viernes, 1 de febrero de 2013

JDA VII. La ciudad entre las nubes. (II)


La primera jornada mantuvieron la distancia, en pos de aquellas figuras aladas que se recortaban en la lejanía, en silencio, como una sombra entre las nubes. La segunda, volaron siguiendo su estela, callados y acechantes, y se detuvieron apenas a un centenar de metros de ellos. En la tercera, ya avanzaban de cerca, como si tratasen de unirse a la formación, sin molestarse en disimular su presencia o las conversaciones que animadamente se sucedían mientras surcaban los cielos de principios de primavera.
Al caer la noche, apenas la formación de grifos se posó a un lado del camino principal que atravesaba la extensa pradera, que ondeaba suavemente, como un mar en calma, salpicado de color, Seshai y Tornado aterrizaron en el lado opuesto de la franja de tierra que llegaba hasta Theemin. Klawn fue el primero en desmontar, ayudando a Sad a descender de su pegaso. Elanor y Kai liberaron de su peso a la unicolyan, quien recuperó su apariencia humana y se estiró, arqueando la espalda.
El alegre campamento que organizaron alrededor de una pequeña fogata contrastaba con la seriedad y el silencio imperantes en el otro lado del camino. Francis les observaba desde la distancia, callado, pero sin poder evitar que un amago de sonrisa aflorase a sus labios. El resto de paladines no parecían tan contentos. Algunos incluso habían hecho comentarios, molestos por la presencia del otro grupo.
El capitán, cansado de las fuertes carcajadas del mercenario mientras molestaba a Kai, los gritos de Elanor al verse en medio de la huída del muchacho y los de Sad regañando al adulto por ser peor que el niño, decidió cruzar el camino y detenerse junto al grupo, de forma que la luz del fuego le iluminase lo suficiente para ser visto.
-Buenas noches.
-Buenas noches, capitán –respondió Kalwn, dejando de frotar sus nudillos contra el pelo de Kai.
El pícaro corrió, apenas se vio libre, a esconderse tras Ela. El mercenario tomó asiento cómodamente junto al fuego, invitando al capitán a unirse a él y sus compañeros. Aunque la única que estaba sentada junto a las llamas era Seshai. Los demás se acercaron también ante la presencia del paladín.
-¿Gusta? –Klawn le ofreció los restos de la cena con un ademán cordial y la mejor de sus sonrisas. La falsedad de su gesto engañó al militar, mas no a sus compañeras, que habían visto esa mueca demasiadas veces.
-No, gracias –declinó-. ¿Qué buscan al seguirnos? ¿Pretenden atacar para liberar a su amigo?
-¿Rescatar a Francis? ¡Qué va! Se ha entregado por voluntad propia. Si le rescatásemos, tendríamos que hacer turnos para vigilar que no se nos escape y se entregue de nuevo. Es una pérdida de tiempo. Además, capitán, si quisiéramos atacarles, ¿realmente nos considera tan estúpidos como para seguirles abiertamente y viajar haciendo tanto ruido?
-Reconoce que nos están siguiendo.
-No les seguimos, capitán, sólo vamos por el mismo camino y hacemos las jornadas igual de largas, pero eso no es pecado según la ley de Onour, ¿verdad? –el gesto del paladín dejo claro que no le había gustado el tono sarcástico que había empleado.
-No. No lo es.
-Tranquilo, nos perderá de vista en cuanto lleguemos a Astaroth.
-Quiera Onour que sea pronto.
Sin alargar más la conversación, murmuró una breve despedida y regresó sobre sus pasos, agradeciendo a su dios que sólo restasen dos jornadas. 
Dos jornadas que no se diferenciaron especialmente de las anteriores.

Por fin se distinguía sobre el bosque la sombra de Astaroth, la ciudad flotante. Los grifos se posaron en la explanada de fresca hierba ante las murallas de la ciudad. Eran apenas una decena de metros los que separaban el muro de piedra del vacío, con bordes irregulares. En algunas zonas un poco más, en otras un poco menos, para mantener la línea recta en la muralla. Siempre había paladines sobrevolando alrededor de la ciudad, por si acaso alguien caía al vacío. Por mucho que la muralla se alzase una decena de metros para evitar accidentes, éstos ocurrían. Y tener a un paladín a lomos de un grifo en todo momento preparado para lanzarse en picado, podía evitar la mayoría de desgracias.
Varios jóvenes se apresuraron a hacerse cargo de los grifos mientras los paladines volvían a formar en torno al reo para escoltarle al cuartel general de la Orden. Francis miraba a todos lados con añoranza, reconociendo al paso una panadería, la herrería, una o dos tabernas... Hacía relativamente poco que había abandonado aquella ciudad, pero habían pasado tantas cosas que le parecía una eternidad. Sin embargo, apenas cruzaron la muralla y empezaron a recorrer la avenida principal, el joven caballero se percató de las miradas que iban centrándose en él y los murmullos que levantaba su presencia, escoltado por media docena de hombres, como un criminal, yendo a juicio. ¿Es que todo el mundo sabía que iba a celebrarse un Concilio contra él? La vergüenza le obligó a clavar los ojos en los talones del soldado que llevaba delante. Su mente se concentró en la forma y el color de los adoquines, en como la suela de las botas de su escolta se doblaba y estiraba sobre ellos a cada paso. Sólo elevó la vista cuando lo vio detenerse para encontrar ante sí la gran escalinata del cuartel general de la orden de Onour. Durante años había sido su hogar y ahora se le antojaba un edificio de fría y dura piedra, pero sin el calor y la grandeza que había visto en él otras veces. La ciudad entera había cambiado, sus calles, sus casas, su gente; todo era igual y al mismo tiempo distinto. Tal vez, pensó, era él quien había cambiado.

Le guiaron por los pasillos del edificio, aunque no hubiese sido necesario. Conocía el camino. Cuando se detuvieron, reconoció aquellas puertas de roble, macizas, talladas, recias, cubiertas con un barniz que las hacía más oscuras que la madera en bruto. A la altura de sus cabezas, un grifo dorado en cada hoja. Tras ellas se encontraba el despacho de Asgaloth.
Exactamente igual que lo recordaba. Los mismos muebles de madera, la misma pila de papeles que parecía no tener fin, los libros encuadernados en cuero en las estanterías del fondo... Se mantuvo tal y como habían hecho el trayecto hasta allí, en el centro de la formación, dos paladines delante, dos paladines detrás. Los cinco serios y firmes, esperando una orden de su superior, quien se hallaba junto a la ventana y se volvió hacia ellos cuando entraron.
-Mi señor Asgaloth -empezó el hombre que Francis tenía delante, a la derecha-, traemos ante vos a Sir Francis de Gondolak.
Los ojos de Asgaloth se posaron en el que no mucho tiempo atrás había sido uno de sus mejores pupilos. Su mirada no pretendía reflejar ninguna emoción, pero Francis creyó ver en ella decepción.
-Se le acusa...
-Sé muy bien de qué se le acusa, yo mismo firmé los cargos. Gracias -interrumpió el comandante. El soldado guardó silencio al momento-. Lleváoslo. Bloque seis.
Con un leve asentimiento, se llevaron a Francis hacia su celda.

Continúa en: VII. La ciudad entre las nubes. (III)

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