jueves, 11 de octubre de 2012

JDA VII. La ciudad entre las nubes. (I)


El solitario rayo de sol que entraba por el vetanuco de su celda dibujaba tres cuadros asimétricos en la pared y el suelo, sobre la línea que marcaba su unión, junto a la puerta de hierro que permitía el acceso. En la suave penumbra que se extendía por la estancia de piedra oscura, Sir Francis de Gondolack se encontraba sentado en el camastro que se anclaba a la pared, con las mantas pulcramente extendidas, los dedos enlazados y los antebrazos apoyados en las piernas, echado hacia adelante, pensativo.
¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo era posible que él, que seguía al pie de la letra los preceptos de su Orden, que siempre procuraba el bien ajeno, que estaba dispuesto a dar su vida si era necesario, estuviese allí, en los bajos del Cuartel General de la Orden de Onour, esperando a que las altas esferas de la Ciudad Sagrada decidiesen sobre su pasado, su presente y su futuro?
Recordaba el día en que su calvario había empezado como si acabase de ocurrir, a pesar de que habían pasado varias semanas. Recordaba que había estado siguiendo la estela de Cyrus, que se habían enfrentado y que había perdido. Recordaba la socarrona sonrisa del imperial mientras se echaba la no-dachi al hombro y le decía altanero que no se pusiese en su camino o no habría otra oportunidad. Recordaba la superioridad y el orgullo que contenían aquellos ojos claros mientras le perdonaban la vida. Fue la peor humillación. Ver al que antes había considerado un hermano, mirarle con ese desprecio, como si fuese un gusano que elegía no aplastar bajo el peso de su pie.
En aquel momento no entendía el porqué de su derrota, pero tras haberlo meditado durante los largos días de encierro, había comprendido que los ideales de Cyrus estaban firmemente arraigados en su interior, mientras que él sentía flaquear los propios. Cyrus había luchado con todo lo que tenía, porque quería vencer, porque estaba seguro de poder hacerlo. Y él combatía en un mar de dudas. Se debatía entre lo que le indicaba su cabeza y lo que le dictaba el corazón.

Después de ese día, el universo parecía haberse conjurado en su contra. Las heridas que había sufrido a manos del imperial les habían retrasado. Los pocos compañeros que aún seguían a su lado habían tenido que desviarse del rumbo y dejar escapar a Cyrus por él, por su culpa, por su inconsciencia, porque no había estado a la altura. Había pasado demasiados días debatiéndose entre la vida y la muerte, demasiado tiempo en manos de Asanda.
Tanto, que apenas habían transcurrido dos jornadas desde que retomaran la marcha, dejando atrás el templo donde habían sanado sus heridas, cuando fueron alcanzados por una cuadrilla de paladines. Los reconoció sólo con ver la silueta de los majestuosos grifos recortándose en el claro cielo de la mañana de mediados de primavera. Sonrió y se detuvo a observar cómo descendían en formación, cómo tomaban tierra tan armónicamente como si fuese un movimiento demasiado ensayado para equivocarse, cómo los Soldados de la Luz desmontaban y formaban antes de avanzar hacia ellos como un solo hombre, con las lanzas apuntando a las nubes, con las espadas al cinto, con las armaduras brillando al sol.
El que abría el grupo, un capitán, como pudo identificar Francis por los galones que portaba la hombrera derecha de su armadura, se dirigió a ellos.
–Buenos días. Buscamos a Sir Francis de Gondolak –informó, como si desconociese que el paladín se encontraba entre ellos, a pesar de llevar siguiéndoles ya varias semanas.
–Yo soy –Francis se adelantó un paso respecto de sus compañeros.
El capitán sacó un documento doblado de debajo de su pechera y se lo tendió, a la vez que le informaba de su contenido.
–Tenemos órdenes de acompañaros hasta la Ciudad Sagrada. Se os acusa de traición a la Orden, de mantener tratos con hijos de la Oscuridad –el gesto que mostró al desviar sus ojos hacia Sad dejó muy claro que consideraba justas aquellas acusaciones– y con brujos oscuros, de rendir honores a dioses paganos y de vivir como un mercenario, exigiendo un pago a cambio del desempeño de tareas que os corresponden por rango. Seréis sometido a un Concilio. 
Francis palideció y un sudor frío perló su rostro. Enfrentarse a un Concilio de Paladines era algo excepcional. Sólo se celebraban en casos muy concretos, cuando las penas sobre el reo eran tan graves que necesitaban ser consensuadas. Y, que él recordase, muy pocos habían salido completamente impunes de un juicio de ese tipo.
–Entregaos sin oponer resistencia y no usaremos la fuerza.
Dos paladines, que permanecían en formación, se movieron, a señal de su capitán, para tratar de prender a Sir Francis, pero se toparon con el rostro ceñudo de dos mujeres, una a cada lado del caballero. Eran completamente opuestas. Una de cabellos dorados y rostro fino, con ojos almendrados y orejas alargadas, que sobresalían ligeramente entre el pelo. En sus manos, un arco dispuesto a dejar volar la saeta. A su lado, otra joven, de piel pálida y cabello tan oscuro como sus ropas, alzó la guardia, empuñando un sai en cada mano. Aquellas dagas con forma de tridente, cuyo filo central era el único perfectamente recto, medirían alrededor de treinta centímetros.
–Nadie va a llevarse a Francis a ningún sitio –dijo entre dientes Sad.
Los soldados parecían dispuestos a apartarlas por la fuerza, pero la voz de Klawn les hizo detenerse.
–Caballeros, ésas no son maneras de tratar a las damas. 
El mercenario se abrió paso desde detrás de su hermano. En su rostro, aquella sonrisa que hacía pensar que no daba importancia a nada más que al tacto de su arma entre los dedos. Fue el primero en desenvainar y, cuando lo hizo, el brillo del metal al reflejar el sol fue como una señal para el resto. Iban a defender a su amigo pasase lo que pasase.
Las primeras gotas de sangre mancharon la tierra y los quejidos se mezclaron con el entrechocar de las armas, el capitán dando órdenes a sus soldados, el silbido de las flechas al cruzar el aire para dar certeramente en el blanco elegido. Un fortuito encuentro en el camino, en un punto aleatorio del mapa, que podía marcar un cambio en el destino.

Y así fue. Una espada cayó al suelo, dos manos se alzaron y un hombre decidió que no merecía la pena seguir peleando. No, cuando él era el responsable de la sangre vertida por sus compañeros. Tenía que elegir y lo hizo como se esperaba de un líder, anteponiendo a los suyos a sí mismo.
Los paladines les superaban en número, no llevaban semanas de cansancio acumuladas a las espaldas y estaban protegidos con armaduras, mientras que ellos luchaban a pecho descubierto.
Todo por él, por su culpa. Él les había arrastrado uno a uno a esa locura. Había ido nutriendo un grupo de personas dispuestas a jugarse el pellejo a una orden suya, dispuestas a seguirle hasta el final, aunque implicase morir en el intento. Y, aunque ese grupo se había reducido sensiblemente en los últimos meses, él todavía se sentía responsable de los que permanecían a su lado. No podía dejar que cayesen allí, en mitad de la nada, por intentar evitar que le llevasen preso.
–Dejadles. Me rindo.
–Alto.
Una orden de su capitán y todo había acabado. Los paladines se quedaron estáticos, como si una repentina corriente les hubiese congelado, con la guardia alzada, por si sus adversarios no respetaban el final del enfrentamiento.
Ceños fruncidos, miradas cargadas de enfado, todas puestas sobre Francis, y respiraciones agitadas por el ejercicio. Pero ninguno continuó atacando.
–Me entrego, por voluntad propia, para ser llevado a la Ciudad Sagrada a cambio de la libertad de mis amigos –cruzó miradas con todos ellos. Una súplica sin palabras para que no intervinieran más de lo que ya había hecho.
–No es a ellos a quienes buscamos –continuó el capitán–. Pueden seguir su camino en paz si deponen las armas.
–Francis, no. ¿Qué crees que estás haciendo? –le increpó Klawn, sin bajar la espada, que mantenía firmemente empuñada, levantada ante su pecho, hacia su enemigo.
–Lo correcto, hermano.
El paladín más cercano a Francis recogió la espada que éste había dejado caer. El capitán bajó su lanza y se la tendió a uno de sus subordinados. Cuanto éste la tuvo, se acercó a Francis y lo cogió de una muñeca. Francis no se resistió a pesar de que sabía que iban a inmovilizarle las manos. Como si su palabra no fuese suficiente, se dijo, sin poder evitar sentirse ofendido por ello.
–¡¡Jamás!! ¡Suéltame, Klawn! –gritó la vampiresa, mientras intentaba librarse del abrazo del mercenario para volver a la carga.
Elanor tuvo que ir a ayudarle a retenerla.
–Sad, espera. 
–No espero nada. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras se llevan a Francis. ¿Cómo puedes tú permitirlo? ¡¡Es tu hermano!!
–Francis, Sad tiene razón –concedió la elfa-. No permitiremos que te entregues. Y mucho menos por esas acusaciones tan injustas.
–Precisamente, Ela. Por lo injustas que son, tengo que entregarme –le explicó Francis con una sonrisa, mientras dejaba que devolviesen su espada a la vaina para arrebatársela y atasen sus manos–. Si no me enfrento a ellos, les estaré dando la razón. Iré a Astaroth, me someteré al Concilio y les expondré mis razones. Estoy seguro de que todo saldrá bien. Seguid sin mí, dad con Cyrus y detenedle a él y a sus Lobos de Obsidiana. Después del Juicio, nos encontraremos de nuevo.
–¡No puedes hacer esto, Francis! –Sad seguía intentando que Klawn y Elanor la soltasen, aunque se negaba a hacer daño a sus amigos para conseguirlo. Puede que, en realidad, no quisiese hacerlo. Sabía que, si la soltaban, correría la sangre.
–Pero es lo que debe hacerse, Sad. Mi Orden me reclama y yo, como paladín de Onour, debo acudir.
–¿Para que te juzguen por juntarte con gente como yo?
–Si esa es mi falta, sí.
–¡¿Falta?! ¡¿Eso soy?! ¡¿Una falta?!
-Claro que no eres ninguna falta, preciosa –le dijo Klawn, mientras Francis era acomodado a lomos de un grifo, en el centro de la formación-. Y vamos a ir a Astaroth a dejárselo claro en sus narices –añadió al notar cómo se relajaba entre sus brazos.
La formación de paladines se alejó entre las nubes, dejando en tierra al desolado grupo, todavía con la tensión contenida en cada uno de sus músculos.
-No podemos dejar que se lo lleven. Además, no conocemos el camino a Astaroth –la voz de Sad se había convertido en un triste susurro.
-En eso tiene razón –apoyó el pequeño pícaro-. Ellos volando y nosotros a pie... Nos sacarán demasiada ventaja.
Un destello les hizo mirar a todos hacia el lugar donde estaba Seshai. La unicolyan había adoptado su forma equina y, con un enérgico cabeceo, indicó a sus compañeros que no estaban en situación de perder el tiempo en minucias.
Sonrisas esperanzadas asomaron tímidamente a los rostros cansados de todos, para dar paso a unas cortas y triunfales carcajadas. A lomos de Seshai y Tornado, el pegaso negro que pertenecía a Sad, no habría problemas para seguir al escuadrón de paladines.

Continúa en: VII. La ciudad entre las nubes. (II)

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