Ninguno
pudo creerlo cuando lo escucharon. Aquellos hombres debían de estar
bromeando, aunque la seriedad de sus rostros y la solemnidad de sus
palabras parecieran indicar lo contrario.
–¿Saltar?
Pero no podemos hacer eso –intentó razonar Klawn–. No somos
pájaros. Tal vez los habitantes de esta villa hayan logrado
aprender, pero nosotros aún necesitamos varias lecciones de vuelo
antes de lanzarnos al vacío.
–Es
una prueba de fe, muchacho. ¿Acaso no tienes fe? -insistió el Sumo
Sacerdote.
–Cuando
se me pide que salte a una muerte segura, no.
Réplica
tras réplica, los nervios se iban crispando. Las respuestas de Klawn
eran cada vez más mordaces y, si no le interrumpían pronto,
acabaría haciendo gala de la mala educación que era capaz de
concentrar en su persona cuando se lo proponía. Seshai era la única
que se limitaba a observar, de brazos cruzados, sin intervenir.
Finalmente, la pelirroja optó por dejarles saber su opinión.
–Los
humanos tenéis costumbres demasiado extrañas. ¿Qué tiene que ver
que accedamos o no con nuestra presencia en la ciudad o con lo que
vayamos a decir en el juicio de Francis? Dime –sus ojos permanecían
fijos en Anteraas, sin un atisbo de temor o de ira hacia ese hombre–,
¿te quedarás tranquilo si uno de nosotros salta desde la muralla?
Si es así, lo haremos.
–Pero
Seshai…
–Déjalo,
Klawn. Si es la forma de hacer que nos dejen en paz y suelten a
Francis, acabemos cuanto antes. ¿Desde dónde hay que saltar?
Anteraas
los guió con gesto satisfecho hasta la parte de la muralla que
estaba pegada al borde de la isla flotante donde se erguía Astaroth.
La unicolyan avanzaba con paso firme, ignorando deliberadamente las
palabras de sus amigos sobre el riesgo innecesario al que se iban a
enfrentar. Sad cerraba el grupo, callada, concentrada en calcular si
Tornado podría recoger a tiempo al grupo si saltaban con la
suficiente distancia.
Mandrake
envió a un muchacho a buscar un grifo para tratar de evitar una
catástrofe. Sin embargo, antes de que el chico hubiese podido
alejarse medio centenar de pasos, antes de que Klawn se hubiese
acercado al borde, antes de que Sad hubiese llamado a su montura, la
larga cabellera roja de Seshai pasó como una estela de fuego ante
ellos, siguiendo la carrera de la unicolyan hacia el abismo.
Un
seco impulso, un salto al vacío, con los brazos y las piernas
extendidos, sintiendo la resistencia del aire, que parecía querer
sostener su pequeño cuerpo humano, contra la piel y moviendo con
fuerza sus ropas, como si miles de dedos invisibles tratasen de
arrancársela.
Las
exclamaciones de los testigos de su temeridad le hicieron sonreír
mientras, sobre el borde de Astaroth, el comandante pedía a gritos
una montura en un vano intento de seguirla.
Fue
entonces cuando un fogonazo blanco dejó a la vista de todos la forma
equina de Seshai, con aquellas grandes y fuertes alas que la llevaron
de vuelta a la ciudad entre las nubes.
Se
posó junto a Klawn con un relincho que casi parecía una burla. El
mercenario dibujó en su rostro una gran sonrisa y palmeó la cruz
del animal.
–¡Qué
grande eres, preciosa! ¡Una entrada magnífica! –el brillante
estallido que envolvió de nuevo a Seshai al recuperar su apariencia
humana le hizo apartarse un poco, mientras se sacudía las ropas.
–¿Y
bien? ¿Ya estamos todos satisfechos? –los verdes ojos de la
unicolyan interrogaban al sacerdote, quien, si hubiese contenido un
poco más de rabia en su interior, habría explotado.
Mandrake
trató de disimular su sonrisa al ver el congestionado rostro de
Anteraas, pero Asgaloth rió con franqueza:
–Bien,
amigo mío, Onour ha decidido.
–No
ha sido la voluntad de Onour, sino magias oscuras de estos...
estos...
–Oh,
no, Anteraas, las criaturas que cambian de forma también son obra de
nuestro Señor y él ha decidido que una de ellas llegase hasta aquí
–se volvió hacia el grupo–. En fin, una vez terminada toda esta
locura, por favor, acompañadme, os buscaremos un alojamiento
adecuado. Sois libres de ir y venir por la villa.
Echó
a andar de regreso al cuartel, seguido de los compañeros, dejando
atrás a Mandrake, que intentaba aplacar el enfado del Sumo
Sacerdote.
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