domingo, 8 de abril de 2012

JDA III. Lazos incondicionales. (II)

¿Por qué no le dejaban cazar a su presa? ¿Por qué se empeñaban en impedir que bebiese hasta la última gota de su sangre? ¿Y por qué una parte de él se alegraba de ello? A la desesperada, Clyven se levantó y volvió a atacar. Sus fuertes mandíbulas apresaron el hombro de Esthia otra vez, justo sobre la herida que había causado momentos antes de que las tres mujeres llegaran hasta ellos. Bebió con avidez su sangre, como si acabase de descubrir un oasis tras llevar días perdido en el desierto.
El licántropo blanco aulló de dolor y se retorció, intentando liberarse, pero el abrazo de Clyven no le dejaba suficiente libertad de movimiento como para lograrlo y las fuerzas de éste eran superiores, debido a su estado de furia. Con mucho esfuerzo, logró liberar el brazo derecho, pero no llegó a tener una oportunidad de atacar, pues las garras de Clyven se cernieron sobre él y, de un seco tirón, lo llevaron hacia su espalda, sin aflojar la tensión ni siquiera cuando notó el chasquido del hueso al romperse y el alarido del lobo blanco se elevó hacia las estrellas.
Níoster y Celeno se sumaron a la batalla. Sus garras y colmillos hendieron la carne de Clyven hasta que lograron que soltase a Esthia y, sin darle un segundo de tregua, golpearon cada parte de su cuerpo hasta que lo hubieron reducido. Clyven se defendió como si fuese la última pelea de su vida. Sus afiladas garras dejaron cuatro líneas rojas en el estómago de Níoster, que la obligaron a soltar la presa que sus mandíbulas hacían en su otro brazo. Celeno se le abrazó a las piernas para evitar que pudiese ponerse en pie de nuevo y, a pesar de las patadas y la violencia con que intentaba liberarse, Clyven no podía con tres licántropos a la vez. En unos minutos, que a Pallas se le hicieron eternos, el mercenario estaba con la espalda pegada al suelo, las extremidades inmovilizadas y la boca goteando sangre y saliva mientras su pecho subía y bajaba rápidamente, al ritmo de su desbocada respiración.
Sus ojos se cruzaron con los de la bruja un instante y, de repente, todo se volvió oscuro cuando el puño de Esthia se estrelló contra su sien.
–¡¡Clyven!! –gritó Pallas corriendo la distancia que los separaba y dejándose caer a su lado para comprobar que seguía con vida.
–¡¡Idiota!! ¿Es que quieres matarle? –gruñó Níoster recuperando su apariencia humana al sentir como Clyven dejaba de resistirse. Estaba desnuda, pero no parecía importarle, ni siquiera frente a Esthia.
–Tenía que conseguir que se durmiera, ¿no? –respondió él, también cambiando su forma–. Maldito cabrón, casi me arranca el brazo –se quejó llevándose la mano izquierda al brazo partido con un gesto de dolor y subirla después a la herida de su hombro, mirándose las yemas de los dedos, manchados de sangre. Los limpió parcialmente con la lengua, como si fuese caramelo. Siempre le había gustado el sabor de la sangre, aunque fuese la propia.
–Deja que te vea. Celeno, ya puedes soltarle –dijo al pasar junto a su compañera, que seguía abrazada a las piernas de Clyven con fuerza–. ¡Por los ojos de Laetania! ¿Cómo has dejado que te hiciese esto?
–Tsk. No me toques demasiado, que duele. La furia se calma con sangre. ¿Qué otra cosa querías que hiciese? Clyv siempre ha sido más fuerte que yo.
Níoster puso los ojos en blanco.
–Será mejor que regresemos al Refugio antes de que lleguen las brisalias. Con los aullidos y el jaleo que hemos montado, me extraña que no estén aquí ya. ¿Puedes andar?
–Sí, más o menos –respondió Esthia poniéndose trabajosamente en pie.
–Yo llevaré a Clyven –se ofreció Celeno, acercándose a Pallas para poder cargar con el inconsciente híbrido, que, al caer inconsciente, había recuperado su apariencia original–. ¿Tú estás bien?
Pallas asintió e intentó ayudar a Celeno a levantar a Clyven, pero ella le indicó que era mejor que no se esforzase demasiado y se echó los brazos del licántropo por los hombros. Debido a su mayor altura, iría arrastrando los pies.
Níoster ayudaba a caminar a Esthia, a pesar del dolor de sus propias heridas. Celeno los seguía con Clyven a cuestas. Y Pallas la seguía de cerca, usando una rama para difuminar parcialmente las huellas, aunque dudaba que sirviera de mucho, pues el rastro de la sangre no podía borrarse tan fácilmente.

–Au –se quejó infantilmente Esthia cuando Níoster lo dejó sobre su cama.
–Espera, que te echo una mano –dijo Celeno, entrando por la puerta y dejando el cubo de madera y los paños que traía en las manos para ayudarla a colocar a su compañero–. Tú también estás herida y no te conviene hacer demasiados esfuerzos.
–¿Dónde has dejado a Clyven? –preguntó Esthia cuando el dolor le permitió hablar.
–En su habitación, con Pallas.
–¿La has dejado sola con él?
–Es su mujer, Esthia. No pretenderías que me quedase sujetando las velas, ¿verdad?
–Pero ¿y si la ataca?
–Le has cosido a golpes en la cabeza, Esthia –intervino Níoster–. No volverá en sí hasta que salga el sol por lo menos. Si es que vuelve.
–Es Clyv. Nadie tiene la cabeza más dura que él.
–Pallas me ha dicho que cuando se despierte estará bien –agregó Celeno echando los paños al agua para que se empapasen.
–Tú sabes de qué va todo esto, ¿no es así, Esthia? –los oscuros ojos de Níoster se entrecerraron al ver la cabeza del muchacho subir y bajar lentamente.
–Sentaos –dijo él–. Será mejor que hablemos.
Níoster se echó en la cama a su lado, apretando los dientes al doblarse sobre la herida. No era grave, pues únicamente había dañado su piel y músculos, pero no había llegado a ningún punto vital. Sin embargo, a pesar de su capacidad de recuperación y de que podían sanar más rápido que otras razas, de modo que en unos pocos días habría desaparecido cualquier rastro de la herida, sin dejar si quiera cicatriz, los licántropos no eran inmunes al dolor.
Celeno le tendió un paño mojado, que dejó un reguero de gotitas en su camino desde el cubo a la cama, y tomó otro para limpiar las heridas de Esthía, que apenas podía moverse, mientras él, entre gestos y exclamaciones de dolor, les daba una somera explicación de lo que había ocurrido aquella noche. Sus palabras fueron las imprescindibles para que Níoster y Celeno comprendiesen el alcance de la situación, pero mantuvo el verdadero secreto de Clyven a salvo. Si Níoster y Celeno llegaban a saberlo, sería porque el propio mercenario se lo contase.

El sonido que producía el agua al volver al cubo cuando retorcía el paño entre sus manos era lo único que rompía el silencio de aquella pequeña gruta excavada en la roca que hacía las veces de habitación. La tela y el agua enrojecían por momentos, conforme iba limpiando la sangre de las heridas de licántropo. No podía esperar a que despertase para limpiarle, pues la sangre empezaba a coagularse y  pronto formaría costras sobre las heridas. Y lo último que necesitaban ahora era una infección. Suspiró. Nada de aquello debería estar pasando.

El grito de Esthia cuando le colocaron y entablillaron el brazo partido le sobresaltó. Una solitaria lágrima rodó por su mejilla, pero fue detenida por el dorso de su mano antes de volver a centrar toda su atención en limpiar las heridas de Clyven.
Se le encogió el corazón cuando la idea de que no sobreviviría a aquella noche cruzó fugazmente su cabeza. No, se obligó a desechar esos pensamientos y esbozó una sonrisa mientras sus ojos seguían el recorrido de sus dedos acariciando el rostro del inconsciente guerrero. Cualquiera sentiría temor ante él cuando su rostro humano, que ahora mostraba una apacible expresión, se convertía en bestia, con los rasgos  semianimales, cubiertos de negro, con largos colmillos que podían despedazar una presa en cuestión de unos pocos segundos, ante la sangre que aún manchaba su boca y su cuello. Pero ella sólo podía sentir amor. Amaba a aquel hombre en todas y cada una de sus formas, con sus virtudes y sus defectos, con su sonrisa esquiva y su mal humor, con sus respuestas bruscas y directas, con sus sarcasmos y su falta de tacto. Volvió a empapar el paño y escurrirlo. El contacto de la tela mojada hizo que se removiese, pero no fue suficiente para despertar al lobo y, tras largos minutos retirando los restos de sangre de su cuerpo, la hechicera acabó por quedarse dormida recostada sobre su pecho, escuchando el latido de su corazón.

Clyven despertó con el primer rayo de sol que tocó su rostro. Le dolía todo el cuerpo a causa de la paliza que había recibido horas antes. Algunos hematomas se repartían por su piel, pero durarían apenas un par de días. Levantó ligeramente la cabeza, maldiciendo entre dientes a Esthia por el golpe que le había propinado, que hacía que toda la habitación le diese vueltas al moverse con brusquedad. Sentir a Pallas dormida sobre su pecho le tranquilizó. Los recuerdos sobre las noches de luna nueva eran confusos y nunca tenía la certeza de que las imágenes que evocaba su mente fueran reales. Pero verla a ella a salvo le bastaba.
Con cuidado, apartó los rizos que caían sobre sus ojos y no le dejaban ver completamente su cara. Al sentir el roce de su piel, la bruja despertó.
–Shh. Soy yo. Ya ha pasado todo –murmuró abrazándola.
–¿Seguro que estás bien?
–Sí.
–Pasé mucho miedo cuando los vi a los tres sobre ti.
–Lo sé. Y lo siento. Pero ahora todo está bien.
–¿Qué vamos a hacer? No estoy segura de que debamos quedarnos aquí después de lo de anoche.
–Lo de anoche fue idea de Esthia. Él lo sabía, por eso vino conmigo al bosque. Le conté que en las noches de luna nueva necesito sangre y que, por alguna razón que desconozco, tengo una extraña obsesión con la tuya –explicó. A pesar de que sí le había contado a Esthia el porqué de su furia, prefería mantener el secreto a salvo, incluso de su mujer–, pero que, al estar embarazada, habías perdido tus poderes y no era seguro que pudieses detenerme a tiempo. Al principio pensaba sólo que él estuviese cerca para separarte de mí cuando fuese necesario, pero era demasiado peligroso para ti, así que se le ocurrió venirse conmigo a cazar algún animal por el bosque, pero no encontramos ninguno antes de que todo empezase. De no haber sido por él, habría venido a por ti.
–La caza nunca ha funcionado.
–Lo sé, pero intentaría cualquier cosa con tal de que tú estuvieses a salvo.
–Buenos días. ¿Interrumpo algo? –preguntó la cabeza de Esthia asomando por la puerta con una gran sonrisa.
Pallas se apartó de Clyven, pero dejó la mano sobre su pecho, para que el lobo pudiese cogerla.
–No, no. Pasa, Esthia. ¿Cómo te encuentras? –se interesó la bruja.
–Perfectamente. Un par de horitas de sueño hacen milagros –respondió alegremente, a pesar de que su aspecto era lamentable. Tenía una enorme costra de sangre reseca sobre el hombro izquierdo, que se veía por el cuello abierto de su camisa, el brazo derecho colgado del cuello con un paño a modo de cabestrillo y demasiados moratones para contarlos–. ¿Tú cómo estás? –preguntó, levantando el mentón hacia Clyven en un rápido movimiento, que se había incorporado y estaba ahora sentado con la espalda apoyada en la pared.
–Me duele la cabeza.
–Te jodes. A mí el brazo. Estamos en paz.
–No, te debo una muy buena.
–Bah, para eso están los amigos, ¿no? Para dejarse pegar y masacrar.
–¿Y Níoster y Celeno? Ellas también estaban heridas –intervino Pall.
–No es nada importante. Níoster sólo tenía unos cuantos arañazos, mañana por la noche, como mucho cuando amanezca, ya no tendrá ni marca, y Celeno sólo tiene un puñado de golpes. Salvo el del costado, el resto no llegarán a mañana.
La hechicera se levantó para ir a ver cómo estaban las dos jóvenes y, de paso, comer algo. Cuando los dos hombres se quedaron solos, Esthia se sentó junto a Clyven.
–Dime ¿recuerdas algo de lo que pasó anoche?
–Más o menos. Todo es muy confuso. Tengo... demasiadas lagunas. Lo único que recuerdo con claridad es la sangre que bebo. Lo siento.
–No importa. No podías controlarlo. Eres el primero al que veo entrar en furia, pero sé que en esos momentos, no eras tú. La próxima vez ya estaré preparado. Así que esta vez te lo pasaré por alto –bromeó.
–¿Estás seguro de que quieres pasar por esto de nuevo?
–No, por eso la siguiente luna nueva vamos a asegurarnos de tener una pieza cazada.
–Eso no servirá, ya lo he intentado. ¿Crees que si bastase con un animal arriesgaría la vida de Pallas?
–Pero al menos te servirá de aperitivo –rió el lobo blanco.
–¿Se lo has contado a Celeno y Níoster?
–Ajá. Pero tranquilo, no les he explicado por qué te pasa esto, sólo que es una especie de maldición que arrastras desde la guerra y de la que no puedes deshacerte.
–Gracias.
–Sabes que puedes confiar en mí. Si no quieres que lo sepan no lo sabrán.
–Quien no quiero que lo sepa es Pallas. La conozco y se sentiría culpable –alegó–. Cuando el único culpable soy yo.
–Pero lo hiciste por ella.
–Lo hice por mí. Era yo el que no quería dejarla ir. Por eso, cuanta menos gente lo sepa, mejor.
–De acuerdo. El secreto se vendrá conmigo a Astéropes.
–Te debo las vidas de mi mujer y mi hijo, Esthia. No voy a poder compensarte por todo esto.
–Olvídalo. Otras veces has sido tú el que nos ha salvado el culo a los demás –sonrió palmeándole amistosamente el antebrazo con la mano sana–. Para esto están los amigos.

Continúa en: IV. Paladines y reglas estúpidas.

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