viernes, 24 de agosto de 2012

Azotando el destino. (III)


Apenas atravesó el hueco de la ventana sintió que sus pulmones se llenaban de aire de nuevo. Un aire que notó húmedo y salado, pero que alivió la presión en su pecho, que dolía como si le estuviesen apretando entre dos bloques de granito. En el interior de aquellas paredes era como si no hubiese agua. De hecho, tardó unos segundos en comprender que, efectivamente, no la había. Podía moverse con tranquilidad, caminar como hacía por la tierra e incluso mover las alas. Sus ropas, empapadas, goteaban, dejando un charquito salado en el blanco suelo. Miró alrededor. Estaba en una estancia redonda a la que se accedía por unas escaleras que bajaban a su derecha y subían a su izquierda. A lo largo de la torre, describían una espiral. En el centro de la herradura que marcaban los tramos de escalera, justo frente a él, vio un montón de cojines de colores brillantes en el suelo. Le recordó a su nido, como quedaba después de que Zanthe pasase la noche a su lado. A un lado había una mesita baja de cristal, vacía.
No había ni rastro del Orbe en aquella estancia. Pero no podía rendirse, tenía que seguir buscando. Tardó un par de segundos en decidir seguir la escalera hacia arriba, hacia la última estancia de la torre. Zarek le había indicado muy bien dónde encontrar su objetivo. Apenas la escalera dejó a la vista la estancia superior, sus ojos se clavaron en su centro. Tenía la misma forma que la habitación anterior, pero su techo era mucho más alto y se iba reduciendo hasta formar el cono superior de la torre. Las paredes, blancas y desnudas, reflejaban la luz tenue, fría y ligeramente azulada que irradiaba el Orbe de Espuma, una esfera de algo menos de un metro de diámetro de ondeante y densa sustancia espumosa, borboteante, que se mantenía suspendida sobre una niebla espesa, extendida por el suelo, de forma que no pudiese verse el suelo de la estancia.
Alecto no pudo evitar pensar en que aquella neblina que se enganchaba a sus tobillos y subía hasta la altura de sus gemelos le recordaba a cuando Zanthe se presentaba ante él como viento e iba tomando poco a poco forma de mujer.
Se acercó hasta el Orbe, con la mirada fija en él, como si mirase las hipnóticas llamas de una chimenea, y alargó la mano, despacio, temeroso de las sensaciones que pudiese provocarle su contacto con su superficie.
-A Albórean no le gusta que nadie toque sus juguetes –escuchó una voz.
El icarionte se giró, tenso, llevando la mano que había estado a punto de tocar el orbe a su espalda, como si sintiese la necesidad imperiosa de protegerla. Ante él se hallaba un hombre. Su apariencia era la de un humano, pero, si estaba allí, era inmortal. Intentó averiguar por su aspecto de quién se trataba. Era algo más bajo que él, calculó que alcanzaría un metro setenta y poco, y pasaba ampliamente la treintena. Moreno, como la mayor parte de los isleños, con la barba y el cabello bien recortados. Sus ojos eran extrañamente claros, como la miel. No recordaba haber conocido a nadie con unos iris como aquellos. Tenía una cicatriz que le partía la ceja derecha en dos y llegaba hasta la comisura de su boca, pero no le había costado el ojo. Tenía en el brazo derecho la cicatriz de una quemadura que lo cubría casi por entero y que se extendía, aunque la camisa no dejaba verlo, por su espalda hasta la mitad del otro brazo. Por el aspecto que mostraba la piel, tenía que haber sido grave. A un mortal le hubiese costado la vida. Si tenía más marcas, las ocultaba la ropa. Por la edad, descartó a Sinorian. También era demasiado joven para ser Albórean y, además, le había mencionado y dudaba que hablase de sí mismo en esos términos. Héliades tenía el cabello como el fuego y Triónidas... Si el Señor de Arges y Astéropes tuviese ese aspecto, se habría sentido bastante decepcionado. Quedaba Necreonte. Y eso no era muy alentador. De todos los dioses que podían haberle descubierto, era tener muy mala suerte que lo hiciese aquel al que se llamaba Mensajero de la Muerte.
-¿Quién eres y qué buscas aquí?
Mentir era absurdo. Los dioses lo sabían todo.
-Necesito el Orbe.
-¿Y para qué quiere un icarionte el Orbe que mantiene en pie este palacio? -Alecto se mantuvo callado-. ¿Cuál es tu nombre?
-Alecto.
-Alecto –repitió-. Sabes que no deberías estar aquí.
-Lo sé, pero tengo mis motivos.
-No lo dudo, pero no puedo permitir que te lleves el Orbe. Albórean se enfadaría. Y no me gusta tener dioses enfadados a mi alrededor. No se muestran especialmente amables.
-Hiperión -tenía que ser Hiperión, dedujo Alecto. 
Se sintió algo más relajado, tal vez por pensar que se encontraba ante un igual, un hombre que entendería sus circunstancias.
-Veo que mi fama me precede –ironizó con un deje áspero en la voz.
-Necesito el Orbe. Tú me entenderás mejor que nadie. Peleaste por Shyd.
-¿Estás aquí por una mujer? Debes estar muy loco.
-O muy enamorado.
-O las dos cosas. ¿Es una diosa?
-Una siníade. Zanthe.
-Ummm. Una mujer preciosa, sin duda. Disfruta del tiempo que te regale y luego déjala marchar.
Alecto frunció el ceño. ¿Cómo podía decirle que desistiese? Él, que había desafiado todo el orden establecido, que había arriesgado su vida por la mujer que amaba.
-Voy a pelear por ella hasta el final. Como hiciste tú.
-No tienes ni idea. La inmortalidad no es precisamente un regalo.
-¿Te arrepientes?
-¿De estar con la mujer que amo? Nunca. Pero el sufrimiento de la inmortalidad es infinito. No importa cuánto dolor sientas, nunca hallarás el descanso de la muerte. Ni siquiera de la inconsciencia. Tu cuerpo y tu mente estarán atrapados. No puedes escapar de tus actos. No puedes retener a aquellos que amas a tu lado. Verás caer a amigos y enemigos. Verás morir a tus hijos en tus brazos. A los hijos de tus hijos. A los nietos de tus nietos. Les verás sufrir y no podrás evitarlo. Hasta que tu sangre se diluya en el tiempo. Hasta que no quede nadie que recuerde tu nombre.
-Eso no me importa.
-Te importará, créeme. Te importará.
Alecto apretó los labios y se mordió la lengua para no gritarle que no tenía derecho a poner en entredicho sus sentimientos y su voluntad. Se limitó a sostenerle la mirada, cargada de determinación. Una determinación que se transformó en súplica.
-Por favor. Te lo ruego. De todos los que podían haberme encontrado, tú eres el único que entiende mis razones para estar aquí. Si me detienes ahora, todo lo que ya he conseguido no habrá servido para nada.
Hiperión apartó los ojos con un profundo suspiro. Se acercó al Orbe y metió los dedos en la viscosa sustancia que lo formaba. Trazas de neblina envolvieron su brazo, como si quisieran retenerlo. Al retirarlo, en el cuenco formado por su mano quedó una parte de la espuma.
-Márchate antes de que te descubran. Rápido. Y procura que no entre en contacto con el agua o se disolverá.
Con un firme asentimiento, Alecto buscó dónde guardarse aquella sustancia para poder llevarla a la superficie. No tenía ningún recipiente y su ropa ya estaba empapada. Finalmente y sin saber si funcionaría su idea o no, se la metió en la boca y se dirigió hacia la ventana. Una mirada de agradecimiento fue su despedida de Hiperión. A través del arco de la ventana, mientras avanzaba braceando en el agua, vio llegar a una mujer. La inconfundible Dama de Plata.
Dentro de no mucho tiempo, él también besaría a Zanthe de la forma en que Hiperión besaba a Shyd, sabiendo que ya ni la muerte podría separarlos.

Rasalhague movió con brusquedad la cola, levantando agua con fuerza. Cientos de gotitas salieron despedidas en todas direcciones. Inútilmente trató de liberar su cabeza del agarre de Zarek para volver al agua. Se veía cada vez más lejos de ésta, arrastrado por el inmortal hacia la orilla.
Zarek le dejó tendido sobre la arena, girando sobre sí mismo, a un lado y a otro. La arena se adhería a su cuerpo e iba cayendo en terrones embarrados con sus bruscos espasmos. Se estaba asfixiando y no lograba regresar al mar por mucho que lo intentase. Gritó pidiendo ayuda en aquella lengua que sólo entendían las criaturas que habitaban bajo el agua. Pero fuera del mar se escuchaban como estridentes alaridos, tan agudos que se le metían a Zarek en la cabeza y reverberaban en su cerebro como si estuviese dentro de una campana.
-¿No era tu deseo salir del agua? –se quejó Zarek, chasqueando la lengua, sentado a su lado, observando impasible cómo se alargaba su agonía.
El neptario quedó finalmente inmóvil en la orilla y Zarek se levantó para comprobar que estaba muerto y arrastrar su cuerpo al agua otra vez. No podía dejar testigos de su participación en la incursión en el Palacio.

En cuanto las olas arrastraron el cadáver de Rasalhague hacia el fondo del mar, Zarek se dispuso a abandonar Hárpago. Sin embargo, un escalofrío recorrió su espalda al sentir tras él una presencia. Una fuerza que arrasaba todo a su paso. Necreonte.
-Vaya... Mira lo que ha traído la marea.
Por la expresión que mostraba el joven dios guerrero, Zarek no podía estar seguro de que no hubiese visto lo ocurrido. Y eso le pondría en serios apuros.
-Necreonte –esgrimió la mejor de sus sonrisas. Aunque a leguas se notaba que era falsa. Su boca no podría estirarse más.
-La verdad es que no me sorprende verte por aquí el día que hay problemas abajo.
-¿Intentas insinuar algo?
-En absoluto. ¿Debería?
-En absoluto.
-Bien, Zarek. Me alegra comprobar que sabes de qué lado está tu lealtad. Porque si no, ni siquiera mi tía podría evitar que me hiciese un macuto con tu pellejo.
La advertencia le arrancó un largo escalofrío. 
-Oh, vamos. Mi piel es demasiado buena para un simple fardo. Podrías aprovecharla para hacerte ropa nueva.
-Entonces olería como tú.
Si Zarek tuviese el poder de lanzar rayos por los ojos, Necreonte habría tenido uno atravesando su nuca desde el instante en que le dio la espalda para marcharse. Pero no estaba tan loco como para desafiar al hombre cuyo nombre era sinónimo de crueldad.
Se frotó las manos con nerviosismo cuando estuvo solo de nuevo. ¿Por qué tardaba tanto ese maldito icarionte?

Alecto braceó y movió las piernas, intentando llegar a la superficie lo más rápido posible. Por mucho que hubiese llenado sus pulmones en el Palacio, tenía un límite y estaba a punto de sobrepasarlo. Notaba la presión en el pecho y cómo poco a poco se le iba nublando la vista. El pulso en sus sienes se aceleró y parecía que todos y cada uno de sus órganos iban a explotar.
Con el mayor impulso que logró conseguir, sacó la mitad superior de su cuerpo del agua para poder desplegar las alas y elevarse sobre la inmensidad azul que se abría entre Hárpago y Láquesis. Escupió en sus manos la sustancia viscosa que le había entregado Hiperión, haciendo un cuenco con ellas, y trató de recuperar poco a poco la normalidad en su respiración. Le dolía todo el cuerpo, pero había merecido la pena el esfuerzo. Un poco más y podría posarse en la arena de la playa y descansar.
Miró el contenido de sus manos. Se había reducido debido a la humedad de su boca, dejándole una quemazón fría en la lengua, la garganta y el pecho. Seguramente habría tragado algo, pero daba lo mismo. En sus palmas quedaba todavía una bola del tamaño de una ciruela. 

Se dejó caer junto a Zarek, acezando, con las piernas, los brazos y las alas extendidas sobre la arena.
-Con el aspecto de vagabundo empapado que tienes, no deberías estar sonriendo.
El icarionte levantó la mano que contenía el diminuto orbe que se había formado. Una esfera perfecta, igual que la que había bajo el mar.
-Lo he conseguido. 
-Genial –su voz era de todo, menos entusiasta. 
El encuentro con Necreonte todavía le tenía en tensión. Si los dioses descubrían que estaba ayudando a un mortal a levantarse contra ellos, seguramente no le recibiesen haciendo una fiesta.
-Ahora sólo tenemos que conseguir una forma de sacar mi alma de mi cuerpo.
-¿Matarte?
Alecto puso los ojos en blanco, todavía en el suelo. Estaba demasiado cansado para hacer cualquier otro movimiento.
-Conozco a un puñado de hechiceros que podrían hacer pociones de esas que permiten transmutar el alma de un cuerpo a otro. Pero esas pócimas requieren tiempo para su elaboración y no sabemos lo que durará el Orbe.
-Entonces tendrás que elegir “muerte”.
-Supongo que da un poco igual, ¿no? Tengo que mezclar la sangre de Shyd y la mía con esto –levantó un poco la mano que contenía todavía la esfera lechosa- y arrojarlo a los fuegos del Abllos. Supongo que puedo apuñalarme el corazón y el orbe absorberá mi sangre y mi alma.
-Icarionte, ves todo con demasiado optimismo.
-Para mañana los dioses ya sabrán lo que estamos haciendo, si no lo saben ya. No podemos esperar durante una semana o dos a que esté lista una poción que me permita transmutar mi alma al orbe. Y, si sale mal... En realidad da un poco igual, Zarek, si no lo consigo y sobrevivo, me matarán los dioses. Creo que prefiero morir desangrado que enfrentarme al Mensajero de la Muerte.
Le entendía. A él le pasaba exactamente lo mismo. La sola idea de que el joven dios guerrero tuviese carta blanca contra ellos le aterrorizaba. Él podía enseñarles todas y cada una de las acepciones de la palabra dolor.

Zanthe suspiró, agotada. Se pasó la mano por la frente, apartando un par de pequeños mechones que se pegaban a su piel, a causa del sudor. Había estado a punto de fallar en sus esfuerzos por mantener la bruma alrededor de los movimientos de Alecto y Zarek. Pero valía la pena el esfuerzo, no sólo porque, si el icarionte tenía éxito en su empresa, ganaría un entregado amante para toda la eternidad, dispuesto a complacerla en todo y no echarle en cara si siquiera sus infidelidades, sino que ella y Zarek cambiarían su posición. Ella podría reclamar su divinidad y el poder para gestionar los destinos en las mismas condiciones que su padre y Zarek pasaría a estar únicamente a su servicio.
Su cuerpo se deshizo en neblina blanca que se diluyó en el aire para llevarla a la habitación que ocupaba en el templo de su padre.

Continúa en: Azotando el Destino. (VI)

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