cadáver, ya será tarde para hacer nada. Y yo no me haré responsable.
Mandrake se mantenía en un discreto segundo plano. Asgaloth resopló.
–Está bien, pondré una cuadrilla adicional a hacer rondas. ¿Satisfecho?
–No. Deberíamos someterles a una prueba de su fe en Onour.
El comandante miró al mago buscando comprobar que no se había vuelto loco y, efectivamente, había oído lo mismo que él. La expresión de sorpresa de Mandrake fue suficiente confirmación.
–Anteraas, ¿a qué te refieres con una prueba de fe?
–A someterlos a la Voluntad, ¿qué si no? Los colocaremos en fila en la explanada ante la muralla –colocó las manos sobre la mesa, sobre los meñiques, enfrentadas forma que las yemas de sus dedos casi se tocaban, y las separó, arrastrándolas por la lisa superficie de madera, para trazar una muralla imaginaria–. Si Onour aprueba...
–Tirar a alguien desde las murallas de Astaroth... ¿Te has vuelto loco? –Asgaloth buscó una vez más apoyo en el callado mago, quien pasaba la vista de uno a otro, sin variar su expresión calmada.
–Someterse a la Voluntad de Onour era una práctica habitual.
–Hace más de cien años.
–Oh, vamos, vamos –prosiguió Anteraas, restándole importancia–, para eso cada aspirante a la paladín entrenaba un grifo desde que nacía. Todavía lo hacen. Se crea un vínculo entre ellos. Esa prueba permitía reforzar su unión.
–¿Y cuántos paladines han muerto inútilmente por ello? ¿Cuántos desafortunados accidentes ha habido?
–Fue la voluntad de Onour.
–Me niego a que, mientras yo sea dirigente de esta Orden se lleve a cabo esa barbarie.
–No es una barbarie. El propio Onour lo hizo.
–Onour es un dios. ¡Por Asanda! Puede caminar sobre el aire si lo desea. Él subió esta ciudad a los cielos. El resto somos simples mortales. Además, los amigos de Francis no tienen grifos.
–Les facilitaremos uno.
–No. Esos animales están para servir a Onour.
–Precisamente.
Asgaloth resopló, exasperado, volviendo los ojos hacia Mandrake con una expresión que suplicaba ayuda para no descargar la rabia contenida. El hechicero vio sobre él al mismo tiempo la inquisitiva mirada de Anteraas. Sus ojos claros pasaron de uno a otro varias veces antes de esbozar una leve sonrisa.
–Yo creo que deberíamos hacerlo.
La sonrisa triunfal que Anteraas no se molestó en disimular fue tan evidente como la sorpresa y la decepción en los ojos de Asgaloth. El orondo sacerdote tamborileó con los dedos en la mesa antes de levantarse, visiblemente satisfecho con el resultado de aquella reunión.
–Perfecto. Decidido, entonces. Si no hay nada más que tratar, voy a prepararlo todo.
Ninguno de los otros dos le retuvo. Mandrake le deseó un buen día, como hacía siempre al saludar y despedirse de alguien. Asgaloth se limitó a despedirle con un gesto impaciente de la mano, como si tenerle en su despacho le alterase. Y en realidad lo hacía.
Apenas se quedaron solos, el comandante taladró al mago con la mirada.
–No puedo creer que tú estés de acuerdo con todo esto. Es una locura.
–Y no lo estoy, amigo mío, pero ambos conocemos a Anteraas y su facilidad para conseguir que sus fanáticos y otros no tan fanáticos le sigan en sus decisiones.
–Pero esto va demasiado lejos. Tirar a alguien de las murallas…
–Asgaloth, sabes tan bien como yo que mucha gente aquí piensa como él. Tener a un puñado de mercenarios, entre los que se encuentra un vampiro, no es algo que me entusiasme. Aunque siendo amigos de Francis estaría dispuesto a dejarles hacerlo. Algo debe haber visto en ellos el muchacho y me encantaría descubrir de qué se trata. Pero hay muchas personas que les temerán y hasta podrían atacarles. Anteraas sólo pide una prueba de que Onour les acepta, aunque sea una tan extremista. Es un hombre de fe. Radical, pero fe al fin y al cabo.
–Tú y yo también somos hombres de fe.
–Si nos oponemos, no se quedará de brazos cruzados. Movilizará a sus acólitos y ya hay bastante tensión en la ciudad con la idea del Concilio. Deja que se entretenga con esto y así tú y yo tendremos tiempo de centrarnos en otros asuntos más importantes. No quiero más problemas aquí y, si complacer a Anteraas nos ayuda a ello, que así sea.
–No me gusta, Mandrake. Nunca he sido un hombre de intrigas.
–Pues en este caso tendrás que serlo. Necesitas conocer todos los campos de batalla. Y éste es el de Anteraas.
–Anteraas ya está obteniendo demasiada diversión.
–Vamos, Asgaloth, esa gente es amiga de Francis. Sabemos de lo que han sido capaces en el pasado. Sabemos que tienen recursos. Estoy más que convencido de que saldrán airosos de esta situación. Nosotros centrémonos en el Concilio.
El comandante meneó la cabeza, resignado.
–Pobre Francis. Ese muchacho ya ha sufrido mucho. No se merece todo lo que le está pasando. 
–Francis es un hombre bueno y leal, pero esa amistad tan profunda con seres oscuros, con mercenarios, con ése que lidera los Lobos de Obsidiana... Si tú muestras un ápice de preferencia hacia él, se nos echarán encima.
–No me importa lo que piensen los demás. Sabes que lo haría por cualquier otro.
–Pues debería importarte. En nuestra posición no tienen cabida los sentimientos personales. Hay que hacer lo que hay que hacer.
–Y lo estamos haciendo, vamos a someterle a la Ley de Onour. ¿No es suficiente?
–Onour sabe por qué hace las cosas –zanjó, levantándose para abandonar también aquel despacho–. Confiemos en él.
–Si yo en Onour confío, de los que no me fío tanto es de todos los hombres que dicen estar a su servicio.

Continúa en: VII. La ciudad entre las nubes. (IV)

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