jueves, 16 de mayo de 2013

Llamas y Sangre. (III)


Clink. Clank. Clank.
Metal contra metal. La espada del jinete caía una y otra vez sobre el hacha que aún empuñaba Hamal, obligándole a retroceder hacia el círculo que habían formado sus compañeros. Ambos filos estaban ya mellados por los choques, pero no era el momento de preocuparse por eso. Los licántropos tenían suficiente con mantenerse lo más alejados posible de las armas enemigas. Aquellos hombres, icariontes o lo que fueran, sabían a lo que venían, pues todas sus armas habían sido metidas en plata fundida hasta la mitad. 
La defensa de los clanes estaba bien concebida. Dos círculos concéntricos. En el exterior, los licántropos, en sus diversas formas, defendiéndose con armas o con sus propias garras y colmillos. En el interior, los humanos, con armas largas y arcos, para mantenerse a una distancia más segura. Pero no parecía ser suficiente contra enemigos que podían moverse en cualquier dirección o pasar sobrevolándolos. La defensa exterior recibió una andanada de virotes. Algunos se clavaron en la tierra, quebrándose al ser pisados. Otros atravesaron piel y músculo y cayeron ensangrentados e inertes. Otros permanecieron clavados en brazos, piernas, torsos y espaldas, haciendo caer de dolor a los guerreros. 
La plata quemaba en contacto con su sangre. Ésta se volvía negra conforme la infección se extendía. Los músculos iban entumeciéndose y volviéndose pesados. La fiebre subía hasta el delirio. Pocos eran los que sobrevivían a heridas de plata. Ninguno lo haría esa noche, pues no había tiempo para sacarla de sus cuerpos y aplicarles los cuidados necesarios.
Sin embargo, todos los que pudieron levantarse tras la andanada lo hicieron. Los que empleaban su forma animal se dispersaron por la plaza, atacando a las monturas cuando se acercaban para que sus jinetes pudieran atacar a los que mantenían sus posiciones. Si conseguían que uno cayese al suelo, ya no tenía escapatoria.
Por desgracia para ellos, a pesar de que, cuanto más se alargaba el enfrentamiento, mayores eran las opciones de acabar con los jinetes al acabarse los proyectiles de las ballestas, el cansancio y las heridas añadían un peligro más a aquella noche. La Furia.
Hacía mucho tiempo que nadie había sucumbido a la desesperación y había liberado su bestia interior, aquella que apagaba su consciencia y únicamente se sentía satisfecha cuando cualquier rastro de vida a su alrededor se había extinguido bajo sus garras. Era su último mecanismo de defensa, su última oportunidad. Cuando la furia de un licántropo se desataba era puro instinto. No le detenía la sangre ni el dolor de sus heridas, atacaba guiado únicamente por la rabia y la imperiosa necesidad de sobrevivir y no distinguía a enemigos y aliados. Cualquier ser que se moviese era una amenaza y, como tal, debía ser eliminada. Al final, cuando se hallaba solo, bañado en sangre, cuando ya no percibía ningún peligro, caía en la inconsciencia hasta que volvía a despertar, incapaz de recordar qué había pasado y quienes habían caído a sus manos.

El primero en sentirla fue Lycos. La herida de su brazo se había infectado y ya se había oscurecido la piel hasta su hombro. Sudaba por todos sus poros a causa de la fiebre y la vista se le nublaba. Además, tres virotes se veían clavados en su cuerpo: uno bajo el pectoral derecho, profundo, disparado a bocajarro, los otros dos debajo, hacia su cadera, recibidos mientras caía a causa del primero. Se había levantado para seguir luchando, pero no podía soportarlo más. Estaba acorralado entre el muro de una casa en llamas y dos jinetes, que le acosaban con lanzas plateadas a lomos de sus monturas, mientras que él había perdido su arma y no tenía forma de recuperarla. Un aullido desgarrador que hizo sangrar su garganta y atrajo sobre sí un gran número de ojos. 
Por un instante, el tiempo parecía haberse detenido para que recrearse en el cambio experimentado por el cuerpo de Lycos. El muchacho, que pasaba por poco la veintena, siempre alegre y con el rubio cabello revuelto, cayendo sobre sus vivos ojos castaños, se retorcía, con la ropa hecha jirones y manchada de sangre oscura. Apretaba los dientes hasta que rechinaban y se pasaba las manos por el pecho, como si quisiera arrancarse la piel para poder respirar. Sus pulmones ardían intensamente y las entrecortadas bocanadas que lograba tomar cuando conseguía relajar la mandíbula eran insuficientes. Sus rasgos se afilaron, su piel quedó cubierta por un espeso pelaje, sus músculos se hincharon y su cuerpo se adaptó a una nueva y dolorosa morfología. Pero la diferencia la marcaban sus ojos. Seguían siendo castaños, pero lucían un tinte ambarino alrededor de la pupila. Miraban a todas partes, como si contasen cuántas vidas era necesario quitar. Cada bulto era una amenaza. No importaba si antes de aquel instante habían sido rivales o aliados. Todos iban a morir bajo sus garras y sus colmillos. La saliva cayó por el lateral de su boca cuando se lanzó al ataque.

—Corred, muchachos —apremió Orión, sin mirar hacia atrás, en su carrera, guiando a los más pequeños del clan hacia el Templo de Shyd.
En otro tiempo había sido un gran guerrero y un buen líder para los Argales. Ahora seguía manteniendo el mismo espíritu, pero los años ya no le permitían luchar con la misma agilidad que antes. No quería reconocerlo, pero así era. Y por ello se encontraba a la cabeza de la huida de los más pequeños hacia un lugar seguro, junto al lago central de la isla. La Dama de Plata les protegería, como siempre había hecho.
—Abuelo, los botes para cruzar el lago están por allí —el joven lobo castaño que corría a su lado giró su cabeza hacia atrás, levantando el hocico para señalar la dirección.
Los Argales siempre habían ido hasta el templo atravesando el lago para evitar poner un pie en Delfas. Sus clanes estaban enfrentados desde hacía tanto tiempo que ya nadie recordaba el verdadero motivo que aquella disputa, pero ninguno estaba dispuesto a renunciar a su orgullo y proponer la paz.
—No iremos por el lago, Viktor —respondió Orión, sin detenerse más que para comprobar que los demás le seguían—. Ahí seríamos un blanco demasiado fácil. Seguiremos por el bosque hasta el templo.
—¿Por Delfas?
—Ahora los clanes debemos estar unidos.
—Déjame volver. 
No recibió respuesta.
—Puedo luchar —insistió—. Y tú también. Eres el mejor guerrero que han tenido los Argales.
—Proteger a los demás ya es suficiente responsabilidad para los que estamos aquí.
Viktor paseó la vista por el heterogéneo grupo de humanos, híbridos y lobos. Le frustraba tener que quedarse cuidando cachorros mientras los demás peleaban. Había renegado todo el camino, al igual que los otros cuatro jóvenes que habían sido arrastrados hasta allí por los ancianos. 
—Pero... —iba a protestar una vez más, pero el seco gruñido del lobo gris le hizo callar, agachar las orejas, y continuar corriendo en silencio. 
En su interior, albergaba la esperanza de que, al llegar al Templo y tener a los demás al salvo, les llegaría a ellos la oportunidad de pelear. Aunque fuera codo con codo con los delfarios.

Los golpes se sucedían demasiado deprisa. Concentrado como estaba en su propia pelea, en resistir el dolor de sus heridas abiertas y, sobre todo, la plata que se escondía en su muslo derecho, Hamal no fue consciente de cómo los demás se apartaban del camino del furioso Lycos. Los ojos desorbitados del jinete le indicaron que algo ocurría tras él, pero no estaba en situación de girarse para comprobar de qué se trataba.
El pegaso se encabritó, asustado al ver venir hacia él la mole cubierta de pelo en que se había convertido Lycos. Tiró de su lomo al jinete con un largo relincho y se elevó volando para escapar de allí. Otras monturas le siguieron, algunas liberadas de su carga, otras peleando contra las órdenes de su jinete para que volvieran.
Hamal no desaprovechó la ocasión y dejó caer su hacha sobre el cuerpo tendido en el suelo, con toda la potencia de sus dos brazos y el impulso de su cuerpo. La sangre salpicó a su alrededor cuando degolló a su enemigo. Obedeciendo un impulso se giró para ver qué era lo que había hecho huir al pegaso, justo para ver a Lycos saltar hacia él desde una distancia cercana a los dos metros. Lo tenía encima y no tenía tiempo para reaccionar. Cayó bajo el peso del licántropo, sintiendo cómo el virote de plata se hundía aún más en su carne y cómo las afiladas fauces de la bestia hacían presa sobre el brazo que, en un acto reflejo, había levantado para protegerse.
La sangre y la saliva se mezclaron y cayeron sobre su rostro, impidiéndole ver con claridad. Gritó de dolor cuando sintió el chasquido del hueso y cómo se desplazaba.
Estuvo a punto de rendirse, de cerrar los ojos y dejarse devorar por la furia de Lycos, cuando, de repente, éste le soltó y echó la cabeza hacia atrás, con un largo aullido. Pudo entonces ver a Arioto a su lado, empujando la lanza que se perdía en el costado de su hermano. Todavía apresado por el peso de Lycos, Hamal buscó a tientas la daga que llevaba al cinto y que había caído al suelo, a pocos centímetros de su cadera. La clavó donde pudo, bajo las costillas. Fue sólo de refilón, pero lo suficiente para obligarle a doblarse y permitir a Arioto sacar la lanza de su costado y atravesarle con ella el cuello.
El cuerpo de la bestia convulsionó y cayó hacia el lado contrario al que estaba Arioto, a la izquierda de Hamal. La mancha de sangre iba creciendo a su alrededor conforme se iba desangrando, pero la herida que le había hecho Arioto había sido mortal.
—Arioto...
—Pelea —atajó éste, tendiéndole la mano para ayudarle a levantarse, una vez liberado del peso de Lycos.
No era momento para llorar ni lamentarse, era el momento de luchar.

Estaban ya cerca. Podían ver a lo lejos, entre los troncos de los árboles, el claro que se abría al lago, donde se alzaba el Templo de la Loba Blanca. Un edificio sencillo y pequeño, de una sola planta, con muros de piedra y tejado a dos aguas. La parte trasera daba al lago y había un pequeño camino de tierra marcado en la hierba a fuerza de ser pisado por los argales. Se escuchaban gritos, la batalla debía de haber alcanzado incluso los alrededores del lugar sagrado que nadie se atrevía a mancillar.
Viktor se detuvo un instante, levantando las orejas y la cola y con los ojos fijos en un lugar entre la maleza. A pesar del jaleo le había parecido escuchar algo. Un llanto lastimero. Y un fuerte olor a sangre.
—Viktor —apremió Orión.
—Ahí hay alguien —sin dar tiempo a su abuelo a darle una negativa, saltó hacia el lugar del que provenía el olor para descubrir el cuerpo de una mujer sin vida sobre un charco de sangre. Levantó los ojos y vio un par de ramas rotas. Fuese quien fuese, había caído desde ahí arriba. Y por su aspecto, desde mucho más arriba. El llanto provenía de una niña pequeña, que se acurrucaba en el suelo, pegada al costado de su madre. Al escuchar llegar al lobo, le miró con unos enorme ojos, enrojecidos y llenos de lágrimas, suplicándole ayuda.
—Viktor.
El ladrido de Orión le instó a tomar una rápida decisión. Cogió a la pequeña de la ropa y la arrastró en volandas hacia el resto del grupo, al que tuvo que correr para alcanzar. Al verle llegar con la niña, el anciano decidió que no merecía un regaño y olvidó lo sucedido. Si podían salvar una vida más, mejor que una vida menos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario